Los elementos subjetivos no escritos ¿Hacia su definitiva desaparición?
Los elementos subjetivos no escritos ¿Hacia su definitiva desaparición?
Ramon Ragués i Vallès
Universitat Pompeu Fabra
(Barcelona)
I. Introducción
En otoño de 1994 asistí por vez primera a las clases de teoría del delito que Santiago Mir impartía entonces en el programa de doctorado de la Universitat de Barcelona. Durante aquel intenso curso, el estudio de la parte general de la mano de su tratado me permitiría asimilar el esquema de la teoría del delito y las categorías conceptuales básicas desde las que luego me he aproximado a las restantes propuestas doctrinales, como quien traduce a su lengua materna las expresiones de un idioma aprendido más tarde. Sus clases me demostraron, además, que el rigor teórico y la claridad no están reñidos entre sí y que un académico puede ser, al mismo tiempo, profundo, inteligible y ameno. El recuerdo de aquellas tardes sigue todavía tan vivo que cuesta creer que hayan pasado ya veintisiete años y Santiago ya no esté entre nosotros. Estas páginas son un modesto homenaje y una muestra de agradecimiento por su imborrable magisterio.
Uno de los temas abordados en aquellas clases fue el relativo a la vertiente subjetiva del delito. Precisamente en su tratado de Parte general constata Santiago Mir cómo, junto con el dolo típico, “en ocasiones la ley requiere que, además, concurran en el autor otros elementos subjetivos para la realización del tipo”. Según recoge en su obra, estos “elementos subjetivos del tipo (o del injusto) son todos aquellos requisitos de carácter subjetivo distintos al dolo que el tipo exige, además de éste, para su realización”.[1] A lo largo de la historia de la teoría del delito y desde que Edmund Mezger formulara, basándose en las aportaciones previas de otros autores, la versión más acabada de la teoría de los elementos subjetivos,[2] se han propuesto muy diversas clasificaciones de estos requisitos de la infracción penal.[3]Antes de todas ellas, sin embargo, cabe trazar una distinción previa y fundamental, que es la que diferencia entre aquellos elementos expresamente exigidos por la literalidad del Código Penal y aquellos otros que no están explícitamente formulados en dicho tenor literal, pero cuya necesaria concurrencia parece derivarse de una correcta interpretación de los correspondientes enunciados legales.[4]
Entre los primeros cabe citar, por ejemplo, el ánimo de lucro que exigen explícitamente numerosos delitos patrimoniales; y entre los segundos pueden mencionarse requisitos como el ánimo lúbrico o lascivo, que tradicionalmente se ha exigido en los delitos sexuales; el ánimo infamante o injuriante, que habitualmente se ha reclamado para los delitos contra el honor; o el dolo falsario requerido para el delito de falsedad documental. Estos últimos elementos se encuadran entre los que suelen denominarse elementos subjetivos de tendencia interna intensificada, que Santiago Mir define como aquellos con los que el sujeto confiere a la acción típica un determinado sentido subjetivo.[5] Pero con la particularidad de que la exigencia de tales elementos no aparece formulada de modo expreso en los preceptos legales que prevén los delitos en cuestión,[6] lo que permite poner en tela de juicio que sean realmente imprescindibles.
Como ha constatado el propio homenajeado en un trabajo reciente,[7] la necesaria concurrencia de estos últimos elementos, que siempre había sido cuestionada por algunos autores, parece negarse ahora abiertamente por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que era seguramente su principal valedora en la discusión española. Este cambio de opinión invita a volver sobre el tema y a plantearse si realmente puede prescindirse de estas tendencias subjetivas en la interpretación de los correspondientes tipos. A tal efecto, en lo que sigue se abordará la cuestión partiendo de dos ejemplos paradigmáticos de este fenómeno: el ánimo lúbrico en los delitos sexuales y el ánimo infamante en los delitos contra el honor.
Para ello, tras recordar someramente los términos de la tradicional exigencia de estos elementos por la doctrina y la jurisprudencia, procederá a mostrarse con referencias concretas su progresiva desaparición en la jurisprudencia española (II). Y, una vez expuesta y ponderada críticamente esta evolución (III), y con las limitaciones propias del espacio disponible, pasará a valorarse si a estos elementos subjetivos no escritos les puede corresponder todavía algún papel en la definición de los respectivos tipos o si, por el contrario, conviene aplaudir la voluntad de abandonarlos definitivamente (IV). En un último apartado (V) se resumirán las conclusiones alcanzadas.
II. Los elementos subjetivos no escritos, su papel tradicional y su progresivo abandono
A. El ánimo lúbrico en los delitos sexuales
El ánimo lúbrico tradicionalmente ha permitido a los tribunales abordar el tratamiento de ciertos supuestos en los que objetivamente se había producido un tocamiento del autor a la víctima en determinadas zonas de su cuerpo, pero era dudoso que pudiera hablarse de un atentado contra la libertad sexual.[8] Así, por ejemplo, la exigencia de este elemento ha servido a menudo para negar que exista un abuso sexual en una exploración ginecológica; y también para decidir acerca de si ciertos actos de maltrato físico que afectan a la zona anal o genital debían dar lugar a un delito de lesiones o contra la integridad moral o, por el contrario, a un delito sexual castigado con penas por lo general mucho más severas. Como afirma, por ejemplo, Enrique Orts, “cuando la conducta del sujeto estriba en tocamientos íntimos, estos sólo pueden merecer la calificación de abuso sexual en tanto estén trascendidos por un ánimo lúbrico”. Desde su punto de vista, “unos tocamientos que, generalmente, son típicos no lo son realizados por un ginecólogo o un urólogo en su trabajo, porque no se llevan a cabo con el referido ánimo, como tampoco lo son los que se ejecutan como broma o como ofensa”.[9] También en la doctrina alemana el propio Claus Roxin ha sostenido que “sólo la tendencia lúbrica le da su carácter sexual a la conducta externa del autor”.[10]
Si se retrocede, sin necesidad de ir más atrás, hasta la década de 1990, se advierte cómo la concurrencia de este elemento subjetivo era exigida de modo expreso y constante por la jurisprudencia española. Así, por ejemplo, en la STS 928/1999 (ponente Ramos Gancedo) se afirmaba, literalmente, que el delito de abusos sexuales requiere:
1) un elemento objetivo de contacto corporal o tocamiento impúdico, siempre con significado sexual; 2) un elemento subjetivo o tendencial que viene siendo definido como «ánimo libidinoso» o propósito de obtener una satisfacción del apetito sexual del agente. Como dice la STS de 7 de mayo de 1998, se trata de un delito de tendencia que se consuma instantáneamente y por la sola ejecución del citado elemento objetivo aunque este sea elemental o breve. Por lo demás, y aun cuando el motivo no lo mencione, conviene señalar que cuando la acción consiste en esa clase de contactos corporales breves o elementales, el elemento determinante para incardinar el hecho en el tipo del abuso sexual —o la agresión sexual si interviene violencia o intimidación— o en la falta del art. 620.2.º CP, que castiga la amenaza, coacción, injuria o vejación injusta de carácter leve, es el de la concurrencia o ausencia del ánimo lúbrico del sujeto activo, que debe estar presente en los tipos de los arts. 178 y 181 CP y ausente en la falta del 620.2º del mismo Código.
