Notas sobre la analogía en Derecho penal. O cómo destruir el principio de legalidad
Notas sobre la analogía en Derecho penal. O cómo destruir el principio de legalidad
Joan J. Queralt*
Desde el inicio de su magisterio, mi maestro Santiago Mir Puig, vinculó la teoría del delito al estado social y democrático de Derecho. Como es de sobra conocido, toda cita al respeto huelga. Tomando, pues uno de los lineamientos fundamentales del Estado social y democrático de Derecho, incidió en el principio penal más antiguo del Derecho penal continental europeo contemporáneo. Se trata, claro es, del principio de legalidad, que, como puso de manifiesto Mir es fundamento y límite del Derecho penal.
Como el tema da alcance para varias monografías, me limitaré a desarchivar unas notas en lo relativo al mandato de determinación como garantía esencialmente material incorporada al principio de legalidad, que, como sabemos, es más que un principio. En concreto, constituye el derecho público fundamental a ser sancionado de acuerdo con unas determinadas reglas que se centran en el brocardo acuñado por Feuerbach, nullum crimen, nulla poena sine lege. Aquí pues, pasaremos una somera revista la lex certa.
Así, identificado el crimen feuerbachiano como el tipo penal, procede reseñar ahora algunos aspectos de su análisis estructural. En la medida en que se determine el significado del tipo obtendremos el ámbito de lo punible. El modo de determinar el significado de los tipos es la interpretación y es, en función de esta que los elementos o términos de los tipos se califican, esencialmente, en descriptivos y normativos. Sin embargo, no parece sustentable tal distinción, pues todos los elementos que integran el tipo tienen un horizonte normativo, ya sea jurídico o social; ello ocurre ya con términos tan aparentemente simples como “cosa” u “otro” cuando se refiere a un ser humano. Muchas son las acepciones de cosa y el concepto de ser humano. Al menos históricamente, no ha sido siempre el mismo. Las complicaciones pueden ser grandes cuando nos remitimos a términos claramente valorativos como “grave” o incluso cuando nos remitimos a elementos normativos jurídicos como, por ejemplo, medicamento; contemplar en la Ley sectorial correspondiente lo que legalmente se entiende por tal y que no son medicamentos los productos higiénicos o cosméticos, pese a estar regulados en la ley de medicamento (art. 8. 13 L 29/2006), lo que no deja de ser algo, cuando menos chocante.
Incluso, los elementos descriptivos por antonomasia, los numéricos, presentan no pocos problemas; así: los relativos a la edad de autor o a la de la víctima fijada numéricamente o los límites dinerarios en determinados delitos. Aun dejando de lado aspectos de política o técnica legislativa, lo cierto es que cabe afirmar que los guarismos no son tan seguros como parece, al menos en todos los casos. Así, por ejemplo, el error sobre la edad de la víctima.
Por ello, procede un replanteamiento. En efecto, ha de recordarse, con un significativo sector doctrinal que los términos descriptivos deben limitarse, en el fondo, normativamente, con lo que se reduce el grado de certeza. Así, por ejemplo, y tomando como punto de partida el manido ejemplo que ofrece el banco de pruebas del delito de homicidio del art. 138 CP, pese a su simplicidad gramatical, no resulta un tipo fácil en cuanto a su determinación. En primer lugar, la víctima, el “otro”, si como parece hoy es cualquier persona, sea cual sea el color de su piel, su credo o ideología, no está claro, en cambio, cuándo se empieza a ser persona. No se trata de una cuestión filosófica o ética; se trata, muy al contrario, de poder diferenciar en la práctica el delito de homicidio (o de asesinato, o de parricidio, o de infanticidio) con el de aborto; no estamos, pues, ante una extravagante disputa doctrinal, sino ante un problema real.
Otra cuestión no menos espinosa resulta lo concerniente a lo que haya que entenderse por “matar”. Si matar es quitar la vida, lo cierto es que hoy día, sin cambio literal del precepto del homicidio, caben muchas más conductas que cuando se redactó de modo codificado allá por 1822; caben, por ejemplo, la comisión por omisión, rechazada en un principio, y el homicidio en autoría mediata. Y cabe, en el primer lugar, porque la doctrina y la jurisprudencia han construido secularmente, sin base legal explícita hasta tiempos recientes (1995), una estructura de la omisión impropia que parte del concepto de la equivalencia entre el actuar positivo y el omisivo que, en definitiva, solo pueden establecerse a la vista del tipo en concreto, según lo exija legalmente.
