La nueva Ley de la Judicatura y la competencia obligatoria
La nueva Ley de la Judicatura y la competencia obligatoria del Tribunal Supremo: Algunas jorobas de un solo camello
Lcdo. José J. Álvarez González
A la doctora Genoveva González Pena, Catedrática Jubilada del Recinto Universitario de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico, quien, entre muchas otras cosas, me enseñó con el ejemplo a amar el conocimiento y a buscar la verdad, y durante cuyo proceso de enfermedad, agonía y muerte, comencé a escribir estas cuartillas.
A mi madre, con mi amor eterno.
En la actualidad preparo un estudio de la Ley de la Judicatura de 1994. Hoy presentaré un resumen de los eventos que la precedieron y un apretado análisis de las disposiciones que aumentan la competencia obligatoria del Tribunal Supremo.
En 1952, Charles Clark y William Rogers publicaron, en el Yale Law Journal, una elegía sobre nuestra Ley de la Judicatura de ese año, a la que llamaron “la más completa realización hasta entonces del ideal de un sistema judicial moderno y eficiente”.
Hace tres meses entró en vigor una nueva “Ley de la Judicatura”. Dudo que pronto se publique una elegía similar de esta ley. Y es que a esta ley le aplica el proverbio norteamericano, “Un camello es un caballo diseñado por un comité”. Hoy exploraré algunas de las muchas jorobas que adornan a este curioso dromedario.
El tema es apropiado para esta ocasión. Esta Academia ha propuesto reformas a nuestros principales cuerpos de ley. Como señaló su Presidente, la nueva reforma judicial hecha a toda prisa, sin atender los reclamos de la judicatura y a espaldas de los expertos en la materia, es un ejemplo paradigmático de cómo no legislar. Su potencial de impacto negativo es enorme, y ya comienza a sentirse. Es improbable que la administración que la gestó pueda vivir con ella, una vez crea haber logrado su principal objetivo: tomar control de la Rama Judicial. Así pues, debemos prepararnos para una reforma de la reforma.
I. Antecedentes a la Ley de la Judicatura de 1994:
Cómo aquellos Barros Trajeron estos Lodos
La cronología de eventos que culminaron en la nueva ley puede caracterizarse así: las buenas ideas de 1987 fueron parcialmente adoptadas y modificadas en 1992, por razones que suscitan suspicacia, para, a su vez, acogerse finalmente en 1994, con malas modificaciones y dentro de un clima de la peor suspicacia. Aunque se trata de historia reciente, debemos recordarle. De lo contrario, nos exponemos a revivirla. A. El informe de la Comisión de 1987 En 1986 el Juez Presidente Pons nombró una Comisión para explorar una reforma de nuestro sistema judicial. Un año después, la Comisión rindió su informe. Entre sus recomendaciones se destacaban:
1) consolidar el Tribunal de Instancia;
2) delegar al Tribunal Supremo, sujeto al veto legislativo, la selección de las sedes de instancia;
3) abolir el cargo de juez municipal; y
4) crear un recurso de apelación y una estructura apelativa para revisar toda sentencia de instancia.
El informe fue muy mal recibido por el Tribunal Supremo. El Tribunal creó un Comité para estudiarlo, que nunca rindió un informe. El asunto se engavetó porque una mayoría del Tribunal se oponía a la reforma.
B. La creación del Tribunal de Apelaciones en 1992, y su vida, pasión y muerte
El Gobernador Hernández Colón no tocó el tema en los primeros seis años de su segunda ronda en el poder. Antes bien, en 1991 se aprobó una ley reñida con la idea de unificar el Tribunal de Instancia, que amplió las competencias de los Tribunales de Distrito y Municipal. Pero en el año electoral de 1992 la justicia apelativa abruptamente halló un espacio en la hornilla ejecutiva. Ésta es la historia de cómo una buena idea puede fracasar por la apariencia de motivaciones impropias de quienes la adoptan.
En ese año, el candidato Pedro Rosselló propuso una reforma judicial para unificar el Tribunal de Instancia y crear un tribunal apelativo. Es obvio que el informe de 1987 era la fuente de esas ideas. Dos meses después el Gobernador propuso un tribunal apelativo. También parece obvio que el anuncio de Rosselló dio impulso a este plan de Hernández Colón en la undécima hora de su administración. Aunque me informan que Hernández Colón consideraba esta posible reforma desde fines de 1991,11 la realidad es que la decisión de emprenderla no se tomó sino hasta después del anuncio de Rosselló.
