El oro del país

Justino Díaz as Antony in Barber’s Antony and Cleopatra
Opening Night of the new Metropolitan Opera House
at Lincoln Center for the Performing Arts
September 16, 1966
16 de septiembre de 2016
por Antonio García Padilla
El oro del país
El 16 de septiembre de 1966, hace hoy 50 años, la Metropolitan Opera House de Nueva York abrió su nueva sala en el complejo de teatros conocido como “Lincoln Center”. Una de las más importantes casas de música del mundo desalojaba su vieja estancia de 1883 y se ubicaba en un espléndido edificio cuya sala acomoda 3,600 espectadores. Para Puerto Rico fue una noche dorada. Justino Díaz, el gran barítono puertorriqueño, que a penas contaba 26 años de edad, interpretó uno de los papeles estelares en la obra comisionada para la apertura del nuevo teatro. Hizo el “Antonio”, en la ópera Antonio y Cleopatra, del compositor norteamericano Samuel Barber. Leontyne Price, otra gran voz del siglo 20, le acompañó como “Cleopatra”.
El Mundo, periódico de récord de esos años, dejaba sentir nuestro entusiasmo ante ese logro. “Con Justino Díaz” – titularizó en grande– “inauguran nuevo Metropolitan Opera House”. La noticia debió ser, en la música, lo que Mónica Puig ha sido en el tenis, salvada, desde luego, la proximidad que los medios digitales dan a los eventos de hoy día.
Porque sean artistas o sean atletas, sean científicos o profesionales, Puerto Rico hace suyos los éxitos y fracasos de su gente. Llora la alegría de Mónica Puig y el coraje de Javier Culson. Sube con Sonia Sotomayor al Supremo de Estados Unidos y con Marta Casals al Kennedy Center; con Ricky Martin a estadios y coliseos del mundo y con Carmen Acevedo y el Coro de la Universidad al Carnegie Hall; con Roberto Clemente al Salón de la Fama y con Lyn Manuel Miranda a los Tony Awards. Junto a ellos y tantos otros, Puerto Rico cambia porque se une; es más grande porque se crece; es más fuerte porque da un tapaboca al menosprecio de lo nuestro, aquí y fuera de aquí.
En los tiempos en que Alemania era una nación sin estado, partida en muchos principados y territorios, el mítico oro del Rin se convirtió en símbolo de la unificación añorada, de la unión que aguardaba bajo las frías aguas del río a un Sigfrido capaz de rescatarla del dragón que la poseía.
El oro de Puerto Rico no se guarda bajo el Río Grande, ni se esconde en El Yunque o en Toro Negro. Tampoco aguarda por héroes. Se dispersa en nuestra gente, en la disciplina de nuestros atletas, en el talento de nuestros artistas, en el rigor de nuestras científicas, en la imaginación de nuestros autores, en el tesón de nuestras trabajadoras. En un país de tantas fragmentaciones, es unión, concertación y fuerza.
Hace hoy 50 años, Justino Díaz proyectó esa fuerza.