Lo que sucede es que la equivalencia entre acción y omisión no es entre acción y omisión, sino entre hacer algo y dejar de hacer, por hacer otra cosa, lo que la ley impone, porque en la omisión también se hace algo, algo diverso a lo que impone la norma. Así es: lo que se añade en la comisión por omisión, omitir la acción debida teniendo un deber especial de acción salvadora. Es la concepción normativa de comportamiento social lo que hace que, cuando la ley prevé un tipo que solo puede ser cumplido por un actuar positivo, el curso que lleva al resultado que la ley prohíbe, la muerte dolosa, por ejemplo, se lleva a cabo realizando una conducta no salvadora. Socialmente, matar a alguien o encerrarlo en un armario sin darle de comer equivale a homicidio. Este horizonte normativo es fruto de una determinada forma de interpretar, de acuerdo con el modo en que ha ido evolucionado el llamado concepto de acción jurídico penal. Ha perdido su componente mecánico-naturalista y es claramente social-normativo. Con ese paso, se abandona la certeza epistemológica del primer liberalismo, pero queda alejado de un concepto real, socialmente apreciable, de comportamiento.
Sea como fuere, los conceptos descriptivos requieren de delimitaciones doctrinales, que por definición son normativas y no siempre estas delimitaciones normativas son claras ni pacíficas, de modo que permitan al juez basarse en un parámetro fiable y que responda al mandato de certeza. Surge, pues, de nuevo la cuestión de enfrentar el Estado de los jueces al Estado de Derecho, tema capital, pero en el que no podemos entrar aquí.
Dicho lo anterior, llegamos a una obviedad, pero que no debe ser pasada por alto. El camino para determinar el contenido de un tipo penal, en la descripción de lo que la ley quiere castigar bajo una conminación penal, es lo que llamamos interpretación.
Llegar a tales o cuales conclusiones sobre el contenido y significado de un tipo penal es fruto de la interpretación, ciencia respecto de la que no hay normas ni fijas ni obligatorias salvo lo que más abajo se diga respecto de la interpretación conforme a la Constitución; solo existen criterios, cánones o pautas, que en función de su razonabilidad resultan aceptados y aceptables en mayor o menor medida.
Así, es difícil saber cuándo se habla de interpretación gramatical, cuál es el sentido del término a interpretar; en no poca medida estamos ante una petición de principio. Piénsese, por ejemplo, de nuevo en el pronombre “otro” del homicidio del art. 138 CP; esta palabra abarca además del sujeto pasivo masculino singular, al masculino y femenino plurales, así como al femenino singular.
Por su parte, la interpretación histórica, aunque tiene modernos defensores, es poco significativa, dado que tiende al subjetivismo, su origen es claramente civilista y fue ideada para un contexto determinado. La interpretación sistemática, también llamada lógico-sistemática, permite un amplio desarrollo de las potencialidades que la ley encierra, con independencia de la voluntad de legislador o el interés que, en su día, moviera al Poder legislativo a adoptar la disposición que adoptó. Sin embargo, el argumento sistemático ha de ser sometido, en no pocas ocasiones, tanto a consideraciones político-criminales, como a, para lo que aquí es más importante, restricciones desde el punto de vista teleológico, es decir, desde el punto de vista del fin de protección de la norma.
La nota característica del rendimiento de la interpretación sistemática, pues, es alumbrar las posibilidades que la norma encierra desde un punto de vista interno y formal. Una suerte de este desbordamiento de la argumentación sistemática podría producirse, si, de la mano de la interpretación que, del vínculo familiar, a la luz de la filosofía ampliacionista del legislador, se llega a un parentesco basado en las relaciones significación análoga a la del matrimonio (un dédalo hermenéutico en sí mismo este concepto) y se equipara penalmente al parentesco por relaciones familiares o de matrimonio formales. Podría llegarse al punto de contrariar frontalmente el principio de legalidad, basándose tal ampliación exclusivamente en analogía in malam partem.
Con todo, la interpretación sistemática, pese a la crítica efectuada, puede desplegar unos efectos sumamente relevantes si, además de interpretar el tipo sistemáticamente, lo que se somete a tal interpretación es la disposición penal en su conjunto, es decir, el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica, elementos que, por lo general, aparecen en el mismo precepto. En efecto, la pena legalmente prevista representa un elemento interpretativo de primer orden, puesto que patentiza el índice de gravedad que se atribuye a determinado comportamiento.