Mi crítica a esa actuación no es en sus méritos, que apoyo, sino por el momento y forma en que se tomó. En un reciente discurso, dijo Trías: “Fuese juiciosa o no la estructuración del Tribunal de Apelaciones en el momento en que se llevó a cabo, su supresión en 1993 bajo el pretexto de que su continuada existencia obstaculizaba la reforma en gestación, fue un acto carente de fundamento”.
Concuerdo con Trías en que la abolición del Tribunal de Apelaciones fue injustificada. Pero es necesario contestar su primera interrogante: la creación de ese Tribunal en aquel momento no fue un acto juicioso.
Esta actuación recuerda un suceso similar en el sistema federal. El Acta Judicial de 1789 creó unas cortes de circuito, pero no les asignó jueces propios; funcionarían con una combinación de jueces de distrito y del Tribunal Supremo. Eso conllevaba largos viajes para los jueces del Tribunal Supremo. La solución era obvia: dar jueces propios a esas cortes. La administración de John Adams finalmente lo hizo, pero sólo tras perder las elecciones, a un mes de entregar el poder a Thomas Jefferson. Como dictaminaron Frankfurter y Landis, esa reforma “combinó una preocupación seria por la judicatura federal con una preocupación egoísta por el Partido Federalista”. Jefferson derogó la ley inmediatamente. La consecuencia de la actuación de Adams fue terrible. Tardó casi setenta años el Congreso en dotar a las cortes de circuito de jueces propios.
La consecuencia de la actuación de Hernández Colón fue igualmente seria: incrementó una deprimente guerra político-partidista sobre la estructura de nuestro sistema judicial y sobre las motivaciones de sus jueces. El origen de algunas medidas de la nueva ley se encuentra en la Ley de 1992.
Esa actuación era innecesaria. Si la ley hubiera entrado en vigor al año siguiente, si Hernández Colón se hubiera abstenido de hacer nombramientos al nuevo Tribunal o hubiera nombrado sólo a una minoría de sus miembros, es probable que aquel Tribunal estuviera hoy vivo. La actuación del Gobernador, sin embargo, selló su suerte e innecesariamente atribuló a los muy capaces juristas a quienes nombró a su estrado. Esos jueces demostraron que es posible lograr justicia apelativa rápida con niveles de excelencia. Pero eso no bastó para salvar a una institución que nació con una herida mortal.
Los reparos al nuevo Tribunal no se limitaron al candidato Rosselló. Otra vez fue evidente que una mayoría del Tribunal Supremo se oponía a la nueva corte. La pugna entre las ramas políticas y el Tribunal Supremo produjo dos tristes episodios, uno de hechura legislativa, el otro de hechura judicial.
Ante sugerencias de que algunas de sus disposiciones podían ser inconstitucionales, la ley de 1992 incluyó, en vez de la usual cláusula de separabilidad, una inusitada cláusula de indivisibilidad, según la cual si se invalidaba alguna de sus partes la ley completa caducaría. Como la ley también aumentó el salario de los jueces del Tribunal Supremo,esa cláusula podía entenderse como un intento de chantaje al Tribunal. No es coincidencia que la nueva Ley incluya una cláusula idéntica,a la par que también aumenta el salario de los jueces. Así, dos administraciones sucesivas han creado una nueva forma de legislar, reservada para leyes sobre el Poder Judicial.
El episodio de hechura judicial se produjo cuando el Tribunal Supremo anunció que bajo la Constitución sólo sus actuaciones constituyen precedentes, apoyándose en su carácter de corte de última instancia y en el mandato del sistema unificado. El Tribunal retuvo la prerrogativa de decidir qué actuaciones del Tribunal de Apelaciones se publicarían y rehusó permitir que ese Tribunal funcionara en banc en casos apropiados.
Ambas actuaciones fueron equivocadas. En primer lugar, la Constitución no confiere al Tribunal Supremo un monopolio sobre la doctrina del precedente. En segundo lugar, la reunión en banc del Tribunal de Apelaciones en casos apropiados hubiera promovido la mayor uniformidad y peso crítico de sus decisiones, convirtiéndola en una corte poderosa y digna de atención. Pero el Tribunal Supremo evidentemente no quería eso. Ante la ausencia de fundamento jurídico para sus aseveraciones, sólo puedo concluir que el Tribunal Supremo no deseaba que se difundieran otras voces dentro de nuestra judicatura. La mejor prueba es que jamás publicó una sola decisión del Tribunal de Apelaciones. Con esos truenos el joven Tribunal de Apelaciones se enfrentó a la administración de Jefferson.
