Los Tiempos Bisagra: las Actas de la Cámara de Delegados, 1905-1906

REVISTA ACADÉMICA

VOLUMEN XII

San Juan de Puerto Rico
2014

Los Tiempos Bisagra: las Actas de la Cámara de Delegados, 1905-1906

Silvia Álvarez Curbelo

No sé exactamente la razón pero desde que se me pidió que escribiera la introducción al Libro de Actas de la Cámara de Delegados de Puerto Rico para el período 1905-1906, comenzaron a asaltarme metáforas vinculadas a puertas y ventanas. La metáfora de la celosía le dio perfil  al ensayo que inicia la publicación. Hecha para el rabo del ojo, para el punto de mira acotado del testigo, la celosía del ensayo, posibilita mi mirada de investigadora en la que no faltan las fantasías de voyeur a la Hitchcok en Rear Window.[1]

La menos sinuosa pero más aventurera bisagra, es la metáfora que organiza mis palabras de hoy. Mecanismo de intermediación entre lo cerrado y lo abierto, entre el adentro de los recintos y sedes y el afuera de la calle, la bisagra me instala en un espacio suspendido, en tiempos de indeterminación que suelen ser los que más me atraen en la historia.

Como el dibujo a tinta china Angelus Novus de Paul Klee,[2] que por referencia reiterada no deja de ser iluminadora, los tiempos bisagra miran hacia atrás mientras los hala la fuerza del viento de la historia hacia adelante. Así miro a esos años en los que transcurren las deliberaciones de la Cámara de delegados de 1905 y 1906, significados, qué duda cabe, por el cambio de soberanía que parece clausurar un tiempo pero también por atrayentes aspiraciones de futuro.

No siempre las generaciones posteriores son capaces de calibrar a cabalidad los énfasis y decisiones de otra a la que suceden. Es ya un lugar común, que miramos al pasado con ojos del presente.[3] ¿Qué pasa cuando un tiempo mira a otro con los ojos de su propia desesperación y pierde de vista la complejidad de lo que revisita? Por ahí empiezo mi relato y por ahí lo terminaré también.

Mirando atrás con ira

Sumidos en abismos de miseria económica, social y fisiológica, vacías las reservas de certezas, los años treinta del pasado siglo crearon poderosas narrativas sobre el puertorriqueño, su geografía física y humana y su historia.

No fue un inventario homogéneo: entre las llamaradas y los insularismos,[4] aparecían los estudios de la Puerto Rican Reconstruction Administration (la PRRA)[5], o las investigaciones sobre educación rural, salud tropical o economía doméstica rubricados por una generación de jóvenes educados en profesiones hasta entonces inéditas o poco ocupadas en nuestro país como la planificación, las ingenierías del riego y las utilidades públicas, la sociología rural, la higiene y la vivienda social. Algunos de esos textos exudaban perplejidad y pesimismo ante el futuro; otros, no temían al porvenir.

Al lado de los castillos de azúcar que diseñó el arquitecto Pedro de Castro para las ponceñas fortunas Serrallés y Cabassa y que marcaban desde lo alto (el Castillo Serrallés) y desde lo vasto (la Casa Cabassa) las desigualdades infranqueables del mundo del azúcar,[6] se alineaban otros diseños: de urbanizaciones y cines para la clase media y proyectos de vivienda colectiva como El Falansterio que abrían puertas y ventanas a mundos un poco más horizontales desde un estado bienestar de reciente factura en Estados Unidos trasladado a medias a Puerto Rico y donde parecían democratizarse las aspiraciones.[7]

El ademán pendular, en muchas dimensiones inconsciente, en otras deliberado, para darle contorno al país en medio del agotamiento creciente del modelo de plantación, se entabló en los treinta desde dos ejes principales que con, todos los riesgos argumentativos y retóricos, nomino como el ser y la vida.

