La tutela del domicilio como derecho de intimidad en la Constitución…
La tutela del domicilio como derecho de intimidad en la Constitución Española de 1978 - Acercamiento Comparativo*
Ramón Antonio Guzmán**
I. Introducción
Durante la primavera de 1988 asistí al seminario que, como parte de los cursos del Centro de Estudios Constitucionales, ofreció en Madrid el Profesor Geoffrey Marshall.[1] Los siguientes párrafos constituyen una versión revisada de la participación que me correspondió con posterioridad a las lecciones del Profesor Marshall. En ella me interesé, más que por señalar las bondades de los ordenamientos constitucionales de Puerto Rico y de los Estados Unidos de América, por acentuar las limitaciones del ordenamiento español. Considero, sin embargo, que al compartir estas reflexiones con los juristas puertorriqueños, éstos tendrán la oportunidad no sólo de conocer algunos detalles del derecho constitucional español, sino de identificar, además, ciertos aspectos, un tanto pobres, que existen en estas longitudes. Confío, una vez más, que la exposición de las normas jurídicas vigentes en distintos lugares, sirva no sólo para el enriquecimiento de las normas de nuestro ordenamiento, sino para el perfeccionamiento, de la vida en libertad procurada por la norma constitucional
Con gran acierto, el Profesor Marshall comenzó su seminario con la afirmación de que el proceso judicial es una de las funciones estatales “más misteriosas”. Especialmente en el mundo del derecho anglo-norteamericano, donde la figura del juez posee mayor relevancia y se respeta más su discreción que en los sistemas civilistas,[2] en muy pocas ocasiones pueden los juristas predecir con certeza cuál será el fallo judicial en un caso determinado. Existe, además, otro elemento de “misterio”: sobre todo en la adjudicación constitucional, la sentencia muchas veces utiliza un lenguaje impreciso, de fisuras abundantes, que hacen incomprensible el verdadero alcance de su contenido. El “derecho a la intimidad” es uno de los ejemplos más adecuados para ilustrar esa actitud judicial.
Qué es el derecho a la intimidad quizás, con exactitud, no lo sepa nadie. Ni siquiera el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que es el cuerpo judicial que más ha respetado y defendido ese derecho frente a disposiciones legislativas de los Estados.[3] La Constitución norteamericana no lo reconoce expresamente. Tanto la doctrina como la jurisprudencia constitucional han intentado fundamentarlo en las disposiciones constitucionales originales. El Profesor Westin, por ejemplo, defiende la tesis de que el valor de la intimidad fue justipreciado por los “founding fathers”, quienes le imprimieron carácter constitucional en la primera, la tercera y la cuarta enmiendas.[4] Sin embargo, éstas, a fin de cuentas, solamente protegen situaciones específicas, de las que sólo artificiosamente se puede derivar un derecho a la intimidad con esencia “clara y distinta”,[5] según se entiende esta expresión en la filosofía cartesiana. Por eso considero que la protección de la intimidad es uno de los mejores ejemplos para explicar la desconcertante imprecisión de los derechos reconocidos en el “Bill of Rights” de los Estados Unidos; imprecisión causada, fundamentalmente, por la fuerte dosis de iusnaturalismo ingredida en la Constitución norteamericana, que es, a su vez, en ciertas ocasiones, la causa de que resulte “misteriosa” la función adjudicativa del Tribunal Supremo.[6]
El panorama se nos presenta más claro en la Constitución Española de 1978. No obstante, a mi juicio, no se ha avanzado mucho. Aunque allí se reconoce expresamente —en el Artículo 18.1— el derecho a la intimidad,[7] no aparece una definición de ésta que sirva de apoyo a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional cuando se trata de situaciones diferentes a las que aparecen más o menos especificadas en los Artículos 18.2,[8] 18.3[9] y 18.4.[10] Por eso tanto la doctrina científica como el Tribunal Constitucional tendrán que plantearse los problemas desde las perspectivas específicas contempladas en los citados Artículos 18.2, 18.3 y 18.4 y acudir al Artículo 18.1 sólo en situaciones límite en las que, para salvar la esencia de la Constitución, sea necesaria la “legislación judicial”.
En una palabra: resulta más preciso hablar de “derechos de intimidad” que del “derecho a la intimidad”, por más que a los juristas y a los tribunales les agrade esta segunda locución.
De ahí que haya escogido, para hablar de la intimidad en forma consecuente con esa conclusión inicial, uno de los derechos específicos de intimidad enumerados en la Constitución: la protección del domicilio; analizado, desde luego, como una consecuencia del derecho principal, aunque indeterminado, que se reconoce en el Artículo 18.1.[11] El tema escogido permitirá apreciar cómo puede ayudar la declaración general a puntualizar los detalles de los derechos específicos y a legitimar la necesidad, en ciertos casos, de la “legislación judicial”.
II. La ubicación del Artículo 18.2 y su relación con la totalidad del Artículo 18 y con otras disposiciones constitucionales
La protección contra las violaciones del domicilio —mediante la entrada y el registro no consentidos por su titular o por la autoridad judicial competente— es un corolario del derecho, más amplio, a la intimidad personal. De ahí que cualquier exégesis del apartado segundo del Artículo 18 de la Constitución no debe perder de vista ni su pertenencia a la protección mayor que brinda todo ese Artículo ni la presencia de éste en el Título primero de aquélla. Es decir, ese apartado segundo es un ejemplo no taxativo, como lo son también los Artículos 18.3 y 18.4, del derecho fundamental que se reconoce en el Artículo 18.1: el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Es necesario comprenderlo así, dada la redacción insuficiente del Artículo 18.2.
Es insuficiente porque el texto constitucional no brinda a su órgano interpretativo —el Tribunal Constitucional— ni a la autoridad judicial que emitirá las autorizaciones para la entrada y el registro del domicilio, un criterio jurídico clave que oriente las interpretaciones o el proceso mental del juez que deba emitir las órdenes. Dicho de otro modo: si le preguntamos al texto ¿cuándo se ha violado el domicilio?, nos contestará: cuando, sin mediar un caso de flagrante delito, se ha entrado en él, más aún si también se ha registrado, sin la obtención previa de una resolución judicial. Procede entonces preguntarle, nuevamente al texto, ¿cuándo ha de concederse esa resolución judicial? El texto quedará mudo.
