Un caso no tan difícil

Un caso no tan difícil

Un caso no tan difícil

Manuel Atienza*

En fecha reciente (el 10 de noviembre de 2022), el Tribunal de Apelaciones, Panel X, de Puerto Rico dictó una sentencia en un caso que, a primera vista, podría parecer de extrema dificultad,[1] pero que, en mi opinión, una vez considerados todos los elementos del problema —tanto normativos como fácticos— quizás no merezca realmente esa calificación. Y si no lo merece es porque el caso tiene una respuesta que —yo creo— no tendría por qué suscitar ninguna duda razonable, aunque esa no haya sido la opinión de la mayoría del tribunal.

Los hechos del caso, tal y como figuran en la sentencia, habrían sido los siguientes. En el año 2021, en fecha no determinada en la sentencia, la señora Jiménez da a luz un niño, el menor MMR. La esposa de la señora Jiménez es la señora Rodríguez;[2] y el padre biológico del menor, el señor Cintrón. El rol desempeñado por este último no está completamente claro en los hechos que constan en la sentencia, y el tribunal no parece haberse preocupado mucho por aclararlo. Simplemente se recoge en la sentencia que, según el señor Cintrón, el nacimiento del menor MMR había sido fruto de una “relación extramatrimonial”[3] que había mantenido con la señora Jiménez, mientras que el matrimonio Jiménez-Rodríguez había aducido que “lo que existió fue una relación contractual donde la participación del señor Cintrón se limitó a donar la esperma”.[4] Dicho de otra manera, en lugar de acudir a una clínica de reproducción humana asistida para inseminar a la señora Jiménez con esperma de un donante anónimo —como es usual en ese tipo de prácticas—, el matrimonio habría acudido a los servicios sexuales del señor Cintrón.

El Tribunal, como digo, no entra a dilucidar cuál de las dos versiones es la correcta, pero lo que sí parece acreditado es que, con independencia de cómo hubiese que calificar esa intervención del señor Cintrón, la misma no habría afectado a la relación matrimonial entre las señoras Jiménez y Rodríguez.

Una vez producido el nacimiento, el matrimonio Jiménez-Rodríguez inscribe al menor en el Registro Demográfico como hijo de ambas. La inscripción es impugnada por el señor Cintrón y, como consecuencia de ello, se produce una serie de incidentes que llevan, en lo esencial, a que el matrimonio acepte que en el certificado de nacimiento del menor aparezca que es hijo de la señora Jiménez y del señor Cintrón, así como este último se compromete a pagar cierta cantidad de dinero en concepto de alimentos. En lo único en lo que discrepan es en el orden de los apellidos que debería llevar el menor. Según el matrimonio, en primer lugar debería figurar el de su madre biológica —Jiménez—, seguido por el del señor Cintrón; mientras que este último defiende el orden contrario: primero el apellido del padre y luego el de la madre.

El Tribunal de Primera Instancia dio la razón al matrimonio, pero sin motivar su decisión. Y el Tribunal de Apelaciones (en la sentencia que estoy comentando) revocó la sentencia y, en consecuencia, ordenó al Registro que se inscribiera “al menor MMR con el apellido del padre y la madre, en ese orden”.[5] Tres de los cuatro jueces avalaron esa decisión.[6]

La motivación de la sentencia (no hay diferencias relevantes entre las argumentaciones aducidas por el juez ponente y los que emitieron votos de conformidad) parece reducirse a lo siguiente. En el Derecho puertorriqueño, la ley no regula específicamente ese supuesto. Lo que establece es que deben figurar, después del nombre del niño, el “primer apellido de sus progenitores”, sin precisar en qué orden.[7] La práctica “de inscribir a los menores de edad con el primer apellido paterno y luego el materno … se origina en el uso y costumbre social que culturalmente hemos aceptado”.[8] Ahora bien, la costumbre es una de las fuentes del Derecho de Puerto Rico, y aunque esa “costumbre se hilvanó dentro de unos preceptos de una sociedad patriarcal”, sin embargo, no por eso puede considerarse “contraria a la moral o al orden público”.[9]