Como ya se ha adelantado, en los últimos años la Sala Segunda parece estar abandonando esta exigencia, en consonancia con lo que proponían diversos autores.[11] Así, por ejemplo, en la STS 132/2013 (ponente Martínez Arrieta) se afirma al respecto que “el actor en el hecho probado conoce la acción y la transcendencia de su acción, esto es el significado sexual de su conducta y la violencia en cuyo marco se ejerce. Luego obra con dolo. En el tipo de la agresión no se requiere ningún otro elemento o aditamento a ese conocimiento del hecho y voluntariedad en la puesta en peligro concreta de realización del tipo penal”. Al igual que en este último caso, relativo a agresiones sexuales, el Tribunal Supremo descarta también en algunas sentencias recientes sobre abusos sexuales la necesidad de un elemento subjetivo distinto del dolo. Así, por ejemplo, en la STS 897/2014 (ponente Sánchez Melgar) se afirma:
[E]l tipo subjetivo de los delitos de agresión y abuso sexual lo que exige es el conocimiento de la naturaleza sexual del acto que voluntariamente se ejecuta, y la conciencia de afectación del bien jurídico. Generalmente —se añade en la STS 411/2014— concurrirá también un ánimo tendencial consistente en el propósito de obtener una satisfacción sexual, pero este ánimo no viene exigido por el tipo, y por ello no puede exigirse su acreditación en el ámbito de la presunción de inocencia, pues se puede atentar al bien jurídico protegido, aun cuando no concurra. Por ejemplo, quien penetra violentamente a una mujer por odio, venganza, racismo o represalia por una conducta realizada por sus familiares o allegados, en un conflicto bélico o similar, comete un delito de violación, o agresión sexual, aun cuando en su ánimo no exista propósito alguno de obtener una satisfacción sexual, sino puro odio y deseo de causar daño. En definitiva, es necesario al menos que concurra el ánimo tendencial de atentar contra el bien jurídico protegido, que lo es la libertad o la indemnidad sexual de la víctima, aunque no el ánimo de satisfacerse sexualmente con el acto ejecutado por el autor del hecho.[12]
Este pronunciamiento refleja una evidente voluntad de abandonar la exigencia del presente elemento típico, por más que este todavía pueda continuar apareciendo —a menudo con un valor fundamentalmente retórico— en algunas resoluciones judiciales, sobre todo de las audiencias provinciales.[13] Según la perspectiva ahora imperante en el Tribunal Supremo, la concurrencia o no de un atentado contra la libertad sexual es una cuestión que debe dilucidarse en el plano objetivo y que debe ser abarcada cognitivamente por el dolo, sin que importen las motivaciones internas del acusado.
B. El ánimo infamante en los delitos contra el honor
Por su parte, el ánimo de injuriar ha sido tradicionalmente empleado para negar la relevancia penal de comportamientos aptos para lesionar el honor ajeno cuando han sido realizados con finalidades que parecen aconsejar que tales hechos queden al margen de la intervención penal, como la voluntad de discrepar o criticar políticamente, de gastar una broma o de informar sobre un determinado hecho.[14] Si se retrocede unos años en la jurisprudencia se advierte la exigencia constante de este elemento. Así, por ejemplo, se sostenía en la STS de 15 de junio de 1988 (ponente Soto Nieto) que es necesario que, “a la hora de buscar la subsunción de una conducta en el tipo del artículo 457 del Código Penal [que contemplaba en el CP73 el delito de injurias], haya que atender no sólo al valor de las palabras o expresiones proferidas o acciones ejecutadas, sino también a las circunstancias en que se producen. Entre los animi impulsores del proceder del sujeto, capaces de eliminar, neutralizar o desplazar el iniuriandi, figuran como los más caracterizados, el animus narrandi así como el informandi”.
En tiempos más cercanos se afirmaba, por ejemplo, en el ATS de 17 de noviembre de 2006 (ponente Saavedra Ruiz), que cuando concurren críticas a un gobierno por parte de opositores políticos “es difícil probar en estos casos el «animus injuriandi» básico en el delito de injurias tal como venimos entendiendo, porque en la crítica a las instituciones políticas solo puede darse el animus narrandi, defendendi, consulandi, criticandi, corrigendi, etc., difícilmente compatible con una finalidad específica de injuriar”. En sentido similar, autores como Diego Luzónsostienen al respecto que “una acción objetivamente ofensiva para el honor ajeno, pero sin animus iniuriandi, no realiza el tipo de injusto propio del delito de injurias (así lo exigía expresamente el art. 457 ss. CP 1944; y aunque la formulación del art. 208 CP 1995 no lo menciona expresamente, cabe una interpretación restrictiva que siga exigiendo ese ánimo)”.[15]
En las últimas resoluciones, sin embargo, esta doctrina parece haberse abandonado de modo expreso por la Sala Segunda, que en su Sentencia 1023/2012 (ponente Marchena Gómez) afirma ahora:
[L]a descripción típica actual configura el delito de calumnias como una infracción eminentemente dolosa, que ya sea en la forma de dolo directo —conocimiento de la falsedad de la imputación— o en la modalidad de dolo eventual —temerario desprecio hacia la verdad—, agotan el tipo subjetivo, sin necesidad de exigir un animus difamandi que necesariamente está abarcado ya por el dolo. No existen razones dogmáticas ni derivadas de la literalidad del precepto para defender lo que en expresión bien plástica se ha calificado como un tipo subjetivo tan robusto y pleno de exigencias que conducía a debilitar la protección penal del honor. En ausencia de ese elemento subjetivo del injusto artificialmente sumado al dolo que exige el tipo, carece de sentido el debate acerca de la posibilidad de hacer compatible la embriaguez —apreciada como alteración de la imputabilidad y valorable, por tanto, en el momento del examen de la culpabilidad— y un singular ánimo de difamar que, como venimos insistiendo, no es exigible.
