La libertad de prensa y la protección de la reputación
La libertad de prensa y la protección de la reputación: Reflexiones sobre dos valores en conflicto
Salvador E. Casellas
Introducción
Durante los últimos años y en particular este año, muchas figuras y funcionarios públicos se han visto afectados y perjudicados por la diseminación de información falsa sobre ellos por un lado, o de otro lado, por la diseminación de información, que aunque correcta, parece ser de escasa importancia o relevancia para evaluar los méritos de la persona y su trabajo. El primer caso es el de la persona que es objeto de imputaciones o comentarios falsos por parte de la prensa. El segundo caso se da cuando a través de la prensa se pretende arrojar dudas sobre alguien, ya sea por asociación, como cuando se dice que tal funcionario tiene un familiar convicto por cometer tal o cual delito, o haciendo alusión a un dato de dudoso valor, como por ejemplo que hace 28 años fue multado por una infracción a la ley de tránsito.
A consecuencia de situaciones como estas, algunos funcionarios públicos han renunciado a sus puestos, o se han quedado en los mismos teniendo que tolerar imputaciones falsas y comentarios despectivos. Otros han visto tronchadas sus aspiraciones de llegar a ocupar distintas posiciones. Estos casos nos mueven a reflexionar y preguntarnos sobre el valor que tienen en nuestra sociedad la protección de la honra, la reputación, la intimidad y la dignidad humana frente a la libertad de prensa y el deseo de muchos de conocer todo aspecto de la vida de las figuras públicas de la sociedad.
La pregunta hace indispensable que examinemos críticamente, no sólo los fundamentos y pilares de nuestro sistema de gobierno y convivencia social, sino que meditemos sobre nuestro futuro como ente colectivo. Ciertamente este fenómeno que hemos venido observando y al que me he referido, tiene serias implicaciones para nuestra sociedad. Quiero compartir con ustedes unas ideas sobre tan trascendental asunto, evaluando brevemente en primer término los desarrollos jurisprudenciales en el área de difamación, para entonces pasar a discutir unas propuestas y sugerencias sobre las dos dimensiones del tema que nos ocupa.
Desarrollo Jurisprudencial
Durante las últimas décadas los tribunales han intentado armonizar dos intereses sociales en conflicto, éstos son el interés en la protección de la honra, la reputación y la intimidad que está resguardado por lo dispuesto en el Artículo II, Sección 8 de la Constitución de Puerto Rico, conjuntamente con la acción legal por difamación; y el interés en mantener la libre circulación de información y el debate sobre asuntos de interés público, según protegidos en las cláusulas sobre libre expresión y prensa de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, y por lo dispuesto en el Artículo II, Sección 4 de la Constitución de Puerto Rico. Los tribunales en esa tarea, han ido dándole forma a ciertos conceptos y doctrinas a fin de lograr el justo acomodo de los mismos.
La situación al presente puede resumirse de la siguiente forma: aquellos que se creen afectados por una información que consideran libelosa o calumniosa e intentan acudir a los tribunales para proteger sus derechos, han sido divididos en tres grupos, a saber: los “funcionarios públicos”, las “figuras públicas”, y las “personas privadas”. A cada uno de esos grupos le aplican normas diferentes al juzgar la procedencia y méritos de su reclamo.
El primer grupo constituido por los “funcionarios públicos” según han resuelto los tribunales desde New York Times Co. v. Sullivan’s[1] y Torres Silva v. El Mundo,[2] incluye todos aquellos en jerarquía gubernamental que tienen o aparentan ante el público tener responsabilidad sustancial o control sobre la conducta de los asuntos gubernamentales, aunque recientemente los tribunales han incluido también bajo esta clasificación prácticamente cualquier empleado público o candidato a un puesto público.
A estos le aplica la norma de que las declaraciones difamatorias en su contra están protegidas por las disposiciones constitucionales de libertad de expresión y prensa, a menos que hayan sido formuladas con malicia real, esto es, con conocimiento de su falsedad o con indiferencia temeraria o grave menosprecio de su verdad.