Rosselló había prometido abolir ese Tribunal si resultaba electo, a pesar de su promesa de campaña de crear un organismo similar. No obstante, antes de ocupar el poder, Rosselló anunció que no derogaría la ley, sino que propondría enmiendas. Pero, simultáneamente, el futuro Presidente del Senado propuso abolir ese Tribunal y aumentar a nueve los jueces del Tribunal Supremo. Así, con un libreto que recuerda la técnica de interrogatorio del buen y el mal policía, se colocó sobre el tapete una posible componenda para salvar al Tribunal de Apelaciones. El Juez Presidente Andréu inmediatamente rechazó el aumento en la plantilla del Tribunal Supremo. Por desgracia, algunas de sus acciones posteriores no serían tan tajantes.
La marcha fúnebre para el Tribunal de Apelaciones sonó de nuevo tras el cambio de gobierno. El presidente del Senado clamó otra vez por su abolición. El Gobernador ahora lo apoyó y anunció que crearía una comisión de juristas para elaborar una reforma judicial.
El libreto continuó. Tras una reunión con el Juez Presidente, el Gobernador anunció un nuevo volte face: no aboliría el Tribunal de Apelaciones, sino que crearía la comisión de reforma. Pero ésta no sería ya un cuerpo de juristas, sino que se compondría del Gobernador, el Secretario de Estado, los presidentes de las cámaras, el Juez Presidente y dos miembros designados por el Gobernador. Así, contrario a la comisión de expertos de 1952, la de 1993 estuvo dominada por figuras claves del gobierno, con otras responsabilidades prioritarias y cuya preparación y compromiso para emprender una reforma seria no era evidente.
Tras un censurable primer acuerdo que habría restringido al Tribunal de Apelaciones a casos penales, el consenso en el seno de la Comisión se quebró. Finalmente, el Gobernador propuso abolir ese Tribunal, tildándolo de obstáculo a la reforma, un argumento poco menos que incoherente. Las Cámaras accedieron gozosas. En su exposición de motivos, la ley de 1993 sugirió que tal vez no era necesario un tribunal apelativo y que no debía imponerse “a la Rama Judicial y al Pueblo en general, una estructura judicial sin consulta previa y en contra de los deseos y los mejores intereses de la Judicatura y de la comunidad”. En tan sólo un año el viento se llevaría esas palabras.
C. El preludio a la aprobación de la Ley de la Judicatura de 1994
Para facilitar la aprobación de una nueva ley, a fines de 1993 otra ley autorizó al Gobernador a someter a las Cámaras un plan de reorganización judicial, al que se daría trámite expedito.
Mientras tanto, continuaron las discrepancias entre el Juez Presidente y miembros de la comisión. En la más sonada de ellas, algunos miembros adujeron, y el Juez Presidente negó, que este último se había comprometido a gestionar un aumento del Tribunal Supremo a nueves jueces, a cambio de que se restituyera el Tribunal de Apelaciones y no se presentara la enmienda constitucional.
La composición del Tribunal Supremo interesó mucho a la administración de Rosselló, que diseñó cuatro cursos de acción para permitir al Gobernador hacer nombramientos inmediatos a ese Tribunal.
Primero, el Gobernador intentó que el propio Tribunal le entregara dos nombramientos, al anunciar que acogería una solicitud de éste para aumentar sus jueces.
Segundo, una enmienda a la Ley de Retiro redujo los requisitos para que los jueces del Tribunal se jubilen con pensión completa. Así, se invitó a por lo menos dos jueces a retirarse inmediatamente sin consecuencias económicas. Tercero, cuando nada funcionó, se aprobó una Ley de la Judicatura que, como veremos, con toda premeditación abultó el calendario del Tribunal Supremo. Finalmente, la administración propuso la enmienda constitucional.
Después de abolirse el Tribunal de Apelaciones, el Senador Rexach anunció una nueva versión de esa enmienda: aumentar a once los jueces del Tribunal Supremo. El mensaje subliminal era claro: o nos entregan dos nombramientos pacíficamente, o les arrebatamos cuatro.
En respuesta a esta versión tropical del “Court Packing Plan”, el Juez Presidente solicitó la intervención del Gobernador para evitar una crisis constitucional. El Gobernador se negó, y acusó al Tribunal de precipitar la crisis. Al día siguiente, sin embargo, el Gobernador retomó el libreto policíaco y expresó que la enmienda era una iniciativa del Senado, sobre la que él no tenía una posición definitiva. Sobre este tema, el Gobernador asumiría las más diversas posturas.