Tomemos como ejemplos en los que el panorama provoca perplejidad y, en consecuencia, se proponen soluciones diversas cuando no contrapuestas o bien se formulan fuertes críticas al legislador por su imprecisión en la descripción típica. Así, entre otros, el elemento típico de la inducción en la inducción o auxilio al suicidio (art. 143 CP) ha de ser el propio de la inducción como forma de participación en el hecho de otro, es decir, de causación psicológica en el sujeto activo la ideación de delinquir, ideación que se lleva a la práctica, es decir, el delito que ejecuta. Si se amplía el radio de acción de la inducción hasta un concepto común o genérico o directamente vulgar, la reducción del ámbito de lo punible que pretende el legislador quedaría en poco, pues muchas conductas de hacer proclive un sujeto a cometer un delito o, incluso a delinquir en general podrían incluirse en tan poco preciso de inducción. Dislate que ahora se agravaría la regulación de la eutanasia tal como lo ha hecho la reciente LO 3/2021.
Otro ejemplo nos lo brinda la regulación del supuesto del art. 370, 3º (tráfico de drogas de extrema gravedad). A la vista de las penas que pueden llegar a imponerse (más de 20 años de prisión), esta agravación tiene lugar por la importancia del alijo, no por el peligro concreto que haya producido para la vida de las personas. Si tal se verifica en un resultado lesivo, se provocará no pocas exasperaciones de las penas. Sin embargo, esta interpretación sistemática solo cabe realizarse en el seno del precepto y no desbordarla con las cuestiones concursales, puesto que, en esta materia, y ante la gravedad de las penas en juego, el operador no puede corregir los dislates valorativos del legislador; si, como ya se ha expuesto, el legislador no opera sistemáticamente, la tarea del intérprete se complica mucho, pero ha de poder llevar la sistemática hasta allá donde sea posible. Este límite está, en el presente supuesto, a mi juicio, en la propia determinación de lo que sea enorme gravedad, con independencia de otras posibles exasperaciones que provengan de la aplicación del concurso, exasperación que el legislador, quizás, ya haya tenido en cuenta.
Recientemente, la jurisprudencia ha encarado la innovación regulativa del asesinato en los arts. 139 y 140 CP (SSTS 16-1-2019, 5-5-2020) intentando moderar la acumulación de agravaciones, la denominada hipertrofia agravatoria, que, a la postre, de seguir a pies juntillas, es decir, literalmente, la letra de la ley (y pretensión del legislador punitivista), llevaría en todo caso a imponer la pena de prisión permanente revisable.
Entramos en el terreno de la interpretación teleológica que constituye el último criterio usual de interpretación de las normas. A la hora de determinar alcance y sentido de un precepto penal, es decir, a la hora de acotar qué es típicamente antijurídico, la idea de fin, representada por la protección del bien jurídico, se alza como el criterio interpretativo central y más valioso. De este modo, el bien jurídico-penal pasa de ser un criterio meramente clasificatorio, como algunos pretenden, a convertirse en el eje del Derecho penal.
Así, pues, aceptando la ya clásica tesis de Hassemer sobre la significación intrasistemática y sistemático-crítica del concepto de bien jurídico, cabe dar un paso más: la interpretación teleológica, de mero alcance formal, no puede ser en absoluto fructífera. En efecto, a la hora de proceder a la interpretación de supuesto de hecho penal ha de tenerse presente en todo momento el concreto alcance material, es decir, el conjunto de criterios que justifican su punición. Sin confundir analíticamente los dos aspectos de la interpretación teleológica, lo cierto es que, para que la tarea previa a la aplicación de una norma resulte fructífera han de tenerse presente ambos aspectos; de lo contrario, la interpretación se efectuaría desgajada de todo contexto y, al tener lugar en el vacío, resultaría inaplicable por irrazonable, aunque estuviera lógicamente estructurada.
Este criterio hermenéutico se sitúa tradicionalmente al final de la escala de reglas cuando debería ser el primero de todos, puesto que, si no sabemos qué se está protegiendo, difícilmente podrá dotarse de sentido un determinado tipo. Sin embargo, la inversión propuesta no resulta tan fácil de practicar como parece; así es, no basta con una mera inversión de los métodos tradicionales para dar con la Roseta de Champolion del Derecho penal.