Respecto a la malicia real, es necesario por lo menos demostrar que la persona que expresó o publicó la información tenía serias dudas en cuanto a la veracidad de su contenido.
Precisamente por lo difícil que resulta establecer esa mala fe del editor desde un punto de vista subjetivo, fue que en Herbert v. Lando[3] se permitió que en el descubrimiento de prueba, el reclamante inquiriera sobre el estado mental del editor demandado cuando expresó o publicó la información, y sobre el proceso editorial que precedió a la publicación. Hoy en día, como cuestión de realidad, prácticamente todas las expresiones o publicaciones concernientes a la gestión de los funcionarios públicos probablemente están protegidas por el privilegio constitucional, incluyendo el imputarle al funcionario público conducta criminal. La jurisprudencia ha sostenido como privilegiadas las acusaciones de que ciertos jueces eran ineficientes, vagos y que habían amapuchado una investigación; de que un candidato había sido contrabandista, y de que un alcalde había cometido perjurio. Así también los tribunales le han requerido a un policía probar malicia real respecto a unas expresiones en su contra.
El segundo grupo lo constituyen las “figuras públicas” a quienes los tribunales han definido como aquellas personas en quienes concurren ciertas características que tienen gran importancia tales como: especial prominencia en los asuntos de la sociedad, que poseen capacidad para ejercer influencia y persuasión en la discusión de asuntos de interés público, y que participen activamente en la discusión de controversias públicas específicas, con el propósito de inclinar la balanza en la solución de las cuestiones envueltas.
Dentro de esta clasificación se han reconocido varios tipos de “figuras públicas” como, por ejemplo: la persona que por su posición oficial, su poder o su señalado envolvimiento en los asuntos públicos, ha alcanzado fama o notoriedad en la comunidad; la persona que voluntariamente participa, en una contienda o controversia pública; y la persona que involuntariamente se convierte en un personaje público como las personas acusadas de delito y personas asociadas a un personaje público.
Al igual que los funcionarios públicos, las figuras públicas tienen que demostrar, para que sus reclamaciones por difamación sean exitosas, que la expresión o publicación se hizo con malicia real, esto es, con conocimiento de su falsedad o con indiferencia temeraria o grave menosprecio de su verdad.
Como se señaló a manera de recapitulación en Clavell v. El Vocero de Puerto Rico:
«La aplicación a una persona de la etiqueta de “figura pública” significa a fin de cuentas, que para prevalecer en un pleito de difamación se le someterá a un criterio más riguroso de prueba, que su derecho a la intimidad pesa menos que el derecho de otros a la libre expresión, a menos que demuestre la existencia en esto de malicia real».[4]
Finalmente el tercer grupo es el de las “personas privadas”, constituido por los restantes ciudadanos que no pueden clasificarse como “funcionario público” o “figura pública”. En cuanto a estos, Gertz v. Robert Welch, Inc.[5] estableció que es suficiente que éstos demuestren negligencia en la expresión o publicación para establecer responsabilidad. Es así ya que en Gertz el Tribunal Supremo de Estados Unidos dispuso que siempre que los Estados no impongan responsabilidad absoluta, o que no reduzcan el contenido de la Primera Enmienda, estos pueden establecer sus propias normas de responsabilidad en este aspecto, las cuales prácticamente en casi todos los casos establecen el concepto de negligencia como el criterio medular.
El fundamento para que se diferencie entre las figuras públicas y privadas consiste en que la primera, por lo general, tiene mayor acceso a los medios de comunicación para refutar la publicación difamatoria y contrarrestar su efecto. También se presume que la figura pública se ha expuesto voluntariamente al riesgo de un escrutinio más riguroso de parte del público. Sin embargo, tales presunciones no se justifican con las figuras privadas, las que no se han lanzado a la escena pública.