Desde muchos ángulos, el gran drama del mundo en la década de los treinta se desarrolló  o debería decir, se representó, como radicalización de estas dos pulsiones. Fueron múltiples los debates, largos los ríos de tinta y de sangre, las energías políticas y las estéticas en su nombre que al fin y a la postre desembocaron en las guerras que le dieron al XX mundial uno de sus más infames nombres: el siglo de los extremos.[8]

Hay una atracción fatal en la búsqueda elusiva y tortuosa del ser. A la identidad, en aquellos tiempos en singular, el placer suele venirle del dolor. Su estado natural es la orfandad. Real o temida, asumida o rebasada, la orfandad, rige siempre el drama de la identidad. Este operativo de reconocimiento genera preguntas cuyas posibles respuestas son siempre irreconciliables. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?[9] Como preguntaba la revista Índice en 1929. En prestigio intelectual, el ser suele ganarle a la vida, más proclive al gesto de la comedia. La vida se escabulle, no se está quieta, encabulla y vuelve y tira.

De las tribulaciones del ser en la década del treinta no se salvaron ni siquiera las emergentes clases profesionales puertorriqueñas, que adelantaban los protocolos y proyectos de una modernidad que, aunque periférica y desigual, destilaba optimismo.

Si para Pedro Albizu Campos, los treinta fueron años de suprema definición,[10] para Jaime Benítez, Rafael Picó, Luis Muñoz Marín, Ernesto Ramos Antonini, Carlos Chardón, y tantos otros y otras, los treinta albergaron una insistente guerra interior entre dos seducciones que no habría de dirimirse en muchos hasta los últimos años de la década. Para otros, nunca.

No se habían visto antes pero cuando Enrique Laguerre publicó La llamarada en 1935, Rafael Picó, un joven geógrafo de apenas 23 años le escribió al también joven escritor aguadillano.[11] El libro -dice- le había dejado “una viva impresión”: A todos aquellos que estamos identificados con el ideal de la justicia social y de una patria mejor “La llamarada” ha venido a confirmar nuestras observaciones, y a sostener la fe! Pero otro motivo le había impulsado a escribirle a Laguerre. Quería saber si el lugar entre mogotes y sumideros donde se desarrollaba el relato de ficción La llamarada era el que él adivinaba: “…la región de regadío entre Isabela, Aguadilla y Moca …esa región la conozco íntimamente”. Allí “había observado la vida tal cual es”. En su respuesta, Laguerre le confirma que en efecto se trataba de ese mismo lugar y refiriéndose a la novela le señala: “todo en ella es real”.

Cuando leí las cartas en medio de la investigación para el libro que estamos armando el planificador Aníbal Sepúlveda y yo sobre Rafael Picó entre 1932 y 1937, me sobrecogí. Allí, en ese intercambio epistolar se imbricaban como en el cruce geográfico al que alude Picó, los lugares del ser y del vivir. Sus fronteras en el joven que trabajaba el modernizante sistema de riego de Isabela y en muchos otros de su generación no eran topográficas, eran profundamente íntimas. Esa cohabitación habría de alcanzar su mayor intensificación en otro año terrible, 1936,[12] pero para narrar esos otros avatares no estamos aquí.

En lo que quiero recalar hoy es en la valoración que aquella generación post invasión hizo del evento bisagra de la invasión norteamericana que adquiría para ellos prominencia identitaria. ¿Cómo codificar el evento? ¿Cómo revisitarlo treinta años después? ¿Cómo quedaban aquilatadas las figuras que compusieron la generación de la despedida y de la bienvenida? ¿Cómo se construyó la memoria sobre la generación anterior, esa que presenció el traspaso de soberanía, la humillación de la Ley Foraker, que creó el Partido Unión[13] que dominaría la Cámara de Delegados cuyas Actas hoy presentamos?