Aunque los bienes jurídicos protegidos son, lógicamente, extrapenales, pertenecen a la vida, solo mediante el significado de los preceptos penales se puede determinar si y en qué medida un determinado bien está jurídico-penalmente protegido. Ello nos lleva, aparentemente al menos, a un círculo vicioso: el bien jurídico que se erige como criterio de interpretación lo establece el objeto del tipo a interpretar. ¿Cómo salir de la paradoja descrita?
Veamos: al interpretar un precepto se debe tener en cuenta, en primer término, qué bien jurídico protege. Para ello, a poco que el legislador sea medianamente serio y consecuente, dará indicaciones precisas. En el código vigente, mediante su división en libros, títulos, capítulos y secciones encabezados cada uno de ellos por rúbricas propias, se facilita en un primer momento la labor clasificatoria que ofrece pautas orientativas al operador. El que, no obstante, tal o cual denominación o inclusión en uno u otro apartado legal sea discutible, censurable o anacrónica, no empece al valor indiciario de la clasificación legal.
En esta fase la interpretación gramatical y sistemática serán de la mayor utilidad. Una vez fijado el bien jurídico y teniendo presente que el bien jurídico responde a una relación vital externa al Derecho y que el Derecho penal es fragmentario y la última ratio del sistema jurídico en orden a la protección de aquellas relaciones, podrá interpretarse teleológicamente un precepto concreto o conjunto de preceptos. A esta interpretación no podrá ser ajena la tradición interpretativa del mismo, tanto jurisprudencial como doctrinal, ya sea para confirmarla, matizarla o apartarse de la misma.
En consecuencia, pese a las carencias del lenguaje y lo inseguro que pueda resultar la obtención de un significado final, sí, en cambio, es posible en una primera fase de interpretación la acotación de un precepto (por relación semántica y sistemática a su contexto) de qué es lo que el legislador ha pretendido proteger, es decir, cuál es el bien jurídico protegido. Este elemento pasa, de este modo, a erigirse en la guía de la segunda fase de la interpretación que es la de hallar los límites de la materia penal. Así las cosas, solo una vez obtenido el bien jurídico, podrá operarse teleológicamente.
Con la metodología propuesta, el criterio gramatical, de la mano del lógico sistemático, adquiere una preeminencia inicial, pues permite determinar el bien jurídico protegido por el legislador. En esta primera investigación no serán ajenas, desde luego, consideraciones político-criminales, pero en medida pareja a como no son ajenas a la hora de delimitar el alcance de un bien jurídico concreto a la luz de los principios de fragmentariedad y subsidiariedad del Derecho penal. Valga como ejemplo el ya propuesto en otro lugar de la impunidad del hurto de uso fuera del supuesto de utilización ilegítima de vehículo a motor.
Obtenido así el bien jurídico protegido, es decir, grosso modo, el criterio teleológico permite delimitar el alcance de los diversos tipos penales. Sin embargo, no solo el concepto de cada bien jurídico en concreto debe ser tenido en cuenta teleológicamente, sino, muy principalmente también, la propia idea de bien jurídico. No es este lugar ciertamente de reproducir la polémica sobre lo que haya que entenderse por bien jurídico-penal como categoría esencial de la teoría del delito. Suscrita ya desde hace tiempo la idea del bien jurídico-penal como posibilidad de relación y de participación en la vida social, e intentando, en consecuencia, superar una idea meramente material u otra idealista, se entiende, con Mir, que el bien jurídico penalmente protegido es el conjunto de sentido que forman el objeto material o ideal sobre el que crear la acción y la posibilidad de participación en la vida social que al objeto material o ideal posibilita.
Esta concepción de bien jurídico puede, en no pocas ocasiones, ser muy útil a la hora de desentrañar el ámbito de lo punible. Así es, en no pocas ocasiones, por no cumplirse la propia definición de bien jurídico ni tan solo habrá nacido el delito. De esta suerte, la interpretación teleológica debe partir a su vez del concepto de bien jurídico penal general para poder determinar si en cada caso concreto, es decir, ante cada presunto delito, ha existido en realidad la lesión o puesta en peligro. Si tal no se ha producido, no puede hablarse ni tan siquiera de lesión del bien presuntamente afectado.