Luego se presentó en Jájome una reunión de la comisión, que produjo un nuevo acuerdo: habría una reforma de consenso, que unificaría los tribunales de instancia y crearía la figura del magistrado y un tribunal de apelaciones. El Gobernador anunció que era posible que esa reforma pudiera implantarse a todos los niveles sin necesidad de una enmienda constitucional.
Esto, razonablemente, llevó a la prensa a afirmar que el Tribunal Supremo solicitaría el aumento de sus jueces. La próxima reacción pública del Juez Presidente pareció confirmarlo, cuando respondió con “Esa posibilidad siempre existe” a una pregunta sobre si anticipaba el aumento. Recuérdese que el Juez Presidente había rechazado esa solución en al menos tres ocasiones anteriores.
La situación hizo crisis en la Conferencia Judicial de 7 de abril de 1994. Curiosamente, ese mismo día el Gobernador afirmó que los catorce jueces de apelaciones serían parte de cualquier organismo similar futuro, otro asunto sobre el que daría incontables vueltas.
La Conferencia Judicial no le fue bien al Juez Presidente. El informe de la comisión del Tribunal, aunque con diferencias de matices, en esencia apoyó las principales propuestas de la comisión del Gobernador. La reacción negativa de la mayoría de los participantes en la Conferencia fue tal, que poco después seis de los siete jueces del Tribunal Supremo, su Presidente inclusive, rechazaron el Plan de Reorganización. La reacción de las ramas políticas fue revivir los planes para enmendar la Constitución.
El rechazo del Tribunal al Plan de Reorganización puede estar justificado. Pero no se justifica que predicara ese rechazo en la ausencia de estudios empíricos. El informe de la Comisión de 1987 contenía información estadística valiosa. En esa ocasión, uno de los jueces también criticó aquel informe porque, a su juicio, carecía de estudios empíricos. Si el Tribunal compartía esa opinión, lo procedente era ordenar que tales estudios -cuya naturaleza nunca se ha descrito- se realizaran. Los siete años de inacción del Tribunal reflejan un rechazo intuitivo a cualquier reforma; la alegada falta de estudios empíricos luce como mero pretexto.
Tras un proceso acelerado, en el que se presentaron enmiendas para congestionar aun más al Tribunal Supremo, finalmente se aprobó la nueva Ley. Veamos ahora algunas de las jorobas de ese camello.
II. La Ley de la Judicatura de 1994: Crónica de Algunas Jorobas del Camello
Puerto Rico ha contado con cinco distintas estructuras judiciales en cinco años consecutivos. Lo que sigue no es un trabalenguas ni una broma. Parafraseando a Trías, “[e]l género al que verdaderamente pertenece este [relato] es al del cuento de miedo”.
En 1990 había un Tribunal Supremo, que revisaba a cuatro agencias administrativas, a los registradores de la propiedad y a un Tribunal Superior, el que, además de ser tribunal de instancia, también revisaba a las demás agencias y a un Tribunal de Distrito. Había, además, unos jueces municipales cuya posición en la estructura judicial era incierta.
En 1991 había un Tribunal Supremo, que revisaba a los registradores y a un Tribunal Superior, el que, además de ser tribunal de instancia, también revisaba a todas las agencias, a un Tribunal de Distrito y a un Tribunal Municipal.
En 1992 había un Tribunal Supremo, que revisaba a un Tribunal de Apelaciones de 15 jueces en dos secciones geográficas, que a su vez revisaba a cuatro agencias, a los registradores y a un Tribunal Superior, el que, además de ser tribunal de instancia, también revisaba a un Tribunal de Distrito, a un Tribunal Municipal y, en su sala de San Juan exclusivamente, a las demás agencias.
En 1993 había un Tribunal Supremo, que revisaba a cuatro agencias y a un Tribunal Superior, el que, además de ser tribunal de instancia, también revisaba a un Tribunal de Distrito, a un Tribunal Municipal y a las demás agencias, aunque ya no exclusivamente en su sala de San Juan.