Para gran parte de la intelectualidad de los treinta, congregada en las sedes de la cultura en San Juan y otras ciudades, como las aulas universitarias, las sociedades de lectura, el Ateneo, la prensa, el año de la invasión representó un antes y un después. La metáfora del tajo, de la vena abierta, del abismo, colonizó mucha la mirada histórica y literaria sobre el país. Es lo que Mark Seltzer, el sociólogo de Berkeley, denomina la cultura de la herida con su lógica de victimización y sus elencos de víctimas y victimarios.[14]Lo inapelable y tajante de la metáfora, terminó inevitablemente por escamotear la particular complejidad y sinuosidad del tiempo bisagra del entresiglos.

Al representar a Puerto Rico desde la enfermedad, la herida, la pérdida, la generación pesimista del treinta vio en la subordinación colonial de la clase política puertorriqueña, en el estrangulamiento del café con toda su carga simbólica, en la voracidad de los capitales corporativos norteamericanos, el racismo y la lucha de clases, en la entrada zafia de las masas a la franquicia política, las marcas indelebles de los aciagos tiempos bajo los yanquis. Mientras, como contra-mito poderoso, los viejos tiempos emergían como una Arcadia criolla, una especie de edad de oro donde, como decía Cayetano Coll y Cuchí “el país fue dueño del país”.[15]

Aún en mentalidades poco dogmáticas como las de Luis Muñoz Marín, la generación de su padre habría sido la de los patriotas ejemplares, excelsa en su resistencia frente a la arrogancia imperial aunque limitada trágicamente en su entendimiento de lo que era el pueblo.[16] Desde la mirada liberal de los sectores modernizantes y profesionales pero sobre todo desde la mirada nacionalista que acentuó la gramática más dura de la identidad, el ’98 era puerta cerrada a la dignidad y puerta abierta a la ignominia.

Si algo la celosía de las Actas de la Cámara de Delegados de 1905 y 1906 me han permitido atisbar, es que los tiempos bisagra del ’98 son más bien difuminados como las aguas de un istmo o como las tierras de colindancia.  Como la hora del ocaso en la que Luis Muñoz Rivera entregó las varas de mando del gobierno autonómico al general Brooke el 18 de octubre de 1898.[17]

Cuando de opacidades o deslindes se trata, es bueno llamar a algún abogado, o mejor, dos y, si saben de historia, más que mejor. El historiador y abogado Rubén Nazario Velasco, ha planteado la centralidad del discurso legal en la comprensión de los procesos socio-históricos de trasvase que caracterizaron a Puerto Rico en el entresiglos 19-20.[18]

Lejos de suscribirse a la versión consagrada de la absorción pasiva por parte de los nativos de las estructuras, legislaciones y lenguajes imperiales, el autor esboza un escenario dinámico y polifónico de encuentros con lo americano y con el americano.

Para Nazario, en esos años, especialmente a partir de la instalación del primer gobierno civil y de la propia Cámara de Delegados en 1901, se habría dado una acelerada reforma del derecho de Puerto Rico mediante dos procesos complementarios: la recepción de normas y códigos estadounidenses y la significación de la americanización desde criterios que antecedían a la invasión de 1898. En las arenas movedizas del cambio de soberanía, el abogado criollo se posicionó como traductor, asegurando con ello su intermediación política y jurídica entre el régimen y los nuevos súbditos a la vez que veía cumplidas expectativas de modernización civil que nunca logró satisfacer bajo el antiguo régimen.[19]

Mi otro abogado, José Trías Monge, ya me había advertido en su Historia Constitucional de Puerto Rico[20] que la americanización que experimentó Puerto Rico en los primeros años de la nueva soberanía no podía considerarse como un ejercicio craso de dominación vertical por parte de Estados Unidos. Para Trías Monge, el nuevo orden colonial era un híbrido, producto de dos corrientes ideológicas que condicionaban a la sociedad norteamericana de aquella época: de un lado, el imperialismo; del otro, el progresivismo.[21]