Junto a este argumento principal (en caso de laguna legal debe acudirse a la costumbre), los jueces de la mayoría esgrimen como argumentos —digamos— complementarios otros tres: El primero es que aunque exista una “norma de deferencia” en relación con el criterio del juzgador del Tribunal de Primera Instancia, en este caso, no habría por qué seguirla, o sea, el Tribunal de Apelaciones  modifica ese criterio, pues el juez de primera instancia habría errado al no aplicar la norma consuetudinaria antes citada.[10] El segundo apela a la imposibilidad de llegar a un criterio objetivo y racional para resolver el problema o, dicho de otra manera, a la extrema dificultad para elegir uno de ellos, cuando falta el acuerdo de los progenitores: “¿el orden alfabético de los apellidos?, ¿el interés superior del menor?, ¿el primero que lo inscriba en el Registro?; o ¿lanzar una moneda al aire?”.[11] Y el tercero consiste en que, dada entre otras cosas esa dificultad, regular ese supuesto (la falta de acuerdo de los progenitores en el orden de los apellidos) correspondería al legislador, no a los jueces: “[n]o debemos olvidar que nuestra función va dirigida a la interpretación de las leyes y no a su creación”.[12]

Pues bien, en mi opinión, ninguno de esos argumentos resulta convincente o, mejor dicho, ninguno de ellos (ni tampoco el conjunto —la suma— de los mismos) permite llegar a donde los jueces llegaron.

En relación con el argumento que he llamado principal, me parece que los jueces han olvidado un dato esencial del problema. Se trata de que aquí estamos ante una situación que no puede haber sido regulada por ninguna costumbre, debido a su carácter estrictamente novedoso. O sea, el menor MMR forma parte de una familia con dos madres (una solo legal, la otra también biológica) y un padre (que no sería simplemente biológico, dado su interés —aceptado, al menos en principio, por el matrimonio Jiménez-Rodríguez— en “formar parte activa en la vida del niño”).[13] Y es obvio que la costumbre a la que apelan los jueces —y que no iría en contra de la moral o del orden público— presupone una realidad social —familiar— que nada tiene que ver con la que ha originado el conflicto que se trata de resolver. Aplicar una norma consuetudinaria (hablar de una costumbre “aceptada socialmente”) a los problemas surgidos como consecuencia de los profundos cambios que han transformado —o están transformando— instituciones como la familia tradicional parece realmente fuera de lugar. Dicho en términos técnicos: la laguna jurídica existente en este caso no es sólo legal, sino también consuetudinaria; o todavía mejor: es una laguna en el nivel de las reglas, no en el de los principios. Luego volveré sobre esto.

El Tribunal tiene obviamente razón al entender que la “norma de deferencia” debe poder ser excepcionada con cierta facilidad, o sea, que es una norma a la que no se puede atribuir mucho peso. En otro caso, simplemente, se privaría de sentido a una institución como la apelación. Y, en relación con ello, me parece que la opinión disidente no es muy acertada al poner mucho énfasis en que “si no existe un estatuto que prohíba” lo decidido por el juez de primera instancia, entonces “no debemos negarnos a confirmar la decisión apelada”.[14]Pero el argumento de la mayoría no otorga ningún peso a la decisión adoptada. La criticable falta de motivación del juez de primera instancia, lo que justifica es que el Tribunal de Apelaciones haya entrado en el fondo del asunto. Y lo que tendría que haber hecho, yo creo, es ratificar esa decisión (como sostuvo la jueza disidente), habiendo ofrecido para ello los argumentos que el caso requería.

Sobre la dificultad de encontrar un criterio objetivo y racional para resolver el conflicto, me parece que es bastante menor de lo que en principio podría parecer. En el voto de conformidad del juez Marrero Guerrero se ofrece una información detallada de los —en principio— posibles criterios, refiriéndose a las regulaciones existentes en España, en Francia, en Uruguay, en Colombia y en distintas jurisdicciones estatales de los Estados Unidos. Pues bien, por debajo de la aparente diversidad, no es difícil constatar una (muy razonable) coincidencia de fondo: procurar en la medida de lo posible que se logre un acuerdo, y, si no fuera así, optar por un criterio imparcial y que sea conforme con —o que no contradiga— el interés del menor. Lo cual, por cierto, lleva a excluir el criterio rígido de que, en caso de discrepancia, se utilice el orden alfabético, puesto que, si las partes conocen eso de antemano, a una de ellas (a la que favorezca el orden alfabético) se le estaría dando un incentivo para no esforzarse en llegar a un acuerdo.

En el caso que nos ocupa, por lo tanto, el tribunal tendría que haber procurado que se obtuviera ese acuerdo, advirtiendo a las partes de que, si continuara existiendo la discrepancia, se vería obligado a tomar la decisión, según los dos criterios expuestos: imparcialidad e interés del menor. Y la aplicación de esos criterios lleva, sin duda, a mantener el orden establecido por el Tribunal de Primera Instancia: Jiménez-Cintrón.