¿Debe ser la ley, como lo establecieron las Constituciones Españolas de 1812, 1837, 1845, 1876 y el Fuero de los Españoles, ese criterio jurídico clave? Seguro que no. La ley podría contravenir los postulados o el espíritu de la Constitución. A esa negación corresponde, precisamente, uno de los méritos más importantes del texto ahora estudiado y de los pasajes concordantes en las Constituciones de 1869 y 1931: excluyen la ley, no hacen referencia a ella y, así, hacen constar que la ley no constituye, por sí sola, la legitimación suprema de la ejecutoria gubernamental.[12] Pero ese paso avanzadísimo del constituyente desluce grandemente si, como a mi juicio ha ocurrido en el texto constitucional de 1978, deja a los tribunales y a las ramas políticas del Estado sin un criterio jurídico clave que oriente y limite sus actuaciones. Desde luego que no debemos pensar que la asamblea constituyente que formuló el Artículo 18.2 tuvo la intención de proclamar un principio vacío, carente de virtualidad jurídica. Esa virtualidad hay, pues, que buscarla en el Artículo 18.1. A la pregunta sin respuesta en el Artículo 18.2, ¿cuándo ha de concederse una resolución judicial que permita la entrada al domicilio y, dado el caso, el registro de éste?, el Artículo 18.1 responderá: cuando no mancille el honor ni la imagen del ciudadano ni invada su intimidad personal o familiar.
Esa respuesta encuentra un claro apoyo en el sentencia del Tribunal Constitucional de 17 de febrero de 1984, en la que se afirmó que “existe un nexo de unión indisoluble entre la norma que prohíbe la entrada y registro en un domicilio (Art. 18.2 de la Constitución) y la que impone la defensa y garantía del ámbito de privacidad [sic] (Art. 18.1 de la Constitución)”. De este modo el Tribunal acogió lo que la doctrina había sugerido casi desde el momento mismo de la promulgación de la ley fundamental española:
Al garantizar la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, el bien jurídico protegido en última instancia es la intimidad de la persona, que es a su vez corolario de su dignidad, proclamada en el Art. 10 de la Constitución, que no en vano sirve de pórtico a la totalidad de los artículos dedicados a los derechos y deberes fundamentales.[13]
Esa brillante afirmación de Alzaga está luego atacada colateralmente por él mismo cuando comenta que el Artículo 18.4 “[s] e trata de un simple corolario del inciso primero de este artículo de la Constitución y es a todas luces innecesario.”[14] Si por esa razón fuera innecesario el Artículo 18.4, lo serían también los Artículos 18.2 y 18.3. Ocurre que el constituyente español se adhirió al principio del adagio antiquísimo: “lo que abunda no daña”. Los incisos 2, 3, y 4 poseen, a mi juicio, un carácter explicativo o interpretativo respecto del derecho fundamental reconocido en el Artículo 18.1. No lo dañan, lo determinan, lo especifican.
Si algo podemos reprocharle al constituyente español es, precisamente, que no abundara más. Incluso debió advertir, en el texto, el carácter no taxativo de los corolarios del Artículo 18.1. Una advertencia clara sobre el particular evitaría las ficciones jurídicas y los silogismos. Por más loable que resulte la construcción de éstos, en este momento del devenir histórico debería ser ya innecesaria.[15]
Una de esas ficciones la presentó —antes de la promulgación de la Constitución— el Profesor Lucas Verdú. Éste ha dicho, con acierto, que la primera de las tres condiciones que sirven para concretar el concepto de domicilio es la promulgación espacial de la personalidad de sus ocupantes.[16] Por los visto, ya es innecesario acudir a esta ficción cuando se trata del domicilio. No obstante, más adelante veremos que la ausencia en el Artículo 18 de más corolarios de su inciso primero nos obligará a recurrir nuevamente a ella.
Por las mismas razones no debe angustiamos el pasaje de la citada sentencia del Tribunal Constitucional, en la que se establece que el texto aquí analizado contiene dos reglas distintas: una de carácter “genérico o principal” y otra de “aplicación concreta de la primera”, cuyo contenido es, por consiguiente, más reducido. La primera, según el Tribunal, define la inviolabilidad del domicilio, mientras que la segunda establece un doble condicionamiento a la entrada y al registro. No obstante, esa regla llamada de “carácter genérico o principal” lo es sólo dentro del ámbito explicativo y reducido del Articulo 18.2 y no supone la negación de carácter genérico o principal que tiene el Artículo 18.1 con relación a los Artículos 18.2, 18.3 y 18.4, que son reglas —insisto— de aplicación concreta del primero.
Con todo, la utilización del Artículo 18.1 como criterio jurídico clave sugiere, sin que pueda obviarse, una tercera pregunta: ¿cuándo la entrada al domicilio y el registro de éste no supondrán una violación al honor, a la intimidad y a la propia imagen?
Acudamos, en primer término, a la citada sentencia del Tribunal Constitucional de 17 de febrero de 1984. En ella se afirma:
Sin consentimiento del titular o resolución judicial, el acto es ilícito y constituye violación al derecho, salvo el caso de flagrante delito y salvo, naturalmente, las hipótesis que generan causas de justificación como puede ocurrir con el estado de necesidad.
Es decir, según esa afirmación serán válidas las entradas y los registros que puedan justificarse. ¿Cuáles lo estarán? Se nos ha mencionado, sólo de modo hipotético, el estado de necesidad. La respuesta, obviamente, dependerá de un desarrollo jurisprudencial posterior. Pienso, empero, que las determinaciones de lo que será o no justificado deberán orientarse, dada la carencia de una orientación clara en el pasaje que ahora se analiza, en los valores superiores del ordenamiento jurídico que se proclaman en el Artículo 1.1 de la Constitución: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.[17]
Más esclarecedor, por su mayor concreción, será acudir al Artículo 10.2 de la Constitución, que establece lo siguiente:
Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre la mismas materias ratificados por España.
Olvidemos la referencia a la Declaración Universal. Hay que reconocer, con honestidad, que su Artículo 12, que sería el artículo pertinente para interpretar el texto que estudiamos ahora, no proporciona mucha ayuda. Reza así:
Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada [íntima], su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.
Es notable que tampoco aparezca, en esa norma constitucional, el criterio que se necesita.
Hay que fijar la atención, pues, en la parte segunda del citado Artículo 10.2. Este nos ubica de frente al Artículo 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, ratificado por España el 4 de octubre de 1979 y que, por consiguiente, es parte del ordenamiento jurídico español. El texto del Artículo 8.1 del Convenio establece que “[t]oda persona tiene derecho al respeto de su vida privada [íntima] y familiar, de su domicilio y de su correspondencia.” Hasta aquí no ha ido más lejos que el Artículo 18 de la Constitución. Donde se descubrirá el criterio jurídico clave que necesitamos será en el Artículo 8.2 del Convenio:
No podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho, sino en tanto en cuanto esta injerencia esté prevista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades de los demás.