Se ha analizado poco sobre cómo los paradigmas de regeneración social que distinguen el proceso hegemónico de Estados Unidos a partir del fin de la Guerra de Secesión hasta la década de los treinta con el Nuevo Trato se imbricaron con el proyecto de expansión militar y absorción capitalista para la nueva colonia.[22]

Mucha de la historiografía puertorriqueña contemporánea tiende a subsumir de manera muy rígida la aplicación de políticas sociales progresivistas a los dictados de la militarización, de la cañaveralización de Puerto Rico o a designios biopolíticos. Abundan las interpretaciones que explican dichas programas y políticas sólo en función de la necesidad de Estados Unidos de poblaciones subalternas medianamente alfabetizadas y saludables como mano de obra, etc.

Estipuladas las lógicas de rentabilidad colonial que son evidentes, propondría abrir más la celosía pues me parece que es la única manera de entender la rapidez y la profundidad de la afiliación de mucho del país a Estados Unidos y sus políticas públicas. Me parece imprescindible para calibrar con suficiencia y con justicia las Actas de la Cámara de Delegados para los años 1905 y 1906.

El progresismo reformista norteamericano, que adolecía de obvias limitaciones como la minusvaloración de la cultura hispánica y la sospecha que le merecían los pueblos tropicales, se vertió en instituciones y prácticas valiosas como la escuela pública, orfanatorios, escuelas de enfermería, ampliación de la franquicia electoral, clínicas de salud, etc. y en el trabajo, en muchas ocasiones ejemplar, de funcionarios, misioneros, maestros, que proveyeron un escenario inédito de servicio público. En el Partido Unión (que incluyó en el período que analizamos a socialistas, como Ramón Romero Rosa, que se integraron a la papeleta unionista) que constituyó la mayoría de la Cámara de Delegados, elección tras elección, la más ilustrada administración colonial encontró un buen aliado. A pesar de la involución política sufrida por Puerto Rico si comparamos la Ley Foraker con la Carta Autonómica de 1897, la generación puertorriqueña de la invasión reconoció coincidencias importantes entre el progresivismo norteamericano y su propio afán de modernidad.

Las Actas de 1905-1906 ofrecen un panorama de la vida que bulle cotidiana, sorteando viejas y nuevas barreras, para encontrar oportunidades dentro de las nuevas estructuras de dominación. En la relación de los debates, vislumbramos tras los argumentos y las disposiciones legislativas, a gente, familias, pueblos, que se adaptan, en mayor o menor grado, a presencias novedosas, como la iglesia protestante “el culto”, a la escuela pública donde los niños, con pelucas blancas, saludan el natalicio de George Washington quien nunca dijo una mentira; a la estación de higiene pública que trata a los enfermos de anemia. Hay padres que piden becas para que sus hijos estudien en Estados Unidos y grupos que protestan por los abusos de la Compañía del Tren. Porque no son sólo los códigos legales los que se transforman, son los paisajes urbanos y domésticos.  Son los horizontes de aspiración y de posibilidad.  Las Actas nos permiten ver de manera indirecta cómo transcurre la modernización de las costumbres y las estructuras de vida y trabajo. En la sesión del 25 de febrero de 1905 se informa de la solicitud de un vecino de Manatí para que se decrete una ley que obligue a todo dueño de bohío o casa a construir letrinas en un plazo de sesenta días.

El tiempo de los patriotas

En su Historia del Partido Unión, escrita al iniciar la década del treinta, Cayetano Coll y Cuchí enfatiza el patriotismo de la nueva colectividad nacida en 1904 y que dominará la política puertorriqueña hasta 1924. El partido en el cual militaron Rosendo Matienzo Cintrón, José de Diego y Luis Muñoz Rivera, había sido una “reserva moral” frente a un poder interventor e inicuo.[23]