Y no solo esto: una vez obtenido el bien jurídico protegido en la primera fase interpretativa, la interpretación en su segunda fase, pese a orientarse en el sentido de dicho bien, no podrá sobrepasar el sentido literal posible del término o términos que integren el tipo. De este modo la interacción entre ambos criterios interpretativos, el gramatical y el teleológico, al limitarse mutuamente garantizan la fragmentariedad del Derecho penal y la efectividad de lo que sí tenga que ser material penal. El criterio gramatical, por sí solo, puede no llevar a ninguna parte, por absurdo, o a tantas que se hace inabarcable y, por lo tanto, igualmente inútil. El criterio teleológico llevado hasta sus últimas consecuencias, la protección de los bienes jurídicos desbordaría, al igual que el lógico sistemático, la letra de la Ley, colmaría las lagunas y criminalizaría todo el sistema jurídico.
Por último, nos queda la relativamente reciente surgida interpretación según constitución (verfassungskonforme Auslegung). Lo dicho hasta ahora es el resultado de la reflexión que suscitan en la actualidad los criterios más o menos tradicionales. Sin embargo, dichos criterios están esbozados y han sido conservados intactos en lo esencial, desde los albores de las primeras formas del Estado liberal, si por liberal se entiende un Estado basado en la separación de poderes y en los parlamentos elegidos por sufragio más o menos universal, pero en ningún caso de carácter estamental. Sin embargo, el modelo de Estado vigente hoy día en el mundo occidental ya no es —o no quiere ser— el Estado liberal de Derecho, es decir, aquel en el que la Ley, como emanación de la soberanía popular encarnada por el Parlamento, es la máxima norma. Por contra, nos hallamos en una fase ulterior del desarrollo político, a saber, la del Estado constitucional de Derecho. La norma máxima ya no es la Ley, sino la Constitución emanada del Poder Constituyente y cuya interpretación, es decir, entenderla como patrón de los demás actos normativos y no normativos de los poderes públicos corresponde a un Tribunal Constitucional e impregna todo el ordenamiento jurídico dado su carácter de norma superior y soberana.
De ello, es decir, de esta nueva formulación jurídico-política del Estado, se sigue ineludiblemente un nuevo criterio de interpretación que opera como límite negativo y que, en consecuencia, no es un criterio al modo de lo anteriormente reseñado, sino un imperativo hermenéutico. Se trata de la interpretación según a la Constitución, incluso conocida y utilizada en su dicción alemana original: verfassungskonforme Auslegung, tal como acuñó Hesse. Ello, además de presuponer la fuerza normativa de la Magna Carta conlleva el que la interpretación de una norma, en nuestro caso penal, será inadmisible, por más que sea conforme a todos los criterios enunciados y a otros por nacer, si el resultado de la operación fuera contrario a la Constitución.
Por tanto, estamos en presencia de un mandato. Como, por otro lado, la jurisprudencia constitucional ha señalado reiteradamente, si, como es usual, la constitución normativa permite varias interpretaciones posibles de una habilitación constitucional o de una Ley, cualquiera que sea conforme con la constitución será válida, con independencia de las preferencias del operador.
Para obtener el criterio constitucional sobre un punto concreto y ofrecerlo como parámetro de una Ley o de una resolución judicial, la Constitución, como norma jurídica que es, se interpreta como es usual en las normas jurídicas. En nuestro caso, a la vista de que nos ocupamos del principio de legalidad penal, la interpretación teleológica entrecruzada con la gramatical serán las preferentes. Pero, además, dada la fuerza vinculante y conformadora de las sentencias del Tribunal Constitucional —y de los tribunales europeos en el caso de la Unión Europea— habrán estas de ser tenidas en cuenta forzosamente para poder establecer el contenido, alcance y límites de los mandatos constitucionales. De ahí que, a la vista de la jurisprudencia ya emitida por el Tribunal Constitucional la parquedad de la fórmula del art. 25.1 de la Constitución española puede ser dotada de más por amplias miras y, en concreto, ahora, derivar de dicho precepto el mandato de determinación que incumbe cumplir a la ley penal.
De esta suerte, si promulgada una ley postconstitucional e interpretada por el juez penal, este llega a la conclusión de que en todas sus razonables interpretaciones es contraria a la norma suprema, debe plantear la cuestión de inconstitucionalidad correspondiente y, consecuentemente, abstenerse de fallar, quedando en suspenso el término para dictar sentencia hasta que el Tribunal Constitucional se pronuncie al respecto. Si, empero, alguna de las interpretaciones fuera constitucional, aunque se aparte de las soluciones usuales, el juez debe aplicarla y fallar en consonancia con tal interpretación.