La simple lectura del texto permite advertir, sin esfuerzo, (i) que la ley no puede ser el criterio exclusivo, (ii) que lo será sólo cuando coincida con el criterio jurídico clave, (iii) que es, en una sociedad democrática, la necesidad. Así, la injerencia de la autoridad pública en la vida íntima, en el domicilio y en la correspondencia del ciudadano estará permitida sólo cuando los supuestos enumerados en el Artículo 8.2 del Convenio la conviertan en una diligencia pública necesaria.
En consecuencia, es insuficiente el criterio adoptado por el Tribunal Constitucional en su citada sentencia de 17 de febrero de 1984. De ahí, que el juez que deba emitir una resolución judicial que autorice la entrada al domicilio y el registro del mismo, deberá examinar no si tales acciones están simplemente justificadas, sino que habrá de negarlas cuando no estén justificadas por la necesidad, basada ésta en los supuestos que aparecen en el Artículo 8.2 del Convenio.
Ese criterio es más plausible, por ser más restrictivo, que lo establecido en las Constituciones de Puerto Rico y de los Estados Unidos de América. En éstas el criterio jurídico clave para que la autoridad judicial emita órdenes de allanamiento y registro de la morada del ciudadano es la razonabilidad,[18] que es, a todas luces, un criterio más débil que la necesidad. Un registro necesario es razonable pero uno razonable podría ser no necesario. Por eso tengo razones para pensar que el Tribunal Constitucional podrá, según se vayan planteando casos ante su consideración, desarrollar una doctrina jurisprudencial más progresista y abarcadora, que alcance una mayor altura al parangonarse con los logros obtenidos —que no me parecen pocos— en Puerto Rico y los Estados Unidos.
Debe consignarse, finalmente en este apartado, que el Artículo 18.2 de la Constitución configura uno de los derechos sujetos a suspensión cuando se acuerde el estado de excepción o de sitio, según lo establece el Artículo 55.[19] La forma en que está redactado este último, que permite la suspensión de los derechos reconocidos en los Artículos 18.2 y 18.3 pero no la de los derechos de los Artículos 18.1 y 18.4, pudiera utilizarse como punto de partida para contradecir que los derechos sujetos a suspensión no son, como he dicho, corolarios del Artículo 18.1. Es posible, incluso, que la clasificación realizada en el Artículo 55 sea el fundamento de expresiones como las que hemos citado de Alzaga.[20] Sin embargo, hay por lo menos cuatro señalamientos que contradicen ese enfoque:
1. Existen derivaciones del Artículo 18.1, como es la protección del domicilio, que podrían, de no estar sujetas a suspensión, dejar al Estado en total indefensión e impotencia en situaciones que justifican la declaración del estado de excepción o de sitio.
2. Era innecesario, en el Artículo 55, permitir la suspensión del Artículo 18.4, puesto que éste lo que autoriza esencialmente es la aprobación de una ley y el funcionamiento de las Cámaras, incluida obviamente su esencial facultad legislativa, no podrá interrumpirse, según lo establece el Artículo 116.5, durante los estados de alarma, de excepción o de sitio.
3. La riqueza del Artículo 18.1, posibilitadora de interpretaciones insospechadas, requería más artículos interpretativos para tratar adecuadamente los estados de excepción o de sitio.[21]
4. Las expresiones del Tribunal Constitucional en la referida sentencia de 17 de febrero de 1984 y la del Tribunal Supremo, de 7 de diciembre de 1983, que veremos más adelante.
En resumen: el Artículo 55 dejó incólume el derecho a la intimidad que aparece en el Artículo 18.1 y se limitó a restringir —por razón de necesidades estatales de seguridad— las derivaciones de la protección de la intimidad que pudieran dejar indefenso al Estado en situaciones de emergencia nacional.
III. Análisis de los términos esenciales del Artículo 18.2
Encontrado ya el criterio jurídico clave, fijémonos en los términos esenciales del Artículo 18.2.
Hay que ver, en primer término, las implicaciones o el significado del término “domicilio”. ¿Cuál es el domicilio protegido? Sólo la residencia o morada del titular del derecho o se ex-tiende, además, al patio de la casa, al lugar del trabajo, al camión que se utiliza, con todas las comodidades de una residencia, para pernoctar en un campamento o durante una larga travesía?
Del contenido de los artículos pertinentes del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, se deriva un concepto bastante estrecho.[22] Aunque en el Código Penal no se define el domicilio, su Artículo 491 impone el castigo de arresto mayor y multa de 20,000 a 100,000 pesetas al particular que entrare en morada ajena o que se mantuviere, sin habitar en ella, contra la voluntad de su morador. Es decir, prima la idea de que el término domicilio está reservado a la morada o casa-habitación, dejando fuera de su radio de protección los lugares en que se desarrollan actividades extra domésticas.
La misma idea se colige, con mayor claridad, del Artículo 554 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. En ésta sólo se reputan, como domicilio, (i) los palacios reales, (ii) el edificio o lugar cerrado o la parte de ellos que esté destinada principalmente a la habitación de cualquier español o extranjero residente en España y (iii) los buques nacionales mercantes.
La visión que nos presentan los citados artículos, cuya vigencia antecede la promulgación de la Constitución, debe quedar relegada. Así ha procedido el Tribunal Constitucional en la precitada sentencia de 17 de febrero de 1984:
La idea de domicilio que utiliza el artículo 18 de la Constitución no coincide plenamente con la que se utiliza en materia de Derecho privado, y en especial en el artículo 40 del Código Civil,[[23]] como punto de localización de la persona o lugar de ejercicio por ésta de sus derechos y obligaciones. […] la protección constitucional del domicilio es una protección de carácter instrumental que defiende los ámbitos en que se desarrolla la vida privada [íntima] de la persona.
Así, la noción arcaica de domicilio —encarnada en las leyes promulgadas antes de 1978— es abandonada por el Tribunal Constitucional. De modo que se abarcan nuevos ámbitos, que exceden, notablemente, los contornos del “antiguo régimen”.
Ya hemos visto, en el apartado anterior, el segundo concepto clave del Artículo 18.2, que es la inviolabilidad. Atendamos, ahora, el de “entrada o registro”.
Hay que apuntar, inicialmente, que el constituyente olvidó que la conjunción “o” realiza una función gramatical principalmente excluyente.[24] Es imposible registrar el domicilio sin antes haber entrado en él. Por eso debió hablarse, con mayor corrección, de “entrada y registro”, aunque la resolución judicial pudiera autorizar exclusivamente la entrada. Pero este error de redacción es un pecado venial. No merece más comentarios.[25]
Lo que sí es un pecado grave es que no se haya establecido un criterio orientador en cuanto al modo en que habrá de realizarse la entrada y, si fuera el caso, el registro. No obstante, considero que el Tribunal Constitucional habrá de pautar, en su día, la necesidad de que las resoluciones judiciales que permitan la entrada al domicilio y el registro de éste describan, con detalles, los lugares del domicilio que han de registrarse y los objetos que han de ocuparse. Una resolución judicial, no debería autorizar, sin más, la entrada al apartamento 1-J del número 24 de la calle de Gaztambide para que sea registrado. Queda mejor protegida la intimidad del ciudadano si la resolución autorizara, por ejemplo, la entrada al mencionado apartamento para registrar el armario, ubicado en el dormitorio contiguo a la cocina y buscar allí cinco kilos de marihuana y dos revólveres. Si fuera posible, la resolución judicial debería indicar, además, en cuál o cuáles cajones del armario hay que buscar los objetos mencionados.