Distinto a la mayor parte de las jurisdicciones norteamericanas, en Puerto Rico se ha adoptado un enfoque funcional en este campo, donde se concentra la atención, no tan sólo en el análisis del tipo de reclamante según las clasificaciones antes mencionadas, sino que también se le brinda gran importancia al contexto específico en que surge la controversia, evaluándose y tomándose en consideración además los siguientes factores: la naturaleza de la declaración alegadamente difamatoria, la audiencia a que se dirige, los intereses que se sirven o vulneran y la relación funcional entre estos factores.
Análisis crítico
Es tiempo de evaluar críticamente la doctrina sentada en el caso de New York Times y adoptada por nuestro Tribunal Supremo en el caso de Torres Silva v. El Mundo. Debemos examinar cuidadosamente el impacto no sólo legal, sino social, de New York Times. ¿Cabe preguntarnos si la vida pública es mejor hoy que hace 20 años? ¿Qué se puede decir de la calidad del servicio público y de la calidad del debate público? ¿Cuánta confianza tiene la ciudadanía en los medios de comunicación y en los procesos políticos? ¿En qué medida la doctrina de New York Times ha contribuido a determinar el actual estado de cosas?
Me sospecho que la doctrina del caso de New York Times, adoptada por nuestro Tribunal Supremo en Torres Silva, ha sido en balance negativo para el país. Creo que la balanza se ha inclinado desmedidamente a favor de la libertad de prensa y en contra del derecho del funcionario o figura pública a la protección de su honra, reputación e intimidad. New York Times prácticamente le brinda inmunidad a los medios de comunicación en casos de difamación relacionados con funcionarios y figuras públicas por dos razones: primero, es sumamente difícil probar malicia real en una acción por difamación, y segundo, el costo prohibitivo de un litigio prácticamente convierte en académica la acción por difamación. Ante una prensa tan poderosa económicamente, conjuntamente con sus compañías de seguro, la figura o funcionario público se convierte muchas veces en una figura indefensa sin remedio práctico alguno para protegerse contra la difamación. Únicamente personas ricas, poderosas e influyentes como el Presidente de la Mobil Oil, el señor Tavourelas, el ex- ministro israelí Sharon, o el General Westmoreland, pueden reunir los recursos económicos necesarios para enfrentarse a los medios de comunicación en un largo y costoso litigio por difamación.
En adición a una denuncia por difamación, que obviamente no tiene que concluir necesariamente en condena, prácticamente el único remedio legal que tiene una persona para protegerse contra la difamación por los medios de comunicación es la acción legal por daños. Este remedio es muy antiguo en Occidente y existe en el ordenamiento jurídico de los países civilizados y democráticos. La posibilidad de una acción legal por daños en caso de difamación es la que disciplina a los medios de comunicación y los obliga a no publicar negligentemente información que afecte la honra y la reputación de personas particulares. Es interesante observar cómo en Estados Unidos, distinto a otros países desarrollados y de avanzada, se ha desvirtuado la naturaleza de la acción por difamación. ¿Por qué, contrario a otros países de profunda tradición democrática, tuvo el Tribunal Supremo de Estados Unidos que apartarse de la norma tradicional que les permitía a los funcionarios y figuras públicas demandar por daños a los medios de comunicación cuando negligentemente publicasen información que lesionara la honra, la reputación y la intimidad de su persona? ¿Por qué otros países democráticos, donde la libertad de expresión y de prensa es también amplia, no han variado la norma tradicional que permite la acción por daños contra los medios de comunicación cuando negligentemente le causan daño a la reputación de un funcionario o figura pública? Basta con mencionar dos ejemplos. El mes de julio pasado, Jeffrey Archer, figura prominente en el Partido Conservador Inglés obtuvo una considerable compensación luego de que demandara a un periódico por publicar que había tenido relaciones sexuales con una prostituta. Por otro lado, el pasado mes de agosto, un periódico informó que durante un intento de golpe de Estado a su gobierno, la Presidente Corazón Aquino se había escondido bajo su cama. La señora Aquino no vaciló en tomar acción judicial contra el periodista y cuatro ejecutivos del periódico.