En lo que respecta al delito de injurias, en el ATS de 25 de abril de 2016 (ponente Marchena Gómez) el mismo Tribunal ha desvinculado el ejercicio de la libertad de expresión en el contexto de una contienda electoral de la cuestión del ánimo, considerando que se trata de un conflicto que debe resolverse en el ámbito de la justificación. Según la Sala, “la justificación del hecho, con la consiguiente exclusión de la antijuricidad, es el resultado de la ponderación constitucional de los bienes en conflicto. No está relacionada con el propósito —animus iniurandi— que, en uno u otro caso, puede llegar a impulsar al autor”.
III. Una desaparición en gran medida justificada
El abandono por parte de la jurisprudencia del ánimo lúbrico y del ánimo infamante merece, de entrada, una valoración positiva. Así, con la exigencia de estos elementos los tribunales no conseguían otra cosa que trasladar al tipo subjetivo problemas que, como reconoce ahora el Tribunal Supremo, afectaban en realidad al tipo objetivo o a las causas de justificación, privando a la cuestión de un tratamiento sustantivo y procesal mucho más adecuado. Tras el asentamiento de la doctrina de la imputación objetiva parece claro que, en la determinación del tipo objetivo, la valoración intersubjetiva de los hechos debe ser el criterio básico para determinar el alcance de los concretos elementos típicos y que dicha valoración debe prevalecer al particular sentido que, en su fuero interno, el sujeto activo quiera atribuir a su hecho.[16] Existen diversos ámbitos de la teoría de delito en los que esta idea queda plasmada de modo evidente. Tal vez el ejemplo más claro sea el de la tentativa supersticiosa, respecto de la cual se sostiene mayoritariamente que, con sus deseos íntimos de ocasionar la muerte de la víctima, un sujeto no puede convertir en una acción de matar aquello que no lo es para el conjunto de la sociedad.[17]
Tales ideas deben valer también para determinar cuándo determinados hechos tienen carácter sexual o infamante. Quien, por ejemplo, obliga a introducirse a otro un objeto por vía anal —aunque sea con propósito de venganza o humillación— comete un abuso sexual, porque lo decisivo para determinar la existencia de un atentado contra la libertad sexual no es el móvil del sujeto activo, sino el hecho de que tal actuación sea valorada socialmente como un acto con contenido sexual, una circunstancia que, salvo en casos ciertamente anómalos, quedará abarcada por el dolo del sujeto activo. Por el contrario, una exploración ginecológica llevada a cabo de manera escrupulosamente conforme con la lex artis por una persona que cuenta con el correspondiente título oficial no puede ser constitutiva de un delito de abuso sexual, aun cuando más adelante el médico que la haya practicado confiese a terceras personas haberse excitado sexualmente mientras exploraba a la paciente.[18] Algo similar sucede con los delitos contra el honor: la expresión consciente de manifestaciones aptas para lesionar la dignidad de otra persona realiza el tipo del delito de injurias y, en todo caso, deberá analizarse en el ámbito de la antijuricidad si tales expresiones pueden quedar amparadas por el legítimo ejercicio del derecho a la libertad de expresión.[19] En palabras de Ivó Coca, “la capacidad de una imputación delictiva para lesionar el honor ajeno depende de su falsedad y del crédito que alcance la imputación en sí, pero es irrelevante la finalidad última perseguida por el autor”.[20]
Con su tradicional huida a la subjetividad, los tribunales españoles, de manera más o menos buscada, lograban un doble efecto. En primer lugar, convertir cuestiones sustantivas altamente complejas —el alcance del concepto de atentado contra la libertad sexual, la aptitud de ciertas expresiones para menoscabar el honor o la concurrencia de determinadas causas de justificación— en una cuestión esencialmente fáctica a resolver caso por caso: la intención con la que en su fuero interno obró el sujeto. Y, adicionalmente, con la exigencia de estos elementos de hecho se desplazaban estas problemáticas cuestiones sustantivas al ámbito probatorio, dificultando el cuestionamiento de la decisión tomada ante instancias superiores por vía de recurso.
Así, la posibilidad de impugnar los juicios de inferencia propios de la determinación procesal de los hechos subjetivos ha ido variando a lo largo del tiempo. En la jurisprudencia tradicional de la Sala Segunda tales juicios —por su naturaleza fáctica— eran teóricamente accesibles a la apelación, pero tenían vetada la casación. Más adelante, sin embargo, el Tribunal Supremo aceptó que también en casación podía revisarse el acierto de tales inferencias.[21] Pero en los últimos años, como resultado de la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se ha visto eliminada la posibilidad de revisar el proceso de determinación de los elementos subjetivos en perjuicio del acusado por parte de tribunales que no han gozado de inmediación.[22] En tal circunstancia conviene valorar de modo positivo la voluntad de llevar al tipo objetivo —o a las causas de justificación— cuestiones que, abordadas desde el tipo subjetivo, quedarían hoy muy limitadas respecto a las posibilidades revisoras, salvo en casos de absoluta arbitrariedad.[23]Aunque sólo sea por este motivo hay que coincidir plenamente con Javier Guardiola cuando afirma que “donde pueda interpretarse el precepto en sentido objetivo, y limitar el elemento subjetivo al dolo, resultará por todo ello preferible no buscar especiales elementos subjetivos”.[24]
Sin embargo, aunque todos los factores apuntan a que el abandono de estos elementos supone un acierto tanto en términos sustantivos como procesales, permanecen ciertas dudas sobre la posibilidad y conveniencia de prescindir absolutamente de la valoración de los aspectos subjetivos cuando estos trascienden, especialmente en aquellos casos en los que la naturaleza objetiva de un determinado hecho no resulta plenamente inequívoca. A tal efecto cabe preguntarse si, pese a la valoración positiva que merece la objetivación de estos elementos, todavía el ánimo con el que haya obrado el sujeto activo puede desempeñar un papel relevante en estos delitos.