La Ley de Enjuiciamiento Criminal establece algunos parámetros que conviene tener presentes; su Artículo 552 establece:
Al practicar los registros deberán evitarse las inspecciones inútiles, procurando no perjudicar ni importunar al interesado más de lo necesario, y se adoptarán [sic] todo género de precauciones para no comprometer su reputación, respetando sus secretos si no interesaren a la instrucción.
Nos presenta, pues, un criterio muy aguado. ¿Qué inspección es inútil para un agente policial con ínfulas de inquisidor?
El Artículo 573 presenta un criterio más espeso. Exige, en el caso de los libros y papeles de contabilidad, la existencia de “indicios graves” de que el registro resultará en el descubrimiento o comprobación de algún hecho “importante” a la causa. Se juega, así, con dos términos que si bien no son contradictorios tampoco son idénticos: la gravedad y la importancia. Una lectura cuidadosa del artículo permitirá apreciar que prevalece el de menos peso. Por eso aunque en la Ley de Enjuiciamiento Criminal los libros de los comerciantes están mejor protegidos que los dormitorios de sus clientes, esos artículos han quedado superados. El criterio jurídico clave del nuevo ordenamiento constitucional, según he dicho, es la necesidad; un registro innecesario es ahora un registro inválido.
En consecuencia, el Artículo 558 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en el que se presenta otra orientación —exige que el registro esté “fundado”— seguirá siendo válido si es que le añadimos una frase, de modo que rece así: fundado en la necesidad.
El nuevo criterio provoca también la ineficacia de aquella parte del Artículo 550 que —para complicar más el entendimiento del tema— presenta un criterio distinto a los previamente enumerados: requiere que el auto que suple la ausencia del consentimiento del titular del domicilio esté “motivado”. Hay, pues, que corregirlo de igual modo para que finalmente exprese: motivado por la necesidad.
El citado Artículo 558 exige que, en la resolución emitida por el juez, (i) éste exprese concretamente el edificio o lugar cerrado en que habrá de verificarse el registro, (ii) si tendrá lugar sólo durante el día o podrá realizarse durante la noche y (iii) la autoridad o funcionario que habrá de practicarlo.
Los Artículos del 556 al 557 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal gobiernan el procedimiento para la entrada al domicilio el registro de éste. Así, (i) el 556 versa sobre la notificación del registro, (ii) el 568 permite el auxilio de la fuerza luego de practicada la notificación, (iii) el 569 requiere la presencia del interesado o su representante, del Secretario y de dos testigos, (iv) el 570 y el 571 regulan los límites temporales del registro y (v) el 572 ordena levantar un acta o memoria detallada de lo ocurrido.
Tales exigencias son, a mi juicio, requerimientos mínimos que no alcanzan la pureza procesal más deseable. En este aspecto serían muy útiles al Tribunal Constitucional las doctrinas jurisprudenciales de los tribunales supremos de Puerto Rico y de los Estados Unidos;[26] en ellas se exige una gran especificación en las resoluciones judiciales que autorizan la realización de un registro.[27] Falta, sobre todo, exigir al juez que, para dictar la resolución que permita la entrada y el registro, escuche necesariamente a por lo menos un testigo que tenga conocimiento personal de los hechos que justifiquen la petición de la autorización judicial.
Pienso que al Tribunal Constitucional no le irritan las argumentaciones provenientes del derecho constitucional comparado. Así, por ejemplo, en su sentencia de 29 de noviembre de 1984, en la que alude a la regla de exclusión de prueba (“exclusionary rule”) cita, con aprobación, los razonamientos del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en la sentencia del caso de United States v. Janis.[28]
Veamos ahora el término “consentimiento del titular” del Artículo 18.2. Nótese, primeramente, que el derecho se reconoce no a quien posee la titularidad dominical del lugar a registrarse sino a quien se encuentre allí con un título legítimo, ya sea el arrendamiento, el usufructo o cualquiera otro derecho personal o real.
Pudiera parecer una perogrullada la afirmación, en este espacio, de que el consentimiento, para ser tal, tendrá que poseer dos calificativos: libre —sin mediar intimidación, violencia o dolo— e inteligente —con el conocimiento de las consecuencias de la renuncia. Sin embargo, el Artículo 551 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal presenta una definición que supera la estratagema jurídica más aguda:
Se entenderá que presta su consentimiento aquel que requerido por quien hubiera de efectuar la entrada y el registro para que los permita, ejecuta por su parte los actos necesarios que de él dependan para que pueda tener efecto, sin invocar la inviolabilidad que reconoce al domicilio el artículo 6to de la Constitución del Estado.
De modo que, por ejemplo, una persona a quien se hace el requerimiento de entrada, abre la puerta de su habitación y, apabullada ante la presencia de la autoridad pública, permanece en silencio, ya ha consentido según los términos del Artículo 551. Por consiguiente, el contenido de éste repugna y carece de validez en un Estado de Derecho como el que se constituyó en España en 1978.
Resumiendo: el término consentimiento que aparece en los Artículos 545, 550 y 551 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal es distinto, por no decir antagónico, al término consentimiento que aparece en el Artículo 18.2 de la Constitución.
Finalmente, el Artículo 18.2 establece las dos excepciones en que la autoridad pública puede prescindir del consentimiento del titular del domicilio para penetrarlo y registrarlo. El primero de ellos es la resolución judicial. Ya he descrito algunos aspectos de ésta. Resta anotar uno de sus aspectos que está íntimamente ligado al tema del consentimiento: la necesidad de una resolución específica cuando el titular del domicilio lo niega o no está presente cuando la autoridad gubernamental se propone ejecutar otro tipo de mandamiento judicial. Así lo exige la precitada sentencia de 17 de febrero de 1984:
De la facultad que el titular del derecho sobre el domicilio tiene de impedir la entrada en él es consecuencia que la resolución judicial o la resolución administrativa que ordena una ejecución que sólo puede llevarse a cabo ingresando en un domicilio privado, por sí solas no conllevan el mandato y la autorización del ingreso, de suerte que cuando éste es negado por el titular debe obtenerse una nueva resolución judicial que autorice la entrada y las actividades que una vez dentro del domicilio pueden ser realizadas. [. . .] Si los agentes judiciales encargados de llevar, por ejemplo, a cabo un desahucio o un embargo encuentran cerrada la puerta o el acceso a un domicilio, sólo en virtud de una específica resolución judicial pueden entrar.
