Las leyes de información pública
Las leyes de información pública
El remedio puede ser peor que la enfermedad. Así quedó confirmado, una vez más, con la aprobación reciente de dos leyes relacionadas con la información pública. Se trata de las leyes 122 y 141 de 2019, conocidas respectivamente como la Ley de Datos Abiertos y la Ley de Transparencia y Procedimiento Expedito para el Acceso a la Información Pública. Ambas padecen de tantos defectos que es preciso que se deroguen lo antes posible.
El reclamo de acceso a la información que origina, recibe, conserva y maneja el gobierno es una reivindicación democrática. Sin información precisa y confiable, mal puede la ciudadanía evaluar críticamente el desempeño de sus gobernantes y exigir las cuentas necesarias.
El acceso adecuado a la información pública puede servir de antídoto contra la arbitrariedad, la ineficiencia, el nepotismo, el mal manejo de recursos, las políticas públicas erradas, el discrimen y la corrupción. Buena parte de la corruptela que ha infectado al gobierno de Puerto Rico durante años se facilita con la secretividad que rodea muchos procesos y transacciones gubernamentales, a través de intercambios sustraídos del ojo ciudadano y, más recientemente, utilizando “chats” y medios similares para la comunicación y las intrigas entre funcionarios gubernamentales y personas privadas sobre asuntos de carácter eminentemente público.
El Tribunal Supremo de Puerto Rico ha reconocido que el derecho a la información constituye un derecho constitucional fundamental. Eso ha sido el producto de incontables litigios incoados por personas particulares, periodistas, legisladores, organizaciones sociales y comunitarias y otras entidades. El proceso ha sido largo, costoso y lleno de incertidumbres. Hay un consenso extendido, avalado por trabajos en los ámbitos académico, profesional y del activismo por los derechos humanos, sobre la necesidad de adoptar legislación sencilla, clara y eficaz para ponerle dientes a ese derecho fundamental reconocido por los tribunales. Varias organizaciones han promovido o apoyado iniciativas diversas con ese propósito.
Sin embargo, estas propuestas han estado acompañadas de una prudente actitud de precaución, estimulada muchas veces por las advertencias de compañeros y compañeras periodistas, de que hay que tener cuidado cuando la legislatura se mete en este tema. Siempre existe la tentación de que arrime la brasa a la sardina del gobierno y legisle para impedir, más que para facilitar, el acceso.
Eso ocurrió con las dos leyes mencionadas. Proclaman adelantar el derecho a la información, pero en realidad ocasionan un retroceso importante en los logros ya obtenidos.
La ley 122 excluye a las Ramas Legislativa y Judicial de su alcance. Como si allí no existieran también serios problemas de transparencia. El estatuto dispone una larga lista de exenciones, diecisiete en total, que, en efecto, en una voltereta perversa, terminan haciendo del acceso la excepción y de la confidencialidad lanorma.
La ley 141 carece de una definición clara de lo que constituye un documento público, no especifica las excepciones legítimas y, en cuanto a una que sí adopta, la relativa a los expedientes de personal, añade un lenguaje ambiguo y excesivamente amplio que se presta para interpretaciones favorecedoras de mayor exclusión. Exige, además, que toda solicitud de información se haga por escrito, eliminando la posibilidad de solicitudes verbales, que sí estaban incluidas en el proyecto de ley original. Parece impedir la entrega inmediata a los solicitantes de la información requerida, aunque sea posible. Crea procesos burocráticos adicionales cuando la petición se presenta en una oficina regional de la dependencia. Limita el recurso judicial al Tribunal de Primera Instancia de San Juan, obligando a los solicitantes del resto del país a trasladarse a la capital para vindicar sus derechos. En fin, coloca obstáculos sobre obstáculos.
Quienes por décadas hemos promovido el reconocimiento del derecho a la información pública y que se apruebe legislación eficaz en favor del mismo, en esta ocasión no tenemos más remedio que oponernos férreamente a este simulacro de protección que constituye una perversión de los fines que ese derecho persigue.
La Legislatura y la gobernadora tienen la palabra.
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