IV. ¿Es posible prescindir por completo de la subjetividad?
La tesis de que los elementos subjetivos no escritos resultan superfluos parte de la premisa de que todo el contenido de lesividad del delito queda ya recogido en la realización externa del hecho que se subsume en el tipo objetivo de injusto, a lo sumo con la adición del dolo, pero sin que la presencia de ciertas motivaciones internas por parte del sujeto activo aporte nada relevante al hecho en términos de antijuricidad material.[25] Por expresarlo con el ejemplo de las injurias, de acuerdo con la tesis objetivista siempre que un sujeto imputa falsamente a otro hechos gravemente infamantes el honor de este último se ve lesionado, y ello con independencia de la motivación interna con la que haya actuado dicho sujeto. Del mismo modo, ciertos contactos corporales en zona genital son actos sexuales impuestos a la víctima, aunque se realicen con voluntad vejatoria y no de excitación sexual.
En ambos casos parece acogerse el criterio, ya expuesto, de que lo determinante en Derecho penal para valorar el contenido de lesividad de un hecho no debe ser el sentido particular que le haya atribuido el sujeto activo a su comportamiento, sino el sentido que hechos de tal naturaleza tienen para el conjunto de la sociedad. Este planteamiento era ya el acogido por los autores que, desde hace años, criticaban el empleo del ánimo como criterio decisorio.[26] Sin ir más lejos, en otros ordenamientos próximos como el alemán se considera que para los delitos sexuales basta con que concurran “comportamientos que, en su apariencia externa, manifiesten un carácter sexual” y se rechaza atribuir tal característica a un comportamiento sólo por las pretensiones subjetivas del acusado.[27] Por ello, la antigua exigencia de una “intención lujuriosa” (wollüstige Absicht) ha sido reemplazada por la capacidad objetiva del hecho de afectar a la autodeterminación sexual.[28]
En la doctrina española reciente un criterio objetivista similar ha sido acogido, por ejemplo, por José Antonio Ramos en relación con los delitos sexuales.[29] Sostiene este autor, reconociendo la dificultad del problema, que “es posible objetivar, con las cautelas y matices que se quieran, cuándo una conducta tiene carácter sexual y cuándo no, a la vista del contexto en que los hechos se producen, sin necesidad de acudir a elemento subjetivo alguno. Podrá decirse, por supuesto, que existen situaciones en las que en nada más que en el ánimo se diferencian situaciones de abuso (tocamientos en la zona genital, por ejemplo) de situaciones perfectamente lícitas (una revisión ginecológica), pero, en la mayoría de estos casos, puede solventarse la duda acudiendo a elementos ajenos al subjetivo (por ejemplo, al seguimiento de la lex artis)”. Así, la propuesta de este autor consiste en “eludir los problemas que plantea exigir un particular elemento subjetivo en los delitos sexuales y centrarnos en el ‘carácter sexual’ de la conducta llevada a cabo y en su ofensividad respecto del bien jurídico en juego —que es, a fin de cuentas, lo que exige el tipo”. También en la doctrina reciente sobre delitos contra el honor predomina el rechazo a los ánimos específicos, considerándose suficiente el dolo.[30]
Sin embargo, limitar la valoración intersubjetiva del hecho al estricto contacto corporal o al sentido de determinadas palabras puede acabar propiciando un excesivo esquematismo en la resolución de los casos: si, por ejemplo, se sostuviera el criterio de que cualquier tocamiento en zona genital debe valorarse como un acto con contenido sexual debería considerarse necesariamente como un abuso sexual el acto de propinar a otro sujeto un rodillazo en los genitales. O que la falsa atribución a otro sujeto de ciertos hechos valorados socialmente como infamantes debe dar lugar a unas injurias, aunque se efectúe en un tono jocoso mientras un grupo de amigos toma copas en un bar. En resumen: el objetivismo extremo aporta unas respuestas tan insatisfactorias como las que proporciona el puro subjetivismo.
