
Juan Arizmendi y Ramón Power
14 de octubre de 2011
por Antonio García Padilla
Juan Arizmendi y Ramón Power
Ramón Power Giralt y Juan Arizmendi, hicieron marca en nuestra historia. Arizmendi, el obispo; Power, un joven oficial naval, habían competido –“se postularon”, diríamos hoy día– para representar a Puerto Rico en la Cortes Generales y Extraordinarias convocadas para atender la crisis que provocó la ocupación napoleónica de España. Se llamó a elecciones a los cabildos puertorriqueños, que entonces eran sólo cinco: San Juan, Coamo, San Germán, Aguada y Arecibo. Esa primera experiencia democrática que vivió la Isla generó una lucha intensa. Se votó más de una vez. Al final, prevaleció Power.
Los cabildos puertorriqueños dieron al diputado puertorriqueño importantes encomiendas: conseguir la ansiada libertad de comercio, establecer en Puerto Rico estudios universitarios, terminar los tributos onerosos, separar la intendencia de la gobernación, atender el problema de la esclavitud. En ese encargo, Power no representaba sólo al sector que lo eligió; el mandato era más amplio. Arizmendi se encargó de ello. En un gesto de nobleza cívica que resalta en nuestra historia política, Arizmendi, al despedir a Power, su contrincante, en la catedral le entregó su anillo episcopal.
Power utilizó bien el mandato que recibió de los cabildos y que Arizmendi, en vez de socavar, quiso robustecer. Posibilista y pragmático, Power jugó un papel destacado en el proceso constitucional. Ocupó la primera vicepresidencia de la convención. Sus pocas, claras y efectivas intervenciones explican, para algunos, hasta la propia continuidad del proceso constitucional gaditano, amenazado repetidas veces por las diferencias irreconciliables que mostraban americanos y peninsulares.
El miércoles pasado, los restos del obispo Arizmendi se trasladaron a una nueva cripta en la Catedral católica de San Juan, que se conocerá como Altar de la Patria. En ella descansarán junto a los de Ramón Power Giralt, cuyo traslado a San Juan, desde el Oratorio San Felipe Neri de Cádiz, se gestiona por el arzobispo católico de esta ciudad. Ese nuevo monumento es un homenaje a la altura cívica de un momento; a la vocación patriótica de Arizmendi y de Power, dos grandes de nuestro temprano procerato.
La Constitución de Cádiz, proclamada en marzo de 1812, tuvo corta vida. Fernando VII la tiró por la borda y con ello, condenó a España y ésta a Cuba y a Puerto Rico, a una interminable secuencia de tropiezos y titubeos que nos alejó las más de las veces de las libertades proclamadas en Cádiz. El bicentenario de la Constitución de 1812 generará seguramente relumbrantes actos conmemorativos. Algunos tendrán consecuencias; muchos, no. Solemnidades como la del miércoles serán de los primeros; además de honrar a dos próceres, quedarán como llamados permanentes a reinterpretar y poner al día, con las miradas y con las acciones del siglo 21, los buenos momentos que Puerto Rico y la hispanidad vivieron en el proceso constitucional del Cádiz.