El legado del Juez José Trías Monge a la Responsabilidad Civil Extracontractual

El legado del Juez José Trías Monge a la Responsabilidad Civil Extracontractual

EL LEGADO DEL JUEZ JOSÉ TRÍAS MONGE A LA RESPONSABILIDAD CIVIL EXTRACONTRACTUAL

DEMETRIO FERNÁNDEZ QUIÑONES*

Nota Introductoria

La voz legada nos remite al examen de las aportaciones y contribuciones de Don José Trías Monge, en su carácter de Juez del Tribunal Supremo de Puerto Rico, al campo de la responsabilidad civil extracontractual.

El quehacer judicial se distingue por las consideraciones que un juez toma frente a la ley. Su función es darle sentido y significado a la ley. Sabido es que el juez no es un legislador, es un intérprete de la ley por virtud de su investidura constitucional. Su particular característica es ser un creador, toda vez que lo que emana de la ley es un principio general, que deja de contemplar todo aquello que es propio y necesario para implementarla.

Lo señalado es el contexto del análisis de las opiniones emitidas por el Juez Trías Monge. Se debe anticipar que sus opiniones cumplen con el criterio de la “inventiva judicial”. No estamos ante un juez que promueva el positivismo legal, que proclama una adhesión absoluta y una aplicación mecanicista de la ley escrita. Su visión es la de entender su gestión como una que tiene que responder a factores históricos, socioeconómicos, y filosóficos. De ahí que la norma es confeccionada descansado en lo apuntado y su resultado es un principio que permite su funcionalidad. Emerge como un ingrediente del instituto jurídico y forma, por consiguiente, parte del ordenamiento.

Esa función —la interpretación de la ley— es la esencia del proceso judicial. Solo los verdaderos y auténticos juristas la llevan a cabo. En el caso del Juez Trías Monge se suscita la cuestión del grado de participación e interacción que ha llevado a cabo en ese proceso. Tal interrogante surge por mor de que su función forma parte de un tribunal colegiado que la delimita. Empero, el sistema procesal vigente no constituye impedimento alguno para que se resalte su aportación, bien a través de una opinión suscrita por él que sea la opinión mayoritaria del Tribunal o una opinión disidente. Es en ese tenor que vamos a acercarnos al tema que nos ocupa. Expresado de otra manera, la evaluación de sus opiniones será el producto de un examen minucioso de las mismas.

I.               Valle y otros v. American International Insurance Co.[1], La doctrina que proclama la hegemonía del sistema del derecho civil en la interpretación y aplicación de los preceptos y principios que gobiernan el derecho de daños puertorriqueño.

Valle, es sin lugar a dudas, su más importante contribución al campo de la responsabilidad civil extracontractual. Le impone orden, coherencia y uniformidad a los conceptos que se plantean en la interpretación de la normativa. Ello se logra mediante el enfoque histórico de la disposición medular de este instituto jurídico. La razón y origen de nuestra norma legal es la que define su contenido y alcance. Aquellos que por razones ideológicas o falta de conocimiento soslayan y rechazan la interpretación están condenados a vivir de espalda a ella. El entronque civilista, al cual nos vincula la legislación aplicable, exige la búsqueda en el mundo del derecho civil de lo que la define. El juez que se caracteriza por ser creador y emplea a cabalidad la inventiva judicial se ve compelido a llevar a cabo su análisis partiendo de esa postura. El punto de partida —así definido— lo obliga a considerar los factores socioeconómicos, históricos y filosóficos al darle contenido a la norma.

La exegesis de la citada opinión destaca que los criterios justificantes de la misma son aquellos que la historia, la sociología y las concepciones filosóficas advierten. En el estricto sentido jurídico consiste en establecer el significado o alcance de las normas y los demás estándares que es posible encontrar en todo ordenamiento jurídico.

