La criminalización de todo

La criminalización de todo

por Efrén Rivera Ramos
martes, 18 de diciembre de 2018

La criminalización de todo

El uso excesivo del aparato de procesamiento penal para resolver todo tipo de asunto es un mal que tiene que atajarse a tiempo.  De lo contrario iremos derechito a la consolidación de un estado autoritario, arbitrario y abusivo. Varios sucesos recientes indican que probablemente estemos avanzados en ese camino.

La vehemencia con la que algunos funcionarios, políticos, analistas y ciudadanos particulares instan a que se presenten cargos criminales en todo tipo de situaciones quizás se deba a esa percepción de impunidad que nos aflige cuando vemos tantos casos en que los perpetradores de actos claramente criminales y de consecuencias muy serias escapan la sanción prevista por ley.  Pero esa es la explicación benigna de lo que sucede.

Porque, dicha sea la verdad, lo que vivimos es una gran paradoja en la que la impunidad sigue campeando por sus respetos mientras la criminalización excesiva se entroniza como fenómeno.  En otras palabras, parece que sufrimos lo peor de los dos mundos.

La criminalización se da por varias vías. Una es la tipificación como delito de conductas que no debían serlo.  Otra, la aprobación de sanciones absurdamente excesivas.  Y una tercera, el intento de aplicar leyes existentes, a veces estirando las posibilidades de su interpretación, en situaciones que podrían manejarse de otra forma.

Así, los errores de juicio, las imprudencias, las fallas administrativas, el uso controvertible de la discreción, o simplemente las actuaciones que nos incomodan, nos disgustan, nos ofenden o nos parecen censurables moralmente terminan procesándose en los tribunales como delitos.  Los móviles detrás de tal impulso pueden fluctuar desde la venganza y las “hachas que amolar” hasta las antipatías sociales, el oportunismo político, los prejuicios, el discrimen, las luchas de poder o la pura irresponsabilidad

Debe causar preocupación, por ejemplo, que un fiscal haya denunciado haber recibido instrucciones de presentar un caso para el que no tenía prueba suficiente, “para que sea el juez el que decida”.  De ser cierto, se trataría de una abdicación de la responsabilidad de velar por la justicia que tienen las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley.

El recurso fácil al procesamiento criminal se presta para la intimidación y para la persecución de grupos, movimientos e ideas consideradas peligrosas.  Es la ruta que culmina en la criminalización de la protesta.  O en la canalización de las luchas políticas mediante la sanción penal.

Sorprende que esa actitud que un teórico social de envergadura ha calificado como “legalismo autoritario” sea compartida por personas y grupos de todos los sectores políticos e ideológicos.  Hubo un momento en que, entre los criminólogos y penalistas de corte más progresista, así como entre muchos defensores de los derechos humanos, la sanción penal se concebía como una solución de última instancia.  Me preguntosi ese consenso se ha resquebrajado

A veces se pretende justificar el procesamiento penal con la referencia a la noción de que el nuestro es un país de “ley y orden”. Pero, como tantos otros conceptos, ese también es susceptible de interpretaciones diversas.  Hay una concepción autoritaria de la “ley y el orden” que no repara en hacer caer “todo el peso de la ley” – aunque esta sea interpretada espuriamente –de forma selectiva, acomodaticia y prejuiciada.

El estado posee un poder enorme.  Acusar criminalmente a una persona nunca debe ser una decisión que se tome livianamente.  La acusación penal tiene efectos severos desde que se formula.  Produce consecuencias económicas, emocionales, familiares, laborales, profesionales, sociales y comunitarias. Estas pueden justificarse cuando de proteger la vida, seguridad, integridad y libertad de los demás se trate.  Es decir, para evitar otras consecuencias igualmente o más gravosas.  Pero no se justifican si son el resultado del odio, la venganza, el pánico moral, el discrimen, el beneficio político, el descuido, la irresponsabilidad o los múltiples móviles que conducen al abuso del procesamiento criminal.

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