Para superar esta situación resulta especialmente atractivo el planteamiento de Fernando Molina, quien advierte de la existencia de determinados bienes jurídicos —entre ellos el honor o a la libertad sexual— que “no se materializan en objetos de la acción externos, sino que tienen su acomodo en la psique de la víctima y que aluden directa o indirectamente a sus relaciones con el agresor en cuanto persona consciente y responsable”.[31] Partiendo de esta premisa, a su juicio en los delitos contra el honor “sólo cuando la víctima reconoce en la expresión del tercero el sentido que este atribuye a su preferencia se consuma la lesión”, siendo lo relevante “el sentido que le atribuye la víctima al hecho en función de lo que él [sic] cree que es la intención del injuriante”.[32] Y, desde esta misma perspectiva, se añade que “los delitos sexuales no aluden simplemente a hechos físicos de una persona que tienen un significado sexual para otra, sino a hechos físicos de una persona que adquieren un significado sexual específico para otra porque esta reconoce (o cree reconocer en ellos) a su vez un correlativo significado sexual para la primera”.[33]
Desde una perspectiva similar, afirma Marcelo Sancinetti que “los comportamientos tienen su sentido expresivo en ciertos contextos plenos de significado para los actuantes” y añade que “el ‘abuso deshonesto’, por tanto, sólo puede explicarse en función del contexto de significado —y en este sentido, ‘objetivamente’—, sin que tenga para ello demasiada relevancia el denominado ‘ánimo lascivo’, sí, en cambio el conocimiento del autor de ingresar, con su acción en el ámbito de ese significado”.[34] También para este autor parece resultar determinante la valoración que la víctima hace del hecho y su captación por parte del autor, afirmando que “si el médico, por ejemplo, ha dirigido a la mujer la mirada voluptuosa, o el suspiro lascivo, posiblemente el hecho revista para ella el sentido impúdico propio del abuso deshonesto”.[35]
La duda que suscitan estos planteamientos radica en si sólo los términos de la comunicación entre autor y víctima deben tomarse como punto de referencia para valorar la naturaleza del hecho, o si es necesario introducir una perspectiva más amplia que impida sostener la relevancia penal de “comunicaciones” entre víctima y autor que se correspondan, por así decirlo, con un “código privado” no compartido por el resto de los ciudadanos. Por ejemplo, para dos personas que pertenecen a una secta extremadamente puritana puede ser un acto sexual bajar el calcetín a otra para descubrir su tobillo; y, sin embargo, parecería absurdo en semejante caso condenar por un abuso sexual.[36] Por otra parte, sólo dando primacía a un enfoque intersubjetivo logra sostenerse la relevancia de supuestos en los que la víctima no está en condiciones de captar el significado del hecho, ya sea por edad, trastorno mental, privación de sentido, etc.[37]
Acogiendo, en consecuencia, este último enfoque, la perspectiva que aquí se considera más acertada se sitúa a mitad de camino entre las perspectivas objetivista y subjetivistas extremas. Así, como ya se ha justificado supra, en los casos más inequívocos cabe afirmar que, con sus propósitos internos, un sujeto no puede eliminar el contenido objetivamente sexual o infamante de aquellas actuaciones que, de modo incuestionable, tienen tal significado desde una perspectiva social. Un acceso carnal es un acto sexual, por más que el sujeto pretenda conferirle un sentido vejatorio o de maltrato físico. Y, en el extremo opuesto, por más que un sujeto pretenda atribuir significado sexual a conductas como propinar repetidos golpes o patadas a la víctima —aun en los genitales— en su actuación concurrirá un delito de lesiones pese a que de algún modo trascienda su pretensión de excitarse sexualmente.
Sin embargo, entre los hechos inequívocamente sexuales o infamantes y aquellos otros que en ningún caso pueden valorarse como tales existen situaciones en las que la naturaleza del hecho puede resultar dudosa. Por ejemplo, ¿es un acto sexual quemar a la víctima el pene con un cigarrillo? ¿o propinarle un manotazo en las nalgas?[38] En el caso de las conductas que no son inequívocamente sexuales o infamantes la realización del juicio de tipicidad objetiva requiere que el respectivo contacto corporal o las palabras proferidas sean debidamente contextualizados.[39] A tal efecto pueden ser relevantes muy diversos factores: la relación entre el autor y la víctima, la motivación conocida que haya llevado a actuar al primero, el lugar o momento en el que se lleva a cabo la actuación, ciertas manifestaciones o gestos que se llevan a cabo al realizar el hecho, etc. En el caso de las injurias, por ejemplo, no tiene la misma trascendencia para el honor del afectado atribuirle falsamente actos de corrupción en el marco de una reunión profesional con terceros desconocidos que rodeado de amigos y en tono jocoso. Igualmente, no merece la misma valoración que un sujeto queme a otro el pene mientras se masturba que cuando trata de vengarse por haberle delatado a la policía.
En el marco de la contextualización exigida por estos supuestos dudosos, el hecho de que trascienda de algún modo que el sujeto está llevando a cabo su comportamiento con una determinada voluntad puede influir en la valoración que merezca dicha conducta por terceros.[40] A tal efecto, los motivos internos —siempre y cuando se manifiesten exteriormente— serán un factor contextual más a ponderar, susceptible de decantar la valoración social objetiva del hecho en aquellos casos en los que dicha valoración —efectuada a partir de los elementos externos— sea dudosa.[41] En los dos ejemplos expuestos, factores tales como lugar, auditorio, comportamiento y móvil del sujeto activo, expresiones que este pueda proferir mientras ejecuta el hecho, etc., contribuyen a determinar si debe o no atribuirse a su conducta carácter sexual o infamante y, en la medida en que configuran su contenido de lesividad, deben ponderarse para culminar el juicio de tipicidad objetiva, ya sea afirmando o excluyendo la aplicación de una determinada figura delictiva.[42]
Este planteamiento coincide con el acogido en alguna resolución reciente del Tribunal Supremo —como la STS 957/2016 (ponente Palomo del Arco)— en la que trata de matizarse el abandono expuesto del ánimo lúbrico por parte del propio Tribunal. Así, se afirma en esta sentencia que:
[L]os actos de inequívoco carácter sexual como tocamientos en la zona vaginal o pectoral, idóneos para menoscabar la indemnidad sexual de las víctimas, integran la conducta de abuso sexual del art. 183.1 CP. Pero si los actos no se presentan inequívocos, es habitual, para acreditar su carácter sexual, atender al ánimo lascivo o libidinoso del autor. No se trata de que estemos ante un requisito subjetivo añadido al dolo, ello implicaría introducir elementos típicos ajenos al texto de la norma, basta el conocimiento de realizar acciones sexuales sobre otro sin su consentimiento o cuando el consentimiento es ineficaz; pero sucede que ese ánimo sirve para constatar la naturaleza sexual del comportamiento, ante la insuficiencia de las circunstancias objetivas del tocamiento perpetrado para explicar por sí solas su carácter sexual.