En 1994, con vigencia en 1995, hay un Tribunal Supremo que revisa obligatoriamente a, por lo menos nueve, si no todas, las agencias del país, a los registradores y, a menudo también de forma obligatoria, a un Tribunal de Circuito de Apelaciones de 33 jueces ubicado en una sola zona geográfica pero dividido en once paneles para atender siete zonas geográficas. Ese Tribunal de Apelaciones revisa a unos Jueces Superiores que están asistidos por unos Jueces Municipales de nuevo nombramiento, quienes no pueden resolver controversias con carácter final. Por los próximos ocho años ese Tribunal de Apelaciones también revisará a un Tribunal de Distrito que constituye una subsección de la sección única llamada Tribunal de Primera Instancia y que tiene competencia sobre ciertos casos, sobre los que también tienen competencia concurrente los Jueces Superiores. Ese Tribunal de Apelaciones también revisará durante los próximos cinco años las sentencias que emitan aquellos Jueces Municipales cuyo término en el cargo no haya expirado, en aquellos casos en que éstos tengan competencia, sobre los cuales también tienen competencia concurrente los Jueces Superiores y de Distrito.
Evidentemente, las ramas políticas se han mantenido muy pendientes de la Rama Judicial durante los últimos años. Lejos de tratarse de una virtud, esa atención evoca el grito de desesperación de una famosa balada: “Ay, amor, ya no me quieras tanto”.
La nueva Ley realizó serios cambios en nuestra estructura judicial. Me limitaré hoy a la enorme y nueva competencia obligatoria del Tribunal Supremo.
A. La Competencia Apelativa Obligatoria del Tribunal Supremo
El Tribunal Supremo es el gran perdedor en esta reforma judicial. Para intentar obligarlo a solicitar un aumento en su plantilla, primero, y para justificar la enmienda constitucional, después, la Ley lo abarrotó de casos potenciales.
El Plan de Reorganización ya perseguía ese objetivo. Pero la Ley fue más allá. La Ley estableció seis distintos recursos de apelación ante el Tribunal Supremo.
Desde 1958, la tendencia fue hacia una reducción de la competencia obligatoria del Tribunal Supremo, que culminó con su completa abolición en 1992, salvo los casos constitucionales. Los dos estatutos judiciales de este cuatrienio marchan en dirección contraria a esa justificada tendencia.
La nueva ley es un retroceso aún mayor por otra razón. La Ley de 1952 abolió la doble apelación. Según Clark y Rogers, ése fue uno de sus principales logros. Consecuentemente el Tribunal Supremo rechazó cualquier modalidad de doble apelación porque permitirla violaría, en palabras del Juez Saldaña en Borinquen Furniture v. Tribl. de Distrito, “uno de los principios básicos de la organización judicial en Puerto Rico”. El Juez Saldaña añadió: Fue necesario poner fin a la práctica de apelaciones múltiples porque obviamente éstas constituyen “…un despilfarro económico y ponen en peligro la confianza que deben tener los ciudadanos en los tribunales…”.
Para incurrir en despilfarro económico, para poner en peligro la confianza ciudadana en los tribunales, o por la más crasa ignorancia, la nueva Ley consagra tres, y tal vez hasta cuatro, modalidades de doble apelación. Con ello hemos retrocedido a 1952. Veamos ahora los seis recursos de apelación. Para abreviar, limitaré mis comentarios en torno a los primeros dos recursos.
El primero, el recurso en casos constitucionales, es realmente innecesario, salvo cuando instancia haya declarado inconstitucional una ley. Para los demás casos, bastaría con el recurso general de apelación al Circuito, seguido de un recurso discrecional ante el Tribunal Supremo.
El segundo, disponible para conflictos entre decisiones del Circuito, establece la primera segura modalidad de doble apelación. Pero se trata de un recurso inútil que el Tribunal Supremo aceptará en los mismos casos en que habría expedido un recurso discrecional.
3 y 4 Decisiones de ciertas (¿todas?) agencias administrativas. Uno de los ejemplos más claros de pobre redacción en la nueva Ley se encuentra en los incisos d) y e) del artículo 3.002:
El inciso d) encomienda al Tribunal Supremo la revisión de cuatro agencias: Junta Azucarera, Junta de Salario Mínimo, Junta de Relaciones del Trabajo y Comisión Industrial. A esas agencias les llamo “las agencias gitanas” porque hasta 1990 las revisaba el Tribunal Supremo, en 1991 el Tribunal Superior, en 1992 el Tribunal de Apelaciones y en 1993 regresaron al Tribunal Supremo.
El inciso e) encomienda al Tribunal Supremo revisar a las agencias que “hasta la vigencia de esta Ley debían ser revisadas por el Tribunal Superior Sala de San Juan”. Parecería que el legislador debió economizar tinta y decir que el Tribunal Supremo revisará a todas las agencias. El cuadro, sin embargo, es más complejo, y más triste.