Con estas directivas hermenéuticas, los Tribunales ordinarios no han visto muchas de sus resoluciones impugnadas por aplicar principios inconstitucionales (SSTC 105/1988, 24/2004). Y lo que es más significativo: en materia de lex certa, este no ha elaborado aún una doctrina lo suficientemente amplia como para que pueda recibir con propiedad el nombre de doctrina, sino que sus resueltos están plagados de lugares comunes. Ello tiene como consecuencia, que, en esta materia al menos, la interpretación de acuerdo con la constitución dependa, en enorme medida, del criterio del propio juzgador ordinario, como, de otra parte, es lo lógico. De este modo se obtiene una inferencia que no por obvia ha de dejar de explicitarse: quien determina en la práctica la interpretación conforme a la Constitución no es el Tribunal Constitucional, sino los tribunales ordinarios a quienes aquel, en su caso, debe controlar.
No puede hablarse de interpretación de la norma penal y dejar de lado la analogía. Toca, pues, reseñar algunas de las cuestiones concernientes a la lex stricta. Esta se manifiesta negativamente mediante la interdicción de la analogía; no de toda analogía, sino de la analogía in malam partem, es decir, la que crea delitos o los agrava sin base legal. Estamos, por tanto, ante una creación extralegal del Derecho.
A mi modo de ver, aun admitiendo que el razonamiento jurídico es un razonamiento analógico, ello no quita para que la analogía, al crear supuestos legalmente inexistentes, aunque similares, vulnera, además el principio de igualdad, pues trata igualmente supuestos desiguales: tanto al previsto por la ley como al no previsto le asigna la misma consecuencia jurídica. Ello es así, puesto que si los supuestos fueran iguales no haría falta recurrir a la analogía para salvar la laguna.
Lo peculiar del Derecho penal estriba en que, al protegerse la virtualidad de determinados bienes jurídicos, el destinatario de las consecuencias jurídicas que alberga no es la sociedad directamente, sino los infractores. Siendo ello así, no puede decirse que se hace justicia formal o cualquier otro tipo de justicia si alguien es castigado, es decir, es perjudicado por semejanza de su quehacer al de otros sí específicamente previstos.
Sea como fuere, la analogía creadora de supuestos de hecho tiene una base aparentemente lógica en la pretensión de la existencia de lagunas punitivas, lagunas que se suelen determinar con una hermenéutica teleológica. Así, un canon de interpretación pasa ser fuente de Derecho.
En efecto, dado que el empleo analógico de una norma parte de la existencia de una laguna, la concepción teleológica puede convertirse en superadora de dichas lagunas. Este modo de interpretación, que es una creación espuria de Derecho, debe ser rechazado por desconocer el mandato constitucional del principio de legalidad. Situar la razón teleológica sobre la razón jurídico-política, comporta dejar sin efecto el mandato de lex stricta en beneficio de una pretendida coherencia interna del sistema que se extiende hasta allá donde puede ser desarrollado a voluntad por los operadores jurídicos diversos al legislador.
Dejando de lado que, formulado así el planteamiento teleológico, se llega a la ruptura del equilibrio entre los tres poderes tradicionales del Estado moderno, extravasando el judicial sus facultades hasta allí donde llegue una formulación, aunque pudiera ser medianamente razonable, pero carente de base legal propia, no pueden pasarse por alto dos obstáculos más a añadir a las objeciones ya formuladas. La primera estriba en que la distinción, en el momento aplicativo, de la analogia legis y la analogia iuris, es problemática en grado sumo. Si bien la distinción es conceptualmente posible, no es menos cierto que si la analogia legis es posible es porque se basa en la analogia iuris.
En efecto, dado que no ha de olvidarse el punto axiológico de todo el pensamiento analógico, afirmar la corrección y conveniencia de la aplicación de una norma a un supuesto no previsto en ella, pero semejante a los por ella previstos (analogia legis), no puede ser deducido más que de los principios generales del Derecho (analogia iuris), cuando entre estos se incluye el de que el tratamiento jurídico de casos parejos ha de ser el mismo. De no reconocerse este principio que, por lo demás, se aparece como de estricta justicia, manifestación de la máxima odiosa sunt restringenda por razones claramente políticas y éticas, resulta difícil hallar una justificación que permita la analogia legis.