Una solución que parece mucho más ponderada que el rechazo absoluto a reconocer cualquier relevancia a los aspectos subjetivos del hecho en los delitos sexuales y a la que procede efectuar un único matiz: lo decisivo no es, ni puede ser, el ánimo en sí —al tratarse de un fenómeno psíquico y, por tanto, en muchos casos inaccesible— sino su exteriorización por parte del sujeto activo.[43]
V. Conclusiones
En resumen, la eliminación por parte de la jurisprudencia de pretendidos elementos subjetivos del tipo como el ánimo lúbrico o el ánimo infamante debe acogerse positivamente pues no se trata de elementos subjetivos entendidos como requisitos de necesaria concurrencia para la aplicación, en cualquier caso, de un determinado tipo penal. Sin embargo, en la determinación del posible carácter sexual o difamatorio de determinados actos cuya naturaleza objetiva es dudosa, la exteriorización de la motivación subjetiva puede todavía desempeñar un papel relevante, en la medida en que contribuya a configurar el contexto necesario para una adecuada valoración de tales hechos. De este modo, el significado que internamente el sujeto activo atribuya a su hecho deja de ser un elemento subjetivo del tipo para convertirse en un factor más a tener en cuenta en la valoración social del hecho y, por ende, en el juicio propio de la tipicidad objetiva.
La conclusión alcanzada supone, ciertamente, privar a estos elementos del papel determinante que les había atribuido la jurisprudencia más tradicional. Así, la constatación de que el sujeto obró con un determinado ánimo —lúbrico o difamatorio— no impone que el hecho deba ser considerado necesariamente como constitutivo de un delito contra la libertad sexual o contra el honor, sino que tal circunstancia es un factor más de valoración objetiva del hecho susceptible de ser ponderado junto con muchos otros factores contextuales. Al contrario, en ciertos supuestos la ausencia de dicho factor subjetivo no será obstáculo para afirmar el carácter sexual o injurioso de una determinada actuación. Una propuesta con la que, en el plano sustantivo, parecen alcanzarse soluciones más equilibradas que con las posiciones objetivistas y subjetivistas extremas y que, por añadidura, desde un punto de vista procesal otorga la posibilidad de revisar estas valoraciones en una segunda instancia, al afectar al juicio de subsunción de un elemento objetivo y no a la constatación de un hecho psíquico.
NOTAS AL CALCE
[1] Derecho penal. Parte general, 11.ª ed., Barcelona, 2016, pp. 287-288 (cursiva en el original).
[2] Los planteamientos de Mezger (resumidos, entre otros de sus trabajos, en Derecho penal. Libro de estudio. Parte general, 6.ª ed, 1955, trad. C. Finzi, Buenos Aires, 1958, p. 136 ss.; o Tratado de Derecho Penal, tomo I, 2.ª ed., 1933, trad. J.A. Rodríguez Muñoz, Madrid, 1955, § 20) determinan todavía en gran medida el estado de la cuestión, aunque los orígenes de la doctrina suelen situarse en trabajos anteriores de Hans Albert Fischer (1911), August Hegler (1914) y Max Ernst Mayer (1915). Para una perspectiva histórica sobre los inicios y posterior consolidación de esta doctrina cfr. Molina Fernández, Antijuricidad penal y sistema de delito, Barcelona, 2001, p. 433 ss. Según afirma este autor (ibidem, p. 436), el origen de esta teoría se explica por la imposibilidad de “determinar la antijuricidad de un hecho atendiendo sólo a circunstancias objetivas”. Cfr. asimismo al respecto Politoff Lifschitz, Los elementos subjetivos del tipo penal, 2.ª ed., Buenos Aires/Montevideo, 2008, pp. 1-46, con las oportunas referencias, así como Guardiola García, “Especiales elementos subjetivos del tipo en Derecho penal: aproximación conceptual y contribución a su teoría general”, RDPP, 6 (2001), p. 40 ss., quien añade una panorámica sobre la doctrina italiana.
[3] Al respecto cfr., entre otros, Roxin, Derecho penal. Parte general, vol. I, 2.ª ed., trad. D.M. Luzón, M. Díaz y J. de Vicente, § 10, n.º marg. 83; Luzón Peña, Lecciones de Derecho penal. Parte general, 3.ª ed., Valencia, 2016, p. 243; o Sancinetti, Teoría del delito y disvalor de acción, 2.ª reimp., Buenos Aires, 2005, p. 307 ss.
[4] Formula también esta distinción Guardiola García, RDPP, 6 (2001), p. 84, quien se refiere a los segundos como “elementos subjetivos implícitos”. Si bien este autor cuestiona la categoría desde el punto de vista del principio de legalidad, tal objeción resulta dudosa por cuanto el efecto más habitual de la exigencia de estos elementos es la reducción de los tipos penales, no su ampliación. Su carácter problemático hay que asociarlo, más bien, con el riesgo de dispensar una protección incoherente (y/o insuficiente) a los intereses tutelados.
[5] Parte general, p. 288.
[6] Ciertamente, pueden existir elementos subjetivos de tendencia interna intensificada (por ejemplo, el “manifiesto desprecio por la vida de los demás” del art. 381 CP) explícitamente previstos en el articulado del Código, en cuyo caso no existe duda alguna de su necesaria concurrencia para sostener la relevancia penal de un determinado hecho. Algunos ejemplos en Mir Puig, Parte general, p. 288; o Guardiola García, RDPP, 6 (2001), p. 83.
[7] Mir Puig/Corcoy Bidasolo, en Id. (dirs.), Comentarios al Código Penal, Valencia, 2015, art. 10, apartado 5.
[8] Conviene recordar que los preceptos que regulan los delitos de agresiones y abusos sexuales no exigen explícitamente ningún elemento subjetivo, sino que los respectivos tipos objetivos se limitan a demandar la existencia de un atentado contra la libertad sexual (arts. 178 y 181 CP).
[9] Orts Berenguer, en González Cussac (coord.), Derecho penal. Parte especial, 5.ª ed., 2016, p. 194. Un ejemplo similar ya aparece, de hecho, en Mezger, Libro de estudio, p. 136.
[10] Roxin, Parte general, § 10, n.º marg. 85.
[11] Por ejemplo, García Rivas, en Álvarez García (dir.), Derecho penal. Parte especial (I), 2.ª ed., Valencia, 2011, p. 595. Con todo, en tiempos no tan lejanos existen pronunciamientos de la Sala Segunda en los que todavía se alude al ánimo lubrico como elemento de los delitos sexuales: así, por ejemplo, la STS 55/2012 (ponente Giménez García); la STS 703/2013 (ponente Andrés Ibáñez); o la STS 967/2013 (ponente Monterde Ferrer), en la que se afirma que este ánimo es un elemento determinante para diferenciar los delitos sexuales de las vejaciones.