Según el Plan del Gobernador, el nuevo tribunal apelativo revisaría las decisiones de las cuatro agencias gitanas, así como las de “una agencia administrativa sujeta a revisión hasta ahora por el Tribunal Superior, Sala de San Juan”. El memorial explicativo del Plan es claro: se quería conferir al tribunal apelativo competencia sobre todas las agencias. Pero el lenguaje del Plan no cumplía ese cometido estrictamente, debido a un grave error de su redactor.
El Plan siguió muy de cerca la Ley de 1992. Su redactor copió el lenguaje de esa ley, con tan sólo una modificación: encomendó la revisión de las agencias al tribunal apelativo, en vez de a los Jueces Superiores. No se percató de que, tras la ley de 1993, ya la sala de San Juan del Tribunal Superior no revisaba a todas las agencias; la revisión correspondía a la sala dispuesta en la ley orgánica de cada agencia o, en su defecto, a la del lugar donde surgió el caso. El legislador no corrigió este error. Sólo enmendó el Plan para encargar la supervisión de las agencias al Tribunal Supremo.
Las actuaciones del Tribunal Supremo sobre este asunto son tema aparte. En la versión original de su nuevo Reglamento, aprobada el 13 de enero de 1995, el Tribunal pareció entender -correctamente- que la nueva ley le había encomendado competencia apelativa obligatoria sobre todas las agencias. Posteriormente, sin embargo, el Tribunal encontró lo que le pareció una escapatoria perfecta del castigo que el legislador le había deparado. El Tribunal interpretó la Ley de 1994 casi literalmente, hizo una investigación jurídica y concluyó que sólo cuatro agencias eran revisables exclusivamente por el Tribunal Superior, sala de San Juan, en la fecha en que entró en vigor la Ley de 1994. Esas cuatro agencias, según el Tribunal, eran: la Comisión de Servicio Público, la Administración de Compensación por Accidentes de Automóviles, la Comisión de Investigación, Procesamiento y Apelación y la Comisión para Ventilar Querellas Municipales. El Tribunal reveló esta interpretación mediante la duodécima de las dieciséis órdenes administrativas que el Juez Presidente adoptó entre el 20 de enero y el 1 de febrero de 1995, y a través de anuncios en la prensa que se comenzaron a publicar el 24 de enero de 1995, día en que entró en vigor la nueva Ley.
Posteriormente, el 27 de enero de 1995, se enmendó la Orden Administrativa XII. La enmienda consistió en añadir, tras el listado de agencias, el siguiente texto: “y de cualquier otra agencia administrativa que por Ley específicamente se disponga que los recursos contra las decisiones finales de la agencia se presentarán y atenderán en la Sala de San Juan del Tribunal Superior”.
Con este texto enmendado, el Tribunal reconoció que otras agencias administrativas innominadas están bajo su competencia apelativa. La Directora Administrativa de los Tribunales notificó a los jueces esta versión enmendada de la Orden XII mediante un memorando fechado 30 de enero de 1995. Muy posteriormente, el 22 de febrero de 1995, hizo su aparición una versión enmendada del Reglamento del Tribunal, que recoge y fundamenta la nueva posición con respecto a este tema. En el comentario a la Regla 18 enmendada, que anuncia que la enmienda se produjo el 23 de enero de 1995, el Tribunal diserta largamente sobre su nueva interpretación. Otro tanto hace el Preámbulo a las “Reglas de Transición sobre la Aplicación del Reglamento”, a la par que la Regla 1(c) de esas Reglas, en versión enmendada, recoge la nueva interpretación.
La interpretación estatutaria del Tribunal -contraria a la intención legislativa- es ingeniosa, pero incompleta y acomodaticia, por dos razones. En primer lugar, la versión original de la Orden XII era claramente equivocada, como con su posterior enmienda tácitamente reconoció el propio Tribunal. No es cierto que sólo las cuatro agencias que el Tribunal identificó el 23 de enero de 1995 eran revisables exclusivamente por la sala de San Juan del Tribunal Superior. Con la ayuda de una reciente obra del doctor José Cuevas Segarra, he identificado treinta y tres (33) otras tales situaciones. Por ende, bajo su propia interpretación, el Tribunal Supremo debe revisar a muchas otras agencias y funcionarios. Entre ellos figuran el Comisionado de Instituciones Financieras, el Jefe de Bomberos y una buena parte de las juntas examinadoras, tales como las juntas de operadores de plantas de tratamiento de aguas, de veterinarios, de nutricionistas y dietistas, de decoradores, de operadores de maquinaria pesada, de podiatras y de ópticos.