Sin soslayar su plataforma de dignidad puertorriqueñista, Trías Monge aprecia en la Unión su pluralismo frente a una alternativa única  y absoluta que cancelara los espacios de maniobra. Mediante un análisis de sus bases constitutivas, particularmente de la base Quinta, y de otros textos iniciales, Trías Monge advierte una serie de consensos o entendidos políticos que vertebraron a la Unión y que fueron responsables de sus triunfos electorales consecutivos: el “self-government”, el consentimiento de los gobernados, el Senado electivo, nombramiento local de los altos funcionarios, entre otros. Todos ellos habían formado –con las modificaciones obvias en nomenclatura- parte del inventario autonomista, pragmático y posibilista, del siglo 19.[24] Estoy convencida de que la propuesta de cultura política que presenta el Partido Unión desde su fundación en 1904 fue también una propuesta de identidad, un instancia de cómo Puerto Rico se había constituido como país desde las últimas décadas del siglo 18.

La gobernabilidad de la colonia en los primeros años de la ocupación norteamericana se armó desde el poder militar pero también desde los marcos compartidos del laicismo, del gobierno republicano, y del valor de la educación.  Eran en el fondo las ideas que defendió el diputado Power en su representación ante las Cortes Españolas; Betances en sus Diez Mandamientos de los hombres libres de 1868; Baldorioty de Castro ante las Cortes de 1869 cuando pidió que se constituyera el país; Muñoz Rivera en su radiografía del país de 1891 Las causas y los remedios del mal y Rosendo Matienzo Cintrón, el presidente de la Cámara de Delegados en el período que nos ocupa, cuando le dio forma a la idea de la Unión.[25]

Brevemente, antes de cerrar ventanas y puertas, enlazo con los tiempos de hoy que se representan por muchos como de incertidumbres, de sendas perdidas y oportunidades mermadas. Veo con preocupación la emergencia de nuevos fundamentalismos políticos, de gestualidades moralistas y de la soberbia de las soluciones absolutas en mucha de la intelectualidad joven y vieja. La tendencia de deslegitimar los tiempos bisagra por opacos y trasvasados cunde como moneda mala. La seducción de cerrarnos a cal y canto en la pureza de los principios, es mucha. Veo cómo el país de opinión, el de récord, vuelve a oír los cantos de sirena de la herida, cómo se refocila en la enfermedad, cómo se emboruja en la frisa de los pesimismos, que, a menudo, es el gran pretexto para no hacer nada. La lectura que de la Unión hizo la generación del treinta fue el resultado de un tiempo de incertidumbres donde la pregunta por la identidad, articulada en dominios polares, dictó búsquedas y respuestas. Guardo aún esperanzas sobre los de la actualidad al recordar que aquellos fueron tiempos en un inicio de bisagras atascadas hasta que conciliados ser y vida, pudieron abrirse las ventanas de par en par.

NOTAS AL CALCE

[1] En esta obra maestra de 1954 del director inglés, Alfred Hitchcock, el protagonista realiza, según el crítico Roger Ebert (2000),  “un montaje de la sospecha” desde una obsesión voyeurística exacerbada por su confinamiento en una silla de ruedas.

[2] Walter Benjamin, el filósofo alemán, muerto en 1940 mientras huía del fascismo, reflexiona sobre el dibujo de Klee pintado en 1920:  “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia, Traducción de Jesús Aguire, Madrid: Taurus, 1973.

[3] Sobre la memoria histórica véase, Andrea Huyssen, En busca del future perdido: cultura y memoria en tiempos de globalización, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.

[4] Dos de los textos más reconocidos de la época son el ensayo Insularismo de Antonio S. Pedreira (1934) y La llamarada, novela de Enrique Laguerra de 1935.

[5] Esta agencia forma parte del paquete de instituciones, políticas públicas y legislaciones concoido como Nuevo Trato que impulse el president Franklin Delano Roosevelt desde 1933 para reactivar la economía colapsada por la Gran Depresión.