El inyectar el elemento sociológico requiere abordar el derecho de manera pluridimensional, a la vez que permite conocer su trascendencia en el mundo legislativo. Precisa resaltar que la sociología del derecho es aquella disciplina que estudia los problemas, las interpretaciones, objetivos y todo aquello concerniente a las relaciones entre el derecho y la sociedad. El juez se distingue en su enfoque al derecho desde la perspectiva de una fenomenología social, es decir, ve el derecho como un fenómeno social o bien como un fenómeno causa y efecto de fenómenos jurídicos. Es de recordar que Roscoe Pound es el precursor de la sociología del derecho en los Estados Unidos, en lo referente a una jurisprudencia sociológica. La actuación del Juez Trías Monge está informada de la teoría de los sistemas de derecho de occidente, así como por las grandes tradiciones de la sociología clásica.

La doctrina establecida en Valle adopta, como fuente primaria de interpretación del artículo 1802 del código civil de Puerto Rico,[2] el sistema de derecho civil. Relega a un plano secundario las interpretaciones, normas y doctrinas del “common law” puede ser considerado en el supuesto de que el derecho civil esté carente de principios, preceptos y normas de responsabilidad civil extracontractual, que sirvan para resolver la controversia o controversias traídas ante la consideración del tribunal. Lo resuelto demanda de los jueces la obligación de efectuar una investigación que precise la relación de la norma o doctrina con el sistema civilista. De otra parte, requiere que las escuelas de derecho delimiten los conceptos que provienen del “common law” o del derecho civil. Esta tarea propiciará que lo enunciado en Valle se cumpla y se convierta en realidad. Así conseguiremos la uniformidad y coherencia deseadas en nuestro derecho.

Lo expresado por el Juez Trías Monge debe entenderse más allá de lo que encierran las palabras literalmente. Subyacente en la doctrina está su profunda preocupación por la creación y reconocimiento de un derecho nacional. Tal y como se intimará.[3]

Debe añadirse que en este entramado aflora la categoría de jurista de tipo profético tal y como la concibe el sociólogo alemán Max Weber.[4]  El Juez Trías Monge debe ser considerado en esa dimensión por lo que encarna su comportamiento y pensamiento.

La controversia que da lugar a Valle surge como resultado de la colisión o choque en cadena de automóviles detenidos. Se trata de algo novel en nuestro derecho de daños. “Cinco vehículos aguardaban detenidos en fila en la carretera frente a Levittown. Los dos primeros esperaban para doblar a la izquierda. El segundo lo conducía Justo Valle, demandante y recurrido, y el tercero Gloria Dinorah Díaz, demandada y recurrente. Los otros dos carros estaban detenidos detrás del de esta. Ocurrió el accidente cuando un sexto vehículo embistió a la fila y los cinco autos detenidos chocaron en cadena. La colisión fue de tal naturaleza que el segundo automóvil en la fila, el del señor Valle, fue lanzado desde una distancia de ocho a diez pies contra el vehículo que le precedía”. “El chofer del segundo vehículo se limitó a demandar a los conductores del tercero. El tribunal de instancia determinó que la conducta de la demandada fue la causa primaria del accidente, ya que “por su descuido no tenía el control de su vehículo y, además . . . se acercó al vehículo del demandante”. Las determinaciones sobre los hechos indican que el auto del recurrente estaba detenido a una distancia de dos a tres pies del carro del señor Valle. El tribunal le impuso responsabilidad a la recurrente por los daños físicos y mentales sufridos por el señor Valle, los daños experimentados por el vehículo de este y las angustias mentales ocasionadas a su señora esposa.[5]

Los hechos relatados son los que conducen al Juez Trías Monge a embarcarse en un proceso analítico que desemboca en la formulación de una norma de tanta envergadura. El estado de la jurisprudencia del Tribunal Supremo negaba que el derecho de daños estuviera regulado por el derecho civil. Roscoe Pound en el “Espíritu del Common Law” profetizaba que “muchos síntomas permiten creer que, en Filipinas y Puerto Rico, la aplicación de un código romano con el método del ‘common law’ dará lugar a un sistema angloamericano, en lo sustancial, aunque sea hispanoamericano por sus palabras”.[6]

Tal y como señala el Juez Trías Mone lo apuntado por el jurista Pound no encontró asidero en la realidad. El Tribunal Supremo de Puerto