En mi opinión, estos otros países no han variado la norma porque comprenden claramente que la acción de daños es el único remedio que tiene el funcionario o figura pública para protegerse contra los excesos de los medios noticiosos y que su mera existencia necesariamente le impone disciplina, cautela y mesura a dichos medios. Cuando no está presente la posibilidad de ejercitar la acción tradicional de daños por difamación, me parece que la balanza se inclina desmedidamente a favor de los medios de comunicación, convirtiendo al funcionario o figura pública en blanco fácil de ataques contra su honra, su reputación y su intimidad. En otras palabras, a raíz del caso de New York Times, el llamado “cuarto” poder parece tener ahora, en cuanto al tema que nos ocupa, un poder desmedido dentro de nuestro marco constitucional y democrático.
Creo que al truncar la acción por difamación requiriendo prueba de malicia real en el caso de funcionarios y figuras públicas, la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos ha alterado el equilibrio histórico y fundamental entre los derechos de la prensa y el individuo. Ello ha traído como resultado, me imagino que imprevisto, un hostigamiento inaceptable de los medios noticiosos contra algunas de estas personas y que en balance, especialmente en Puerto Rico, el resultado ha sido negativo para la vida pública del país, y por ende, para nuestro ente colectivo.
Otra de las consecuencias de New York Times es el que cada día se dificulta más el poder interesar y reclutar personas talentosas para el servicio público. Un país sin líderes de primer orden inevitablemente cae en la mediocridad.
Recientemente hemos visto a personas como Gary Hart y Douglas H. Ginsburg dejar a un lado unas legítimas ambiciones por causa de ciertas informaciones publicadas sobre ellos. Hemos visto también a otras personas hacer público detalles de sus vidas o de las de sus familiares bajo la teoría de que si ellos los divulgan, no tendrán tanto impacto como si la prensa los divulgase. En días pasados Bill Clinton, Mario Cuomo y Sam Nunn, quienes se rumoraba serían candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, expresaron que no estaban interesados en participar en la contienda porque no querían exponer sus familias al escrutinio de los medios de comunicación.
Independientemente de los méritos que puedan tener las actividades que sacaron de contienda a Hart y Ginsburg, por mencionar dos ejemplos, la realidad es que la prensa al amparo de las doctrinas que la resguardan, puede estar contribuyendo a crear unos estándares de moralidad y funcionamiento que no guardan relación con nuestra realidad social. Varias personas han señalado que es curioso cómo muchos miembros de nuestra comunidad que han hecho lo mismo que hicieron Hart y Ginsburg y que hoy ocupan altas posiciones en el gobierno, la em-presa privada e inclusive los mismos medios de comunicación, critican y persiguen a otros escudándose tras unas normas éticas que ellos no siguen, y a las que pretenden hacer ver como que gozan de apoyo prácticamente unánime en la sociedad, cuando en realidad no lo tienen.
No parece tratarse aquí, sin embargo, de un intento premeditado y concertado de parte de la prensa por promover cambios importantes en nuestras estructuras sociales y conceptos morales fundamentales.
No obstante, es importante que reflexionemos sobre en qué medida los preceptos constitucionales que protegen la libertad de expresión y prensa están, con respecto al tema que nos ocupa, siendo verdaderamente utilizados para informar al pueblo o si por el contrario se utilizan para perseguir otros propósitos. Es decir, debemos ponderar sobre hasta qué punto la prensa está actuando bajo el manto y la protección de la Constitución y la jurisprudencia, para impulsar unos objetivos puramente comerciales.
¿Qué podemos hacer ante esta realidad que vive el país? El dictamen de New York Times rige en Puerto Rico debido a nuestra condición como Estado Libre Asociado. Aunque nuestro Tribunal Supremo quisiera modificar dicha norma y darle más fuerza a nuestra propia disposición constitucional protegiendo la honra, la reputación y la intimidad, la interpretación del Tribunal Supremo de Estados Unidos es la que prevalece. Necesariamente actúa como camisa de fuerza para nuestro Tribunal.
Aun con las limitaciones constitucionales vigentes, creo que podríamos dar los siguientes pasos.