En segundo lugar, para dar a la ley un significado literal estricto, el Tribunal debió interpretar que serán apelables ante él todas las decisiones administrativas que antes revisaba la sala de San Juan, ya fuera mediante competencia exclusiva o meramente territorial. Por supuesto, esta interpretación llevaría a resultados absurdos. Pero la interpretación del Tribunal Supremo es literal sólo en aquello que conviene a su muy comprensible -pero antijurídico- interés por librarse del castigo legislativo.
Esta disputa no ha terminado. Penden ante las Cámaras dos proyectos de administración que, sin duda, obligarían al Tribunal Supremo a revisar a todas las agencias. Los poderes políticos parecen empeñados en que se respete su voluntad original. ¿Qué puede motivar este reiterado designio? Concibo dos posibles explicaciones. Una, la más sencilla y la más probable, es que se desea castigar al Tribunal Supremo sin importar las consecuencias, al menos mientras éste retenga su actual composición. La segunda explicación es aún más maquiavélica. Alguien puede desear que el Poder Ejecutivo gobierne con las menores ataduras posibles. Tras fallar el “Court Packing Plan”, puede haber interés en que la Rama Judicial no pueda fiscalizar eficazmente el cumplimiento del Poder Ejecutivo con la ley. De ahí el “Court Congesting Plan”.
La doctrina de delegación al ejecutivo de funciones legislativas y judiciales requiere estándares inteligibles que constriñan la discreción ejecutiva, así como que la judicatura esté disponible para fiscalizar el cumplimiento con esos estándares y para revisar las adjudicaciones individuales. Si la disponibilidad del Poder Judicial es más aparente que real, porque está atiborrado de casos, el Ejecutivo puede funcionar con máxima eficiencia, sin las ataduras que supone el principio de legalidad. Haya o no contemplado el legislador este escenario, ésa puede ser la consecuencia de esta medida. Obligar al Tribunal Supremo a ser el único revisador de todo el aparato administrativo del Estado, en la práctica alejaría peligrosamente a nuestra democracia del imperio de la ley.
5) Sentencias del Tribunal de Circuito que hayan revocado una sentencia o resolución de instancia.Este recurso crea la segunda modalidad de doble apelación. Pero éste sí generará una buena cantidad de casos. Su operación más obvia es en casos en que se apele al Circuito de una sentencia final de instancia y ese Tribunal revoque la sentencia original. La parte afectada por la revocación tiene derecho a que el Tribunal Supremo atienda su caso. Pero este recurso denota una visión poco sofisticada del proceso judicial. La primera pregunta que se suscita es: ¿qué quiso decir el legislador cuando usó el término “revoca[r]”? ¿Se requiere que el Circuito revoque por completo a instancia? ¿O procede la apelación siempre que el Circuito altere en algún extremo la sentencia original? La primera solución produciría un número de apelaciones mucho menor que la segunda.
Me atrevo a predecir que el Tribunal adoptará la primera alternativa, e interpretará que “revocación” significa dejar sin efecto alguno la sentencia de instancia. Varias interpretaciones que el Tribunal ya ha hecho de la nueva Ley sugieren que, en caso de la menor duda, acogerá la opción que reduzca el tamaño de su competencia obligatoria.
Otro problema con este recurso es que al incluir el término “resolución”, el legislador obligó al Tribunal Supremo a resolver ciertos asuntos sobre cuya atención dio discreción al Circuito. Sólo concibo dos explicaciones para tan terrible dislate. Primero, que en esta disposición el afán por congestionar al Tribunal Supremo halló su máxima expresión. Segundo, que quien incluyó la palabra “resolución” en la Asamblea Legislativa no conoce la diferencia entre ese término y el de “sentencia”.
Una resolución es, por definición, interlocutoria. En nuestro sistema, distinto del federal, siempre se ha permitido la revisión de los incidentes interlocutorios. Pero, en reconocimiento de las razones que apoyan la regla federal de sentencia final -evitar dilaciones y costos innecesarios-, esa revisión interlocutoria siempre ha sido discrecional para todo tribunal revisador. El criterio rector para ejercer esa discreción es si la revisión adelantará el proceso en instancia o si, por el contrario, significará un retraso porque no afectará el resultado final.
La nueva ley privó al Tribunal Supremo de discreción sobre si conviene revisar una decisión apelativa que “revocó” una decisión interlocutoria de instancia. El potencial de esta norma para dilatar la adjudicación final de los pleitos es enorme, máxime si se considera que el Tribunal Supremo ya está extraordinariamente recargado de toda otra serie de asuntos.
