Ochenta y siete años de juventud
Ochenta y siete años de juventud
Antonio García Padilla
A los 87 años, Juan R. Torruella murió joven. A veces parecía que su edad le pesaba en el cuerpo; en el ánimo nunca. El juez Torruella murió ayer viviendo una vida llena de proyectos.
Atendía su calendario con el beneficio de las muchas experiencias singulares que acumuló a través de los años: Disfrutaba del estudio y lo mantenía como cercano compañero de viaje. En medio de su carrera de juez, decidió tomarse un año de cursos en una de las grandes universidades inglesas. Fue historiador, profesor de derecho, autor de libros, músico de bohemia, atleta, cazador, observador de aves, amante de los deportes.
El velerismo lo cultivó en serio. Al timón de su bote, junto a Judy, su esposa, y a un grupo de grumetes del barrio, no se conformó con cruzar el Atlántico, sino que luego enfocó hacia el sur y atravesó el temido Estrecho de Magallanes. Si es verdad que somos tan jóvenes como valientes y tan viejos como cobardes, ¡qué mejor fe de la juventud de Torruella!
Como juez mantenía carga de trabajo completa, aunque hace muchos años que pudo jubilarse y convertirse en “senior”, con el correspondiente aligeramiento de su labor. ¡Ni hablar de eso! –decía cuando se le preguntaba de la posibilidad del retiro. La agenda judicial lo llevaba a enfrentar muchos de los temas mas álgidos de la vida colectiva del país, entre ellos, recientemente, la propia validez constitucional de la Junta de Control Fiscal. Pienso que para Torruella esa forma de vincularse con los asuntos medulares de Puerto Rico, más que un peso, constituía el principal estímulo para echar adelante en la corte.
Torruella combinaba la carga de trabajo que debía atender como juez con la promoción de una nutrida agenda cívica. Desdobló esa agenda de muchas formas. Fue promotor de la participación de Puerto Rico en la Gran Regata Colón, organizada en ocasión de la celebración de los 500 años de la colonización de América, y uno de dos representantes de Puerto Rico en el grupo organizador. Se sentía orgulloso del éxito de la actividad, no ya como despliegue vistoso de los grandes veleros del mundo, sino como jornada que convocó a tantos puertorriqueños al buen compartir.
Juan R. Torruella era un amante del patrimonio natural y del patrimonio construido de los puertorriqueños. En la corte, dio una batalla por la restauración del edificio del correo de San Juan. La reconstrucción de ese importante inmueble es producto del esfuerzo de Torruella. Al momento de su muerte, echaba adelante otro trabajo de recuperación patrimonial: la restauración de un noble edificio que se encontraba en ruinas en el sector de Puerta Tierra para convertirlo en la sede de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, en lugar de encuentro para juristas y para la comunidad. Su última comparecencia pública fue precisamente en adelantamiento de ese objetivo.
Porque Torruella disfrutaba del encuentro de percepciones, del diálogo entre los que piensan diferente. Ya fuera en el “Palm Beach”, la desaparecida fonda de San Juan, ya en la Academia, ya en encuentros casuales en los que se encontrara por la razón que fuera. El gusto por la conversación abierta a esas diferencias que abrigamos es uno de los buenos recuerdos que mantendremos de Billo Torruella. Es uno de los rasgos que describía su juventud.
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