La segunda excepción —hemos visto— al requisito constitucional del consentimiento del titular, la constituyen los casos de flagrante delito. En este aspecto el texto constitucional no puede ser más claro. La excepción opera sólo en aquellos casos en que es muy clara la naturaleza delictiva de la acción del ciudadano afectado por el allanamiento de su domicilio. No es suficiente la mera creencia o sospecha de que se ha cometido o se está cometiendo un delito. No obstante, hay que señalar que esta excepción es una puerta peligrosa cuando está a la disposición de un agente inescrupuloso de la autoridad pública; puede alegarse, falsamente, que la actuación estuvo motivada por la conducta delictiva del ciudadano afectado. De ahí que, en Puerto Rico y en los Estados Unidos, las actuaciones policiales fundamentadas en esa excepción deben ser examinadas con gran recelo y escepticismo por los tribunales.
IV. El registro de la persona
Examinado íntegramente el texto del Artículo 18 de la Constitución se extrañará, entre las reglas de aplicación concreta que aparecen en sus apartados 2, 3 y 4, una regla que prohíba expresamente los registros de la persona.
La constitución de Puerto Rico, por ejemplo, en la Sección 10 del Artículo II, establece lo siguiente:
No se violará el derecho del pueblo a la protección de sus personas, casas, papeles y efectos contra registros, incautaciones y allanamientos irrazonables.
No se interceptará la comunicación telefónica.
Sólo se expedirán mandamientos autorizando registros, allanamientos o arrestos por autoridad judicial, y ello únicamente cuando exista causa probable apoyada en juramento o afirmación, describiendo particularmente el lugar a registrarse, y las personas a detenerse o las cosas a ocuparse.
Evidencia obtenida en violación de esta sección será inadmisible en los tribunales.[29]
Por su parte, en la Cuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América se adoptó esta redacción:
No se violará el derecho del pueblo a proteger sus personas, casas, papeles y efectos contra registros e incautaciones irrazonables y no se emitirá resolución judicial que lo autorice sino en virtud de causa probable, apoyada por juramento o afirmación y que describa detalladamente el lugar a ser registrado, las personas a prenderse y las cosas a incautarse.[30]
Ambos textos reconocen, en primer lugar, la protección de la persona. ¿Podría pensarse, sin embargo, que el constituyente español quiso prohibir —siguiendo con el ejemplo utilizado hasta ahora— el registro de la cartera que el titular del apartamento 1-J del número 24 de la calle de Gaztambide tiene guardada en un armario allí ubicado, pero no le preocupó que fuera registrada cuando aquél la llevara consigo mientras paseara por la Plaza de España? ¿No le preocupó que pudieran registrarse arbitrariamente los bolsillos de su traje?
Admitir semejante despreocupación sería un terrible desacierto. Es por eso que debe insistirse en el “carácter genérico o principal” que tiene el Artículo 18.1 y el “carácter de aplicación concreta” que tienen los Artículos 18.2 18.3 y 18.4. Así no será descabellado, ni mucho menos, afirmar que el registro de la persona, cuando se soslaya —salvo en caso de flagrante delito— el consentimiento del registrado o la correspondiente resolución judicial que exige el Artículo 18.2, está prohibido tácitamente en el Artículo 18.1 de la Constitución.
La ausencia de una regla concreta y expresa forzará el retorno —aunque parcial— a la ficción reseñada por el Profesor Lucas Verdú.[31] En ella se parte del ciudadano para llegar a la protección del domicilio. Su utilización inversa nos permitirá arrancar del domicilio para encontrarnos con la persona.
Podría dejar a un lado esa ficción y apoyarme en la cláusula del Artículo 15 de la Constitución que hace referencia a los tratos inhumanos o degradantes.[32] Es ciertamente degradante que en medio de la Plaza de España o a la entrada principal del Corte Inglés —éste último ya no es un ejemplo sino un testimonio— aparezcan de repente dos oficiales a registrar en el área del vientre y de los senos de una chica, a la que finalmente no se encuentra ningún objeto prohibido o ilegalmente obtenido. La acción infructuosa de esos agentes estaba, desde luego, desprovista de motivos fundados que la justificasen. De ahí que resultase en un trato degradante de aquella chica.
Sin embargo, esta alusión al Artículo 15 me parece, aunque sea válida, demasiado artificiosa. Para lo que pretendo demostrar no hay que buscar más allá del Artículo 18. Encuentro apoyo en la sentencia del Tribunal Supremo de España de 7 de diciembre de 1983, de la que deben citarse sin recortes, por su importancia, estas líneas:
En el [Artículo 18 de la Constitución] se declara que el domicilio es inviolable añadiéndose a continuación que ninguna entrada podrá hacerse en él sin el consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito, y, por consiguiente, el análisis de este precepto parece el cauce adecuado para valorar atinadamente y delimitar de modo claro el alcance y finalidad de su prevención, lo que nos conduce a destacar que el mismo está integrado en un artículo consagrador también del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, así como el secreto de las comunicaciones, es decir, que todos estos derechos enunciados y garantizados en el precepto citado forman el bloque de lo que en conjunto es conocido en el ámbito jurídico bajo la denominación genérica de los derechos de la personalidad, en los que el eje básico sobre el que se proyectan las consecuencias de su ejercicio es la persona humana como tal, el respeto a su dignidad innata, a su independencia e intimidad, de forma que este es el bien jurídico objeto de protección mediante su consagración en el texto constitucional y la encomienda de su salvaguarda a la autoridad judicial, que les pone a cubierto de toda pesquisa, indagación o intromisión ilegítima en ellos, tendentes a vulnerar ese ámbito que tales derechos crean en torno a la persona y su intimidad para impedir injerencias arbitrarias en su vida privada [íntima] de forma que sólo en defensa de superiores intereses generales de la comunidad ha de sufrir merma temporal mediante la adopción del acuerdo oportuno adoptado por la autoridad facultada para ello por la ley.
Es decir, la intimidad de la persona es el fundamento contra toda intromisión innecesaria de la autoridad pública y sería risible pensar que sólo su domicilio está protegido contra registros arbitrarios. Me refiero, por supuesto, a una fundamentación jurídica que arranca del texto constitucional mismo y no a una fundamentación ontológica, por la que llegaríamos, más rápidamente, al mismo resultado.