El señor Cintrón no tiene ninguna razón para pensar que ese orden sea “parte de un patrón para invisibilizar al padre”, como parece haber sostenido en su escrito ante el Tribunal de Apelaciones.[15] Y el que aparezca en primer lugar el apellido “Jiménez” está plenamente justificado dado que la vinculación del niño —de acuerdo con los hechos referidos en la sentencia— es manifiestamente mayor con el matrimonio Jiménez-Rodríguez que con el señor Cintrón. Y, por lo demás, no es dable pensar que ese orden de apellidos vaya a tener algún efecto perjudicial para el menor, el cual, como es de pacífica aceptación, podrá cambiarlos al llegar a la mayoría de edad, si contase con alguna buena razón para hacerlo.

En fin, los temores de los tres jueces que compusieron la mayoría a invadir competencias del legislador en el caso de que no aplicaran una norma consuetudinaria (que, como antes señalaba, ni siquiera existe) no pueden calificarse de otra manera que como infundados. Desde luego, los jueces no deben invadir competencias del legislador, esto es, no deben incurrir en activismo. Pero de ahí no se sigue que deban asumir el formalismo jurídico que, me parece, está por detrás de la decisión que estoy comentando. Tanto el activismo como el formalismo son conductas judiciales desviadas, el Scila y el Caribdis que los jueces deberían evitar.

Definir de una manera completa qué haya de entenderse por formalismo jurídico no es una tarea sencilla. Pero sí que creo que hay algunos rasgos “formalistas” que podríamos considerar de pacífica aceptación. Dos de ellos están muy presentes en esta sentencia. Uno es la tendencia a aislar el Derecho de la realidad social que es, en mi opinión, lo que ocurre al dejar de lado las circunstancias peculiares del caso; esto es, al olvidarse de los cambios que han ocurrido en la institución familiar y pretender que la tradición, la costumbre, pueda proporcionar el criterio regulador de esas transformaciones. Y el segundo rasgo formalista consiste en negar que los jueces puedan (deban) crear Derecho. Como es bien sabido, esta última es una vexata quaestio pero, aprovechando que en uno de los votos de conformidad se apela al juez Holmes como argumento de autoridad, se me ocurre que podría ser oportuno recordar aquí su famoso dictum de que los jueces sí que crean (deben crear) Derecho, pero de manera intersticial; o sea, no como lo haría el legislador, sino en los espacios que la ley (el Derecho previamente existente) deja abiertos.

Esto último es, precisamente, lo que ocurre en este caso. Puesto que no hay ninguna pauta específica de comportamiento (ninguna regla) que haya previsto esa situación, los jueces deben acudir a los principios y, en particular, a los principios constitucionales, para encontrar una solución. Al llevar a cabo esa tarea, necesariamente construirán una nueva regla o modificarán alguna previamente existente, pero no pueden hacerlo de cualquier manera, ni con la libertad propia del legislador. Por supuesto, en el caso de que el legislador intervenga posteriormente y modifique ese criterio (esa regla) judicial, los jueces tienen que ser deferentes hacia el legislador, deben reconocer su autoridad. Pero no pueden olvidarse tampoco de que ellos —algo en lo que insistió la jueza disidente— son también agentes del cambio social.

En el caso que nos ocupa, se les ofrecía una oportunidad de abrir la vía hacia un cambio jurídico que quizás el legislador hubiese luego ratificado. Sobre todo, teniendo en cuenta que se trataba de un caso no tan difícil.

Notas al Calce

* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante.

[1] Alguno de los jueces integrantes de ese órgano empleó incluso la expresión “dilema” para referirse a él. Cintrón Román v. Jiménez Echevarría, KLAN202200644, en la pág. 35, (10 de noviembre de 2022), https://www.poderjudicial.pr/ta/2022/KLAN202200644-10112022.pdf. (Adames Soto, opinión de conformidad).

[2] Se trata, pues, de un matrimonio entre dos mujeres: una institución cuya validez es reconocida en el Derecho de Puerto Rico.

[3] Cintrón Román, en la pág. 2.

[4] Id., en las págs. 2-3.

[5] Id., en la pág. 22.

[6] Dos de ellos suscribieron un voto de conformidad —los jueces Marrero Guerrero y Adames Soto— en relación con la sentencia redactada por el juez ponente —Rodríguez Casillas—; y hubo una opinión disidente —a cargo de la jueza Mateu Meléndez.

[7] Cód. Civ. PR art. 83, 31 LPRA § 5542 (2020)

[8] Cintrón Román, en la pág. 13.

[9] Id., en la pág. 21-22.

[10] Id., en la pág. 22.

[11]  Id., en la pág. 21.

[12]  Id.

[13] Id., en la pág. 2.

[14]  Id., en las págs. 46-47 (Mateu Meléndez, opinión disiente).

[15] Id., en la pág. 5.