6) Sentencias del Tribunal de Circuito que hayan confirmado condenas penales que conlleven restricción de libertad. Este último recurso promete ser la doble apelación más popular de nuestra historia. Quien sea hallado culpable de delito y reciba una sentencia que restrinja su libertad, goza del derecho a apelar dos veces. Primero, ante tres jueces de circuito. Si esos jueces no la liberan, esa persona tiene derecho a que otros siete jueces opinen. En total para restringir finalmente la libertad de una persona podría necesitarse la intervención sucesiva de once jueces de tres niveles. No comprendo por qué tanta generosidad con los condenados más allá de toda duda razonable, en medio de la auto-declarada guerra contra el crimen, y en una ley que reclama como objetivos, los de combatir el crimen y acelerar el trámite de los casos. Las personas condenadas por cometer delitos son probablemente las grandes ganadoras de la reforma judicial de 1994.
III. El Impacto de la Competencia Obligatoria del Tribunal Supremo sobre su Labor y la de los Tribunales Inferiores
Las estadísticas revelan que tras la abolición del Tribunal de Apelaciones, el calendario del Tribunal Supremo comenzó a congestionarse de nuevo. Si a esto se añade el efecto de su nueva competencia obligatoria, debemos prepararnos para una congestión sin precedentes. La congestión en un tribunal de última instancia tiene efectos sistémicos, particularmente cuando están atascados un buen número de recursos interlocutorios.
El efecto de la congestión va más allá de las estadísticas. Un tribunal congestionado es, por naturaleza, menos propenso a dar la atención debida a su fundamental función de pautar el derecho. Eso también tiene efectos sistémicos, pues la incertidumbre jurídica promueve la litigación. Y la función de pautar el derecho igualmente sufre cuando el tribunal congestionado carece de discreción para rechazar un buen número de los asuntos que le llegan. La tendencia natural es a reducir la tasa de expedición de los recursos discrecionales, para atender los obligatorios.
En fin, la nueva competencia obligatoria tendrá la doble consecuencia de congestionar aún más al Tribunal Supremo y desmerecer su carácter de órgano rector del derecho del país. Coyunturas como ésa, se sugirió hace veinte años, dirigen a un sistema judicial “a la desintegración del Derecho y su autoridad”.
IV. Conclusión
El largo proceso que condujo a la nueva Ley de la Judicatura es muy aleccionador. Dos administraciones sucesivas han convertido a la Rama Judicial en ficha de un juego muy peligroso, que la percibe como una agencia más sujeta a los vaivenes electorales. El propio Tribunal Supremo no resistió la tentación de participar en ese juego y se comportó como un grupo de interés más. Su Presidente cometió el grave error de participar en una comisión de políticos que tenía una agenda previa, políticamente motivada. El método judicial no es exportable a ese tipo de organismo; la participación judicial en ese tipo de organismo desmerece los ejercicios futuros del método judicial.
Estos errores no se deben repetir, por el bien de nuestro maltrecho sistema judicial. Ese sistema no resistiría otra reforma alocada y vengativa, a espaldas de la profesión. En última instancia, el estado de nuestro sistema judicial no es aún peor hoy, gracias a la intervención valiente de 712,026 puertorriqueños que prohibieron que se le asestara el puntillazo a nuestra judicatura. Nada garantiza que esa ciudadanía sacará la cara por nosotros nuevamente. La reforma judicial de 1994 requiere pronta reforma. No podemos aguardar a que el Tribunal Supremo esté paralizado bajo un alud de casos, para entonces emprenderla. Tampoco debemos esperar que la iniciativa provenga de las ramas políticas o del Tribunal Supremo. La reforma de 1994 es, en parte, producto de la actitud de inacción e inmovilidad del propio Tribunal Supremo, que comenzó a manifestarse en 1987, a pesar de la encomiable previsión del Juez Presidente Pons.
Pero el esfuerzo por emprender esa reforma debe ir acompañado de una buena dosis de realismo. Debemos preguntarnos si hay verdaderas posibilidades de éxito en una empresa de tan poco interés para la opinión pública. También debemos considerar que los males de nuestro sistema judicial no se corregirán con meras reformas estructurales, que no atiendan los otros problemas que le aquejan. La siempre más cómoda alternativa de cruzarnos de brazos, sin embargo, sería irresponsable. La profesión, las Escuelas de Derecho y, muy en particular, esta Academia, tienen el deber ineludible de acometer esa empresa. La búsqueda de soluciones fuera de líneas partidistas clama por unos pocos buenos hombres y mujeres. Me resisto a creer que el Diógenes de la lámpara, líder de los Cínicos, después de todo tuviera razón.