Pero, en tal caso, primero, la justicia, aunque razonada, resultaría arbitraria; en segundo término, la exigencia de precisión al legislador se antojaría igualmente innecesaria; y, en tercer lugar, el abandono de la norma escrita y su sustitución por otros procedimientos normativos más incompatibles con la seguridad jurídica se enseñorearían del panorama penal. En un ordenamiento que tiende a la formalización, ni siquiera la limitación del recurso a tales modos de razonamiento sería posible convirtiendo al principio de legalidad en otro principio general del Derecho no positivizado. En suma, resultaría imposible saber cuándo se aplica un tipo penal a un hecho similar, pero no previsto en él, por la necesidad que destila la propia finalidad del precepto o la más genérica de tratar lo semejante con semejanza.
La segunda de las objeciones a las que se hacía referencia más arriba está basada en otro orden de cuestiones, más bien de índole lógico, aunque de indudable alcance no exclusivamente formal, a saber: la existencia de las lagunas legales. Quienes predican la existencia de una laguna y echan mano del recurso teleológico-analógico no demuestran su punto de partida: la existencia de una laguna. Ni tampoco demuestran por qué tenga que colmarse, de existir, tal laguna.
En primer lugar, no existe consenso sobre qué haya que entender por laguna legal. Pese a intentos de sintetizar y formalizar varios órdenes de supuestos, no todos ellos incardinables de la mano de la lógica jurídica, el sustrato previo a esta clasificación es distinguir los supuestos de autocontención del legislador de las auténticas lagunas. Pero esta distinción no puede efectuarse con carácter general para todo el ordenamiento, sino para cada uno de los sectores, a la vista de que cada sector, aunque con principios reconducibles a un grado aceptable de unidad, responde a las características del ámbito vital en el que se pretende operar. Ello significa que los criterios que resulten válidos y efectivos para establecer una laguna y, consecuentemente, colmarla, en el Derecho negocial no tengan que ser necesariamente los mismos que los que hayan de utilizarse en el Derecho penal. Y no tienen que ser los mismos, puesto que no es lo mismo el ámbito de autonomía contractual de la voluntad que la protección de bienes jurídicos ante ataques que los ponen en peligro o, directamente, los dañan, siendo la respuesta estatal la presión sobre otros bienes o derechos fundamentales del quebrantador. O, para hacer más contundente el argumento: no puede utilizarse el mismo mecanismo para ampliar la libertad que para reducirla.
De todos modos, ha de efectuarse una observación de fondo: en ordenamientos jurídicos altamente formalizados y con una gran tradición, como son los occidentales, es sumamente difícil hallar una laguna, es decir, un espacio que no haya sido el regulado, debiendo serlo. Con la excepción de la influencia de innovaciones tecnológicas, se hace muy cuesta arriba pensar en la existencia de tales lagunas en aquellos sectores normativos que son restrictivos de la libertad, como es el Derecho penal.
A lo dicho ha de añadirse, en directa conexión, el carácter fragmentario del ordenamiento criminal. Esta nota resulta de capital importancia para corroborar lo antedicho. Si el Derecho penal no protege ni todos los bienes jurídicos ni en toda su extensión, sino solo algunos y en determinada extensión, lo cierto es que quedan fuera de su radio de acción innúmeros bienes y, lo que es más relevante, innúmeros comportamientos, incluso, ilícitos, que atentan contra bienes o no protegidos o solo protegidos a partir de cierto momento.
A mi modo de ver, la cuestión de la necesaria colaboración de la analogía en Derecho penal para que este sea realizable, pues de lo contrario resultaría imposible, está levantada, a mi modo de ver, sobre un malentendido. En efecto, la analogía es fundamental en un sistema que concibe la aplicación del Derecho como la comparación entre los hechos actuales con los que la Ley tuvo en su día presentes; hallar esa relación de equivalencia o semejanza es lo que permite la inclusión de su radio de acción del hecho actual. Esto es, en principio, cierto. Y lo es porque, en primer lugar, la Ley, como es obvio, no contiene más que un presupuesto fáctico abstracto y general. Necesariamente, ha de efectuarse una correspondencia entre la dicción legal y el sustrato vital a enjuiciar; y esta correspondencia solo puede ser analógica, nunca lógica, dado que los objetos a comparar son, el legal, normativo o simbólico, y el hecho vital, una apreciación valorativa de la realidad. Pero esta primera operación analógica, consustancial al pensamiento humano en su faceta valorativa, es un sobreentendido, dado que está siempre presente. Sin la referencia valorativa, o, si se quiere, normativa, la actividad intelectual humana no funcionaría, pues la relación se presenta como la base del conocimiento.
En consecuencia, afirmar la indisolubilidad del pensamiento analógico con el pensamiento jurídico no supone añadir nada nuevo, ni, por lo tanto, avanzar en el terreno que nos interesa.