Hay que reconocer, empero, la existencia de casos en los que el agente policial tiene que intervenir con el ciudadano en lugares abiertos o cuando éste se encuentre dentro de su automóvil. Estas situaciones acentúan la peligrosidad y, por consiguiente, la necesidad de proteger la seguridad del agente. En algunos casos éste tendrá que actuar con prontitud para incautar armas que puedan utilizarse en contra suya o para evitar la destrucción de prueba que posteriormente pueda presentarse en el tribunal. Sobre este aspecto habrá que ver la doctrina jurisprudencial que eventualmente vaya estableciendo el Tribunal Constitucional, la cual deberá, a mi juicio, exigir la existencia de motivos fundados en la necesidad provocada por la circunstancia específica.
V. Examen de las leyes especiales pertinentes
El patrón escogido precisó el análisis, en apartados anteriores, de los pasajes pertinentes del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Resta que nos acerquemos a la Ley de Orden Público de 1959.
En el Artículo 2 de esa ley se tipifica, como contrarios al orden público, los actos que “perturben o intenten perturbar el ejercicio de los derechos reconocidos en el Fuero de Los Españoles y demás Leyes Fundamentales de la nación, o que atenten a la unidad espiritual, nacional, política y social de España.” Es, obviamente, una definición demasiado amplia —por no decir fascista— y, por consiguiente, carente de precisión. ¿Qué es, por ejemplo, atentar contra la unidad espiritual de España?
Lo peor de la definición citada es que en el Artículo 11 de la ley, en el que se establece que la entrada al domicilio podrá realizarse sin necesidad del consentimiento del titular ni de manda-miento judicial, aparece la perturbación del orden como uno de los casos en que opera la excepción. Es decir, según este artículo se puede entrar en el domicilio de una persona que la autoridad pública considere que está atentando contra la unidad espiritual de España. Resulta clarísimo, pues, que luego de la promulgación de la Constitución, los citados artículos de la Ley de Orden Público carecen de validez.[33]
No ocurre lo mismo, para ser consecuente con la exposición previa, con su Artículo 10. En éste se pauta que “[L]a autoridad gubernativa o por órdenes concretas suyas sus agentes, podrán realizar las comprobaciones personales necesarias a fin de que no se tengan armas de fuego para cuyo uso se carezca de licencia.” Aunque sabemos que al redactarse dicho artículo, en 1959, sus autores no pensaron en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, la realidad es que el Artículo 11 de la Ley de Orden Público recoge el principio de la “necesidad” como el fundamento de aquellas actuaciones de la autoridad gubernativa. Hay que reconocer, empero, que esta interpretación es demasiado rebuscada y que los pasajes citados —así como los que hemos visto del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal— quedaron afectados por el inciso tercero de la Disposición Derogatoria de la Constitución.
Por su parte, la Ley Orgánica 4/81 de los estados de alarma, excepción y sitio dispone, en su Artículo 17.1, lo siguiente:
En los casos en que se produjera alguna calamidad, catástrofe o desgracia pública, las Autoridades gubernativas deberán adoptar por sí mismas o de acuerdo con las demás las medidas conducentes a la protección, asistencia y seguridad de las personas, bienes y lugares afectables, y darán inmediata cuenta al Gobierno para que éste resuelva lo procedente.
El Artículo 17.2, de la misma ley, reza así:
En todo caso, la Autoridad y sus agentes podrán requerir la ayuda y colaboración de otras personas y disponer de lo necesario en auxilio de las víctimas. Las resoluciones que adopten serán ejecutivas.
Aunque las disposiciones citadas son también demasiado amplias, presuponen una situación atípica o carente de normalidad, incluida entre las llamadas hipótesis de justificación que hemos visto con anterioridad. Debe subrayarse, además, que el Artículo 17.2 recoge, no sabemos si conscientemente, el mismo requisito del Artículo 8.2 del Convenio Europeo: la necesidad. Por eso me parece perfectamente válido y utilizable por la autoridad pública en los casos adecuados.
VI. Las consecuencias de la violación del domicilio
Peces-Barba ha dicho, con razón, que “La plenitud de un derecho fundamental está en que los tribunales de Justicia acojan las pretensiones que vienen apoyadas en ellos”.[34] Estas pretensiones pueden ser frente al Estado —la visión tradicional— o frente a los particulares, según se va acogiendo por la doctrina más reciente.[35] Es así, puesto que el reconocimiento de un derecho, para que sea eficaz, debe llevar ingredido un elemento de disuasión a las posibles violaciones de tal derecho.[36]
El elemento disuasivo lo encontraremos, en el caso de los particulares, en el Artículo 491 del Código Penal. Por su parte, el Artículo 191 del mismo código impone, en su apartado primero, la pena de suspensión y multa de veinte mil pesetas al “funcionario que no siendo autoridad judicial, entrare en el domicilio de un súbdito español sin su consentimiento, fuera de los casos permitidos por las leyes.” En su apartado segundo se impone la misma pena al funcionario que, no siendo autoridad judicial, y fuera de los casos permitidos por las leyes, registrare los papeles de un súbdito español y los efectos que se hallaren en su domicilio a no ser que el dueño hubiera prestado su consentimiento.”
A pesar de su aparente bondad, la redacción de ese artículo contiene una excepción peligrosa: no castiga la entrada de la autoridad judicial sin el consentimiento del dueño del domicilio. Esa excepción pudiera descansar en la idea, que no comparto totalmente, de que la autoridad judicial no viola los derechos de los ciudadanos, puesto que su función esencial es protegerlos.
Otro pasaje disonante del Artículo 191 del Código Penal es que sustituye la figura constitucional, más amplia, del “titular del domicilio”, por una mucho más reducida: la del “dueño”. Por eso pienso que el Artículo 191 debe ser examinado a la luz de la nueva realidad constitucional de España. Ello sin olvidar, por supuesto, en las posibles violaciones que se verifiquen antes de la revisión sugerida, el principio de interpretación restrictiva de la ley penal.
Debo indicar, sin embargo, que la protección mayor contra las violaciones al domicilio es, a mi juicio, la llamada “regla de exclusión de prueba”, que obliga a los tribunales a no admitir, en los procesos penales contra un ciudadano, la prueba obtenida en contravención a las normas constitucionales. Esa regla no está recogida expresamente en el ordenamiento jurídico español. Por eso, los afectados por la presentación de prueba obtenida en violación a los derechos reconocidos en el Artículo 18 de la Constitución deberán invocar el principio establecido en el Artículo 53.1:
Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1,a).
El poder judicial, vinculado por esta norma constitucional, deberá rechazar el fruto ilícito de las acciones gubernativas que hayan violado los derechos reconocidos en el Artículo 18. De ahí que, a mi juicio, llegados los momentos procesales que están reglados por los Artículos 659 y 799 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el juez no sólo deberá rechazar las pruebas que considere impertinentes sino también aquellas que se han obtenido en violación de los derechos constitucionales.