[12] Por su parte, en la STS 547/2016 (ponente Giménez García) se sostiene: “Hoy en día, los delitos de abuso sexual, protege [sic] la libertad sexual y la intimidad de la persona atacada, y por ello no se precisa la existencia de un ánimo lúbrico o libidinoso que actúa como guía en el sujeto de la acción, sino que más limitadamente, y como ya se ha dicho, basta que el hecho en sí mismo considerado sea o merezca el calificativo de ataque a la libertad sexual y a la intimidad del sujeto pasivo”. Asimismo, el Auto 1267/2015 (mismo ponente) señala que “el dolo correspondiente al delito de abusos sexuales por el que ha sido condenado el recurrente no comprende ánimo especial alguno, sino, lisa y llanamente, el conocimiento de la acción realizada, con el significado mencionado”.
[13] Cfr., por ejemplo, las referencias aportadas por Ramos Vázquez, Política criminal, cultura y abuso sexual de menores, Valencia, 2016, p. 119.
[14] Ampliamente sobre la cuestión Fuentes Osorio, “Elementos subjetivos en los delitos contra el honor”, EPC, XXIX (2009), pp. 271-310. Según este autor (ibidem, p. 275), la tradicional exigencia de este elemento se explicaba por dos razones: excluir la punibilidad de las modalidades imprudentes (innecesaria desde 1995) y “ponderar la relación del derecho al honor con el legítimo ejercicio de la libertad de expresión e información, ya en sede de tipicidad”. En su día, ofreció una panorámica crítica muy completa sobre el estado de la cuestión Sánchez Tomás, “Disfunciones dogmáticas, político-criminales y procesales de la exigencia del ‘animus iniuriandi’ en el delito de injurias”, ADPCP, 1994, pp. 141-166. Cfr. asimismo Carmona Salgado, Calumnias, injurias y otros atentados al honor, Valencia, 2012, p. 67 ss.
[15] Luzón Peña, Lecciones, p. 243. Según las referencias aportadas por Fuentes Osorio, EPC, XXIX (2009), p. 283, desde la entrada en vigor del Código Penal de 1995 la doctrina de las audiencias se encontraba dividida entre tribunales partidarios de continuar exigiendo este elemento y partidarios de eliminarlo.
[16] A diferencia del finalismo, que sí parece atribuir al sujeto la capacidad de determinar con el sentido atribuido al hecho su valoración ético-social. Así, afirma Welzel, Derecho penal. Parte general, trad. C. Fontán, Buenos Aires, 1956, p. 83, que “el contenido ético-social específico de disvalor de una acción se determina entonces en muchos casos de acuerdo con la posición o enfoque subjetivo del autor”. Sobre la importancia del criterio intersubjetivo Guardiola García, RDPP, 6 (2001), p. 75.
[17] Cfr. por ejemplo los argumentos de Silva Sánchez, El nuevo Código penal: cinco cuestiones fundamentales, Barcelona, 1997, p. 130.
[18] En el mismo sentido Molina Fernández, Antijuricidad, p. 738 (“quien estudia ginecología con ánimo libidinoso, no comete delitos sexuales con sus pacientes si se trata de actividades médicas necesarias y consentidas”), así como Sancinetti, Teoría, pp. 334-335.
[19] En el mismo sentido Laurenzo Copello, “Los especiales elementos subjetivos de los delitos contra el honor”, en Díez Ripollés et al. (eds.), La ciencia del Derecho penal ante el nuevo siglo. Libro homenaje al profesor doctor don José Cerezo Mir, Madrid, 2002, p. 1394. Sánchez Tomás, ADPCP, 1994, p. 156, denuncia el que pretendiera resolverse con el ánimo de infamar posibles conflictos con otras motivaciones constatando “una doble disfuncionalidad: la primera referida a la insuficiencia del proceso de intenciones para resolver conflictos institucionales entre derechos fundamentales, y la segunda porque indiferencia las funciones de cada categoría del delito, al producirse una confusión entre el ámbito de la tipicidad y el de la antijuridicidad”. En este último sentido (ibidem, p. 157), este autor señala la incoherencia que supone modificar en la antijuricidad —a la vista de que el sujeto haya actuado en el legítimo ejercicio de derechos como la libertad de información— un ánimo infamante previamente constatado en el juicio de tipicidad.
[20] En Silva Sánchez (dir.), Lecciones de Derecho penal. Parte especial, 4.ª ed., Barcelona, 2015, p. 191.
[21] Sobre esta evolución de la jurisprudencia, con las oportunas referencias, Ragués i Vallès, El dolo y su prueba en el proceso penal, Barcelona, 1999, p. 366 ss.
[22] Stedh de 22 de noviembre de 2011 (caso Lacadena Calero contra España). Esta sentencia ha sido aplicada posteriormente en diversas ocasiones por el Tribunal Supremo, por ejemplo, en la sentencia 1024/2012 (ponente Varela Castro). Para más detalles y referencias al respecto cfr. Sánchez Melgar, “La intención, ¿es un hecho?”, DLL, n.º 8281, 2014.
[23] Un ejemplo de resolución en la que esta doctrina lleva a la Sala Segunda a rechazar sin más la posibilidad de revisar en perjuicio de reo la cuestión del ánimo lascivo es la STS 389/2015 (ponente Soriano Soriano).
[24] RDPP, 6 (2001), p. 84.
[25] Un anticipo de este planteamiento, en referencia al tipo subjetivo de la realización arbitraria del propio derecho, en Ragués i Vallès, “El ánimo de hacerse pago en las defraudaciones ¿elemento subjetivo o causa de justificación?”, en Bacigalupo Saggese et al. (coords.), Estudios de Derecho penal. Homenaje al profesor Miguel Bajo, Madrid, 2016, pp. 466-467.