Lo primero que hay que hacer es fomentar más debate sobre este tema. El justo y delicado balance entre la libertad de prensa los derechos del individuo, especialmente los funcionarios y figuras públicas a que se les proteja su honra, su reputación y su intimidad, tiene que constituir tema frecuente de discusión seria.
Debemos darle mayor autonomía y fuerza a nuestra disposición constitucional que protege el derecho a la honra, la reputación y la intimidad ya que no tiene equivalente en los Estados Unidos.
Creo que se debe estudiar detenidamente la posibilidad, a la luz de dicha cláusula, pero consciente también de las limitaciones impuestas por el caso de Miami Herald v. Tornillo,[6] de legislar para proveer un derecho de réplica a los ciudadanos afectados en el propio medio de comunicación que publicó o difundió la información. Dicha réplica debiera ser con la misma prominencia que tuvo la información original. Podría disponerse también, que el proveedor de la réplica en el caso de funcionario o figura pública, y estos acogerse voluntariamente a ésta, ello sustituiría la acción por daño. La legislación podría afincarse, no solamente en nuestra cláusula constitucional, sino en las diferencias históricas, sociales y culturales entre Puerto Rico y Estados Unidos. Por ejemplo, cuando se decide el caso de New York Times, Estados Unidos contaba con una larga tradición periodística, numerosas escuelas de comunicaciones, más varias asociaciones de periodistas, de dueños de periódicos, tele difusores y radiodifusores con normas de ética sentadas y respetadas por muchos años. Otros países han experimentado de forma exitosa con el concepto de que la persona que difama pida públicamente excusas al difamado y exprese su arrepentimiento por lo hecho. ¿Podría esta idea sernos de utilidad?
La Ley de Libelo y Calumnia de Puerto Rico podría enmendarse de manera que permita demandar para defender la honra, sin tener que probar daños y que se compensen los mismos económicamente. Bastaría con probar que lo que se dijo del demandante era falso, para que éste pueda obtener sentencia a su favor por un monto nominal de digamos un dólar. Obviamente, un pleito de esta naturaleza implica altos gastos para ambas partes. Para ello podría establecerse un fondo financiado por el gobierno o por una contribución especial. Dicho fondo serviría para pagar los gastos razonables en que incurran ambas partes en un pleito de esta naturaleza.
Deben también fortalecerse todas las instituciones que participan en la formulación e implantación de las normas éticas que rigen los medios de comunicación y la profesión periodística. El fortalecimiento de la ética periodística conlleva crear conciencia de la necesidad de mantener un equilibrio justo y razonable entre las funciones informativas de la prensa y el derecho de los funcionarios y figuras públicas a que no se les afecte su honra, su reputación y su intimidad. Entre estas instituciones se me ocurren la Escuela de Comunicaciones de la Universidad de Puerto Rico y de la Universidad del Sagrado Corazón, la Asociación de Periodistas, la Asociación de Tele difusores y la Asociación de Radiodifusores.
Podría también establecerse una organización similar al Consejo de Prensa (“Press Council”) Británico, la cual tiene como función la auto reglamentación de la industria periodística.
Estas y otras alternativas que puedan surgir del análisis y discusión seria de este tema pueden y deben ser exploradas, a fin de que podamos movernos en una nueva dirección. Es vital para nuestra salud como pueblo, que defendamos tan preciados valores como lo son el de la reputación y la intimidad, en un justo balance con el ejercicio de la libertad de expresión y prensa.
Notas al Calce
*Discurso de recepción como académico de número de la Academia Puertorriqueña de Jurisprudencia y Legislación celebrado en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe el l0 de diciembre de 1987.
**Abogado en ejercicio; Ex-Secretario de Hacienda del Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
[1] 374 U.S. 254 (1964).
[2] 106 D. P. R. 415 (1977)
[3] 441 U. S. 153 (1979)
[4] 115 D. P. R. 685,692-693 (1984).
[5] 418 U.S. 323 (1974).
[6] 416 U. S. 251 (1974).