La razón de poner límites a una desmesurada ampliación de los tipos resulta una imposición del principio de legalidad. Este límite se instrumentaliza mediante la interdicción de la analogía in malam partem. Y, en este contexto, la analogía peyorativa sería una analogía posterior a la ordinaria inherente a todo pensamiento normativo. La existencia de la primera analogía no impide que se prohíba la segunda, puesto que de su mano se dilata el campo de acción de un tipo más allá de lo que resulta tras la primera operación de implementación del mismo. Pero, como se verá más abajo, la analogía no se prohíbe per se, se prohíbe por lo que tiene de vulneración de la garantía de certeza. Por lo tanto, lo que habrá que asegurar es que ese mandato de certeza y de delimitación (lex stricta) se verifique, ya sea prohibiendo la analogía como creadora del Derecho, ya cualquier otro instrumento de similares (análogos) efectos.
Puede concluirse afirmando que, pese a la indudable dificultad existente en determinar el concepto y, consecuentemente, el ámbito de lo que haya que entender por análogo en Derecho penal, no debe impedir seguir manteniendo la prohibición de la creación judicial de supuestos penales y de penas o medidas in malam partem. El mismo hecho de la discusión sobre la posibilidad y alcance de tal modo de operar judicialmente, lleva a la convicción de que tal vicio existe. Otra cosa será lo que haya que entender caso por caso, si una determinada aplicación de un precepto penal ha sido llevada a cabo de modo analógicamente peyorativo y, por ende, censurable. Las posibilidades de supuestos son, ciertamente, muy amplias para poder ser tratadas aquí pormenorizadamente. Recuérdese simplemente, la antigua discusión de si la electricidad puede ser el objeto material del hurto, es decir, si puede considerarse la cosa a que hace referencia el tipo. El consenso afirmativo en las doctrinas alemana y española es secular.
Obvio expresamente aquí, la cuestión de la interpretación extensiva. Como puso de relieve Welzel en su día, no hablar de analogía —prohibida—, sino de interpretación extensiva —teóricamente permitida— es una finta retórica. De lo dicho, en fin, ha de retenerse que se polemiza sobre la existencia de aplicación judicial de supuestos penales más allá de los límites del sentido literal del término y, por tanto, se critica la creación judicial de los tipos penales.
Para finalizar estas breves notas un recordatorio jurídico-constitucional. El mandato constitucional del principio de legalidad, rectamente el reconocimiento al derecho fundamental a la legalidad sancionadora, cuyo origen histórico, como sabemos, es procesal antes que material, tiene una base política incontestable: acabar con los abusos judiciales en la aplicación del derecho en el antiguo régimen. Es decir, el primer peldaño del edificio de la legalidad penal como derecho básico es poner coto no tanto al legislador, lo que vendrá en la práctica algo más tarde, como al juez. Este, desde su tribunal, aplicaba las normas a voluntad sin sujeción al control de la seguridad jurídica. Para ello, el recurso a la analogía, ya teorizado desde la Escolástica, era algo que la revolución liberal debía superar e incluso prohibir. Ya desde la Constitución de Maryland (1776) se articuló el principio de legalidad como límite al poder judicial, primero con el debido proceso, y después con leyes penales precisas. En este contexto, el poder sobre los derechos de los ciudadanos solo podía venir de las asambleas legislativas, no de los jueces, aunque estos fueran electos. Es esta razón, que la constitución pacto social recoge, el que los jueces, como otras instituciones han de someterse a aquellas. Es una consecuencia de una lógica aplastante: si el pueblo es el único soberano y esta soberanía se ejerce por vía de representación democrática en el parlamento, nadie puede ir en contra.
Esta limitación constitucional también ha pasado a la legislación ordinaria. Desde 1848 los códigos penales han venido plasmando un texto idéntico a los de los dos párrafos primeros del artículo del Código penal vigente. Así: “1. Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas. 2. En el caso de que un Juez o Tribunal, en el ejercicio de su jurisdicción, tenga conocimiento de alguna acción u omisión que, sin estar penada por la Ley, estime digna de represión, se abstendrá de todo procedimiento sobre ella y expondrá al Gobierno las razones que le asistan para creer que debiera ser objeto de sanción penal”. O lo que es lo mismo: más allá de la ley no hay delito.
En fin, poco más que añadir.
NOTAS AL CALCE
* Catedrático de Derecho penal de la Universitat de Barcelona.