[26] Para más referencias Sánchez Tomás, ADPCP, 1994, p. 156 ss.
[27] Laubenthal, Handbuch. Sexual-Straftaten, Heidelberg, 2012, pp. 36-37, con referencias adicionales de la jurisprudencia alemana. Entre las sentencias que acogen este planteamiento cabe citar BGH, NJW, 1993, p. 2253 ss., en la que se afirma que, cuando un hecho tiene carácter objetivamente sexual, es irrelevante que el sujeto haya obrado por pura agresividad o sadismo. En el mismo sentido, Renzikowski, en Joecks/Miebach (eds.), Münchener Kommentar zum Strafgesetzbuch, Múnich, 2005, § 176, n.º marg. 46, en referencia a los abusos infantiles.
[28] Laubenthal, Handbuch, p. 38. Este autor se declara partidario de una interpretación puramente objetiva, afirmando a tal efecto que “la autodeterminación sexual como bien jurídico protegido puede verse afectada aun cuando en el aspecto subjetivo del hecho falte una motivación de naturaleza sexual”. Sobre la doctrina más clásica y la exigencia de ánimo lujurioso cfr. Hommen, Sittlichkeitsverbrechen, Fráncfort/Nueva York, 1999, pp. 43-45.
[29] Ramos Vázquez, Política criminal, p. 118. Ya mucho antes se había pronunciado en sentido similar Cancio Meliá, “Los delitos de agresiones sexuales, abusos sexuales y acoso sexual”, DLL, 1996, Ref. D-366, afirmando que, “como ya había propuesto un sector doctrinal respecto de la regulación anterior, parece que bastará con que el dolo del sujeto activo se refiera al mencionado carácter de atentado contra la libertad sexual”. También acoge un planteamiento eminentemente objetivista Guardiola García, RDPP, 6 (2001), pp. 86-87.
[30] Cfr., por ejemplo, Carmona Salgado, Calumnias, p. 70.
[31] Molina Fernández, Antijuricidad, p. 734.
[32] Ibidem, p. 735.
[33] Ibidem, p. 737.
[34] Sancinetti, Teoría, p. 335.
[35] Ibidem.
[36] En tal sentido parece entenderse el matiz que introduce Guardiola García, RDPP, 6 (2001), p. 87, cuando señala que el hecho ha de tener significado sexual para el sujeto pasivo pero, al mismo tiempo, “ha de ser socialmente reconocible en cuanto tal”, pues a su juicio “la determinación del carácter atentatorio contra la libertad sexual no puede dejarse enteramente en manos de la víctima, cuya sensibilidad puede ser muy variada y dar a hechos objetivamente idénticos significados distintos”.
[37] En esta línea, Laubenthal, Handbuch, p. 39, también rechaza que la determinación del carácter sexual de un hecho pueda depender de la percepción de la víctima al respecto.
[38] Como ejemplo concreto de conducta equívoca, tomado de la jurisprudencia chilena, cabe reproducir el citado por Ramírez, “Delitos de abuso sexual: actos de significación sexual y de relevancia”, PolCrim, 3 (2007), p. 2: “el acusado tenía un juego denominado ‘la arañita’, en el que pasaba sus manos sobre distintas partes del cuerpo de los niños, incluyendo los genitales, por sobre la ropa y les hacía, además, cosquillas. Por otra parte, efectuaba con ellos juegos de magia, en que escondía objetos dentro del cuerpo de los menores y luego los sacaba, para lo cual debía introducir sus manos, reiterando así las tocaciones a los niños”. Otro ejemplo, en la STS 522/1999 (ponente Martínez Arrieta): el acusado propinaba golpes a la víctima “en distintas partes del cuerpo, cuello, pecho, vientre, espalda, cara, piernas, zona genital, intensificándose los mismos por las noches y en horas no exactamente determinadas en que con ocasión de bañar al menor le quemó el pene con un cigarrillo introduciéndole cuanto menos en dos ocasiones por el ano el grifo de la ducha una vez desprovisto de la alcachofa en una primera ocasión y una esponja de baño en otra, profiriendo Michael fuertes gritos de dolor”.
[39] Ya en su día expuso Sánchez Tomás, ADPCP, 1994, p. 147, cómo una parte importante de la doctrina consideraba que “la caracterización de una expresión como injuriosa no depende sólo de lo infamante de su contenido, sino fundamentalmente de las circunstancias en que tal expresión o acción se han proferido o ejecutado, es decir, del modo u ocasión en que ha sido llevada a cabo la conducta”.
[40] Ello no supone renunciar al criterio propuesto por Laubenthal, Handbuch, p. 39, consistente en determinar el carácter sexual de una conducta a partir de la valoración global de un observador objetivo debidamente informado. Simplemente comporta asumir que dicha valoración puede verse afectada por exteriorizaciones del ánimo del autor, cuando éstas se produzcan.
[41] De acuerdo en este punto con Vives Antón, Fundamentos del sistema penal, 2.ª ed., Valencia, 2011, p. 271, cuando sostiene que “los elementos subjetivos han de configurarse y entenderse, no como procesos internos semejantes a los físicos —como cosas que ocurren en el fondo del alma— sino como momentos de la acción, como componentes de un sentido exteriorizado, de algo que no es —ni puede ser— secreto”.
[42] En tal sentido se coincide con lo manifestado por Ramírez, PolCrim, 3 (2007), p. 11, cuando señala que “nos parece que este es precisamente el problema del delito de abuso sexual: la equivocidad de ciertos comportamientos. Frente a éstos no es posible determinar la naturaleza del acto, puesto que pueden tener diverso significado o connotación, de ahí que, en nuestra opinión, no se pueda prescindir del elemento subjetivo para precisarlo”.
[43] En acertadas palabras de Guardiola García, RDPP, 6 (2001), p. 74, “sólo el actuar humano que se proyecta hacia los otros tiene sentido social y relevancia jurídica; la esfera íntima, el pensamiento y el deseo no exteriorizados no importan al Derecho. Luego lo que requiere el tipo es que la acción, además de integrar aquello que se describe objetivamente, exteriorice un determinado sentido” (cursiva en el original).