[6] Véase Enrique Vivoni Farage y Silvia Alvarez Curbelo, “Crónica de una casa hispanófila: la casa Cabassa en Ponce” en Enrique Vivoni Farage y Silvia Alvarez Curbelo  (editores), Hispanofilia:  Arquitectura y vida en Puerto Rico (1900-1950), San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico/ Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico, 1998.

[7] Sobre estas nuevas tipologías arquitectónicas y sociológicas en Puerto Rico, véase Enrique Vivoni, (ed.), San Juan, siempre nuevo: modernización y arquitectura en el siglo XX, San Juan:  Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico/ Comisión San Juan 2000, 2000.

[8] Así denomina al siglo 20, el historiador ingles Eric Hobsbawm en La era de los extremos: el corto siglo XX, 1914-1991 (1994).

[9] Estas preguntas organizan al ensayo Insularismo de Antonio S. Pedreira y proyectos como la Revista Indice, publicada en San Juan al finalizar la década de los 1920.

[10] El discurso nacionalista define el dilema de los puertorriqueños con el apotegma: O yanquis o puertorriqueños, articulado por el líder Pedro Albizu Campos en 1926.

[11] La documentación se encuentra en la Colección Rafael Picó (sin catalogación).

[12] El año inicia con el asesinato del jefe de la Policía Insular, Coronel Francis Riggs a manos de los jóvenes nacionalistas  Hiram Rosado y Elías Beauchamp, quienes a su vez son asesinados por la Policía en el Cuartel de San Juan.

[13] El partido Unión de Puerto Rico se funda en 1904.  Entre sus líderes más connotados se encontraban Rosendo Matienzo Cintrón, Luis Muñoz Rivera y José de Diego.

[14] Véase Mark Seltzer, True Crime: Observations on Violence and Modernity, Londres: Routledge, 2007.

[15] Cayetano Coll y Cuchí, Historia del gran partido político puertorriqueño: Unión de Puerto Rico, San Juan: Tipografía La Democracia, Tomo I, 1930, p.75.

[16] Luis Muñoz Marín hace esa apreciación en un discurso radial del 3 de noviembre de 1940 previo a las elecciones generales.  Véase Fernando Picó (ed.) Luis Muñoz Marín: Discursos 1934-1948, Volumen I, San Juan: Fundación Luis Muñoz Marín, 1999, pp.71-84.

[17] Angel Rivero Méndez, Crónica de la Guerra Hispanoamericana en Puerto Rico, edición original 1921, San Juan: Editorial Edil, 1971, p.404.

[18] Rubén Nazario Velasco, Discurso legal y orden poscolonial. Los abogados de Puerto Rico ante el 1898, San Juan: Publicaciones Puertorriqueñas, 1999.

[19] Sobre el tema de las traducciones a raíz de la invasión norteamericana de Puerto Rico, véase Alejandro Alvarez Nieves, La nación manipulada: desfases traductológicos de los documentos jurídicos fundacionales de Puerto Rico, Tesis Doctoral en Traducción (inédita), Universidad de Salamanca, España, 2013.

[20] Terminar referencia

[21]  José Trías Monge, Historia Constitucional de Puerto Rico, San Juan: Editorial Universitaria, Vol.2, Cap.XIV.

[22] Es la tesis de Jackson Lears en Rebirth of a Nation. The Making of Modern America (1870-1920), New York: Harper Collins, 2009

[23]  La narrativa de Coll y Cuchí sobre el Partido Unión es la que se traslada a la generación de los treinta que privilegiará los contenidos “nacionalistas” o “independentistas” de la colectividad por sobre sus comportamientos “autonomistas”.

[24] Trías Monge, op.cit.

[25] La más fina relación del perfil del Partido Unión sigue siendo la biografía de Rosendo Matienzo Cintrón, escrita por Luis Díaz Soler: Rosendo Matienzo Cintrón: Orientador y guardián de una cultura, San Juan: Ediciones del Instituto de Literatura Puertorriqueña/Universidad de Puerto Rico, 1960.