Sin embargo, el Tribunal Constitucional no piensa así. En su sentencia de 29 de noviembre de 1984, siguiendo acomodaticiamente el criterio del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, afirmó que no existe un derecho constitucional a la desestimación de la prueba ilícita y se inclinó hacia este criterio:
[Hay que ponderar] en cada caso, los intereses en tensión para dar acogida preferente en su decisión a uno u otro de ellos (interés público en la obtención de la verdad procesal e interés, también, en el reconocimiento de plena eficacia de los derechos constitucionales.)
Esta decisión coincide con el juicio de Enrique Alonso sobre la acogida, en Europa, de la “regla de exclusión de prueba”:
La exclusionary rule supone que no puede incorporarse al proceso como prueba toda aquella evidencia [sic] sobre la que el Estado haya puesto sus manos inconstitucionalmente. Su finalidad, obviamente, es la de disuadir a la policía de utilizar métodos [sic] de investigación inconstitucionales. En Europa esa regla es totalmente impensable, canalizándose la solución del problema a través de la penalización de esas actividades tipificándolas como delito, pero sin que en ningún momento den lugar a no poder aportar la prueba al proceso.[37]
Considero que el criterio europeo, seguido por el Tribunal Constitucional, relativiza peligrosamente el reconocimiento de los derechos fundamentales. De ahí que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, quien creó jurisprudencialmente la “regla de exclusión de prueba”, independientemente de sus expresiones en el caso de Janis,[38] no haya dejado de aplicarla. Mayor relevancia tiene esa regla en el ordenamiento jurídico de Puerto Rico, donde la norma jurisprudencial federal alcanzó rango de derecho fundamental.
No hay que extrañar, pues, que en un caso posterior, en el que se presenten las alegaciones necesarias, el Tribunal Constitucional adopte una interpretación más acorde con el texto de la Constitución.
Enrique Alonso es un tanto hiperbólico y pesimista —por lo menos así lo percibe un latinoamericano que aún no ha perdido la fe en la capacidad creativa de la vetusta Europa— al describir la realidad europea. Una norma tan simple y lógica como la “exclusionary rule” no puede ser “totalmente impensable” en la Europa de hoy; especialmente si se tiene presente el desarrollo de los derechos fundamentales tanto en cada uno de los países como en el ámbito comunitario. España, por ejemplo, es el único país del mundo donde existe un centro —el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Complutense de Madrid, dirigido por Gregorio Peces-Barba— dedicado al estudio de la justificación filosófica de los derechos fundamentales. El Centro de Estudios Constitucionales de Madrid dedica gran parte de sus recursos a la exégesis del Derecho positivo de los derechos fundamentales. Para los constitucionalistas españoles el Derecho constitucional no se agota, agraciadamente, en el estudio de las sentencias del Tribunal Constitucional.
VII. Conclusión
Las páginas que preceden, en las que se han examinado varios aspectos del contenido del Artículo 18 y su relación con otro: artículos de la Constitución, puede resumirse en dos puntos:
1. La Constitución ha dado al traste con el espíritu y la mayor parte del contenido material de la legislación preconstitucional que versa sobre la protección del domicilio, mientras que una pequeña parte es salvable si le son inyectadas, mediante su interpretación por el Tribunal Constitucional, los nuevos valores constitucionales.
2. Urge que el poder legislativo realice una revisión de aquella legislación y proceda a sustituirla o enmendarla según los postulados de la nueva Constitución y de la jurisprudencia que la ha interpretado. Así evitará, con mayores probabilidades, los vacíos jurídicos inmediatos que implican las declaraciones de inconstitucionalidad.
El criterio existente en el ordenamiento jurídico español para la intervención en el ámbito de intimidad de la persona debe sustituir, en una próxima revisión de la Constituci6n de Puerto Rico, el criterio menos estricto que nos gobierna ahora. Es decir, la “razonabilidad” debe ser reemplazada por la “necesidad”. Alcanzaríamos, así, ubicarnos en la situación de altura y avanzada que existe hoy, en cuanto a materia de derechos fundamentales se refiere, en el mundo europeo. Esa misma revisión debe darse en cuanto al modo en que otros derechos fundamentales han sido plasmados en nuestro ordenamiento constitucional.
Notas al Calce
* Ponencia presentada en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid, 30 mayo de 1988. El autor, igual que entonces, dedica este trabajo a los señores Manuel Enrique Jiménez, de Costa Rica, Oscar Romero, del Perú, y Juan Guillermo Riancho, de Venezuela: hermanos en el oficio, en el afecto y en la Patria latinoamericana.
** Investigador profesional en la Academia Puertorriqueña de Jurisprudencia y Legislación. Profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Puerto Rico.
[1] El título del seminario dirigido por el Profesor Marshall fue “Bill of Rights 1988; the basic problems”.
[2] John Henry Merryman, The Civil Law Tradition, California, Stanford University Press, 1981, p. 35-49.
[3]Su consecuencia más extensa es, a mi juicio, derivar del derecho a la intimidad el que tiene la mujer embarazada a abortar libremente durante el primer trimestre del embarazo y, con algunas restricciones, durante el segundo. Lo importante de la decisión —en términos de su eficacia— es que dejó suspendidas ciertas disposiciones de los códigos penales de los Estados de la Unión y del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, que penaban duramente el aborto. Véase Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973). Aunque la norma allí establecida no ha sido revocada por el Tribunal Supremo federal, sí sufrió una merma substancial —lo que hace más evidente el carácter “misterioso” de la adjudicación constitucional— en la sentencia del caso de Webster v. Reproductive Health Services, 1989 U.S. Lexis 3290.
[4] Alan F. Westin. Privacy and Freedom. Nueva York, Atheneum, 1967, p. 330.
[5] He aquí el texto de cada una de las citadas enmiendas: Primera Enmienda (1791): El Congreso no aprobará ninguna ley que establezca alguna religión o que prohíba su libre ejercicio; o que limite la libertad de palabra o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse en asamblea pacífica y a pedir al gobierno la reparación de agravios. Tercera Enmienda (1791): En tiempos de paz no se alojará a ningún soldado en casa alguna sin el consentimiento del propietario, ni en tiempo de guerra sino en el modo que lo indicará la ley. (Traducción del autor de este trabajo del texto que aparece en: Gerald Gunther. Constitutional Law. 10ma. ed., Nueva York, 1980, p. 13-9. Cuarta Enmienda (1791): Está reproducida en el escolio 30.
[6] Sobre el particular véase: Enrique Alonso García. “El iusnaturalismo en la justicia constitucional alemana y norteamericana”. En: La interpretación de la Constitución. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 255 – 270.
[7] “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.” Artículo 18.1 de la Constitución. Siempre que me refiera a “la Constitución”, sin más, la referencia es a la Constitución Española de 1978.
[8] “El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin el consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de fragante delito.” Artículo 18.2 de la Constitución.
[9] “Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial.” Artículo 18.3 de la Constitución.
[10] “La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos.” Artículo 18.4 de la Constitución.
[11] El contenido del Artículo 18.2 de la Constitución —tutelar del domicilio— tiene una fuerte raigambre en la historia constitucional de España. Así lo confirma su presencia en las Constituciones de 1812 (Art. 306), 1837 (Art. 7), 1845 (Art. 7), 1869 (Art. 5), 1876 (Art. 6) y 1931 (Art. 31), así como en el Artículo 15 del Fuero de los Españoles.
[12] Véase: Gregorio Peces-Barba. “Las fuentes de los derechos fundamentales”. En: Derechos fundamentales. 4ta. ed., Madrid, Universidad Complutense, 1983, p. 135 – 166.
[13] Oscar Alzaga. La Constitución Española de 1978 (comentario sistemático), Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 207.
[14] Ídem., p. 209-210
[15] No debe entenderse, por estas expresiones, que postulo una fundamentación historicista de los derechos fundamentales. Simplemente me refiero a la promulgación de la Constitución como un hecho histórico.
[16] Pablo Lucas Verdú. Curso de Derecho político. Madrid, Tecno, 1976, T. III, p. 148.
[17] España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.” Artículo 1.1 de la Constitución. Para una interpretación excelente de ese artículo —precisamente de quien, siendo miembro de la asamblea constituyente, lo redactó— véase: Gregorio Peces-Barba. Los valores superiores. Ira, reimpresión, Madrid, Tecno, 1986.
[18] Véase el Artículo II, Sección 10 de la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico y la Cuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, Infra, escolios 29 y 30.
[19] Artículo 55 de la Constitución:
1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y articulo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción.
2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.
La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes.
[20] supra, escolio 14.
[21] Insisto en las derivaciones jurisprudenciales, harto insospechadas, del derecho a la intimidad. De la jurisprudencia de los Estados Unidos ya he citado el famoso caso de Roe v. Wade. En Puerto Rico tenemos la decisión de nuestro Tribunal Supremo en Figueroa Ferrer v. E.L.A., 107 D.P.R. 250 (1978).
[22] Me refiero, desde luego, al Código Penal y a la Ley de Enjuiciamiento Criminal de España.
[23] Artículo 40 del Código Civil de España: Para el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones civiles, el domicilio de las personas naturales es el lugar de su residencia habitual, y en su caso, el que determine la ley de Enjuiciamiento Civil. El domicilio de los diplomáticos residentes por razón de su cargo en el extranjero, que gocen del derecho de extraterritorialidad, será el último que hubieren tenido en territorio español.
[24] El señalamiento obedece, estrictamente, a un acercamiento gramatical. No discuto que, partiendo de las convenciones de ciertos lenguajes lógicos, el texto constitucional pudiera ser correcto. Reconozco, además, que en ciertas expresiones la citada conjunción puede realizar otro tipo de función. Refiero, en cuanto al aspecto gramatical, a los señalamientos en: María Moliner. Diccionario de uso del español. Reimpresión. Madrid, Gredos, 1987, T. II, p. 537.
[25] Hay que reconocer, desde luego, que aunque la expresión utilizada por el constituyente español carece de corrección gramatical, no adolece de aquello que los gramáticos denominan “propiedad”
[26] Nótese, sin embargo, que nuestras Reglas de Procedimiento Criminal no contienen ninguna norma que requiera las mismas exigencias que los citados artículos 569 y 572 de la ley española de enjuiciamiento criminal
[27] El Profesor Chiesa ha publicado recientemente un excelente artículo en el que resume, con la perfección a que nos tiene acostumbrados, la jurisprudencia puertorriqueña más reciente. El artículo es, al mismo tiempo, un repaso de las doctrinas concernientes al tema que nos ocupa. Véase: Ernesto L. Chiesa Aponte. “Apuntes sobre jurisprudencia reciente del Tribunal Supremo [de Puerto Rico] en la zona criminal”. 58 Rev. Jur. U.P.R. 19 (1989). Hay que destacar, además, el también reciente trabajo de la Profesora Resumil. Véase: Olga E. Resumil de Sanfilippo. “En nombre del debido proceso de ley…La garantía constitucional de los derechos individuales a través del Derecho penal sustantivo y la etapa investigativa del proceso penal”. 58 Reo. Jur. U.P.R. 135 (1989).
[28] 428 U.S. 433 (1976).
[29] El constituyente puertorriqueño siguió tan de cerca la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos que tradujo “euidence” por “evidencia”, cuando lo correcto era traducirlo por “prueba”. La locución “evidencia” tiene, en la lengua castellana, una connotación distinta. De ahí que los hispanoparlantes digamos que “lo evidente no se prueba”. No hago mención de la utilización incorrecta del gerundio que, por razón del efecto empobrecedor del inglés en el español de Puerto Rico, constituye ya la orden del día en nuestros textos jurídicos.
[30] Traducción del autor de este trabajo del texto que aparece en Gerald Gunther. Op. cit., p. 13-9.
[31] Infra, escolio 16.
[32] Artículo 15 de la Constitución: Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún momento, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra.
[33] El inciso tercero de la Disposición Derogatoria de la Constitución establece: ‘[Q]uedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución.”
[34] Gregorio Peces-Barba, Derechos fundamentales, citada, p. 182-183.
[35] El Profesor Pedro de Vega ha ofrecido cursos, tanto en la Universidad Complutense de Madrid como en el Centro de Estudios Constitucionales, dedicados al tema de la eficacia frente a terceros de los derechos fundamentales. Se espera que muy pronto publique los resultados de su investigación y de sus reflexiones. Su postura es, en resumen, que la visión tradicional hace prácticamente inexistentes los derechos fundamentales, puesto que son los particulares quienes más oportunidad tienen para violar tales derechos. En Puerto Rico, el Tribunal Supremo no ha dudado en reconocer que la protección constitucional de ciertos bienes jurídicos opera más allá del simple ámbito gubernativo. Arroyo v. Rattan Specialties, Inc., 117 D.P.R. 35 (1986) y Colón v. Romero Barceló, 112 D.P.R. 573 (1986). La doctrina jurisprudencial federal relativa a la “state action” es, en parte, un artificio con esa misma finalidad.
[36] No es que pretenda apoyar la concepción kelseniana que identifica la norma jurídica con la sanción, aunque si considero que ésta puede ser el elemento de disuasión a que me refiero.
[37]Enrique Alonso García “Los efectos formales de la declaración de inconstitucionalidad en el sistema constitucional norteamericano”, Revista Española de Derecho Constitucional, Año 2, núm. 6, 1982, p. 247.
[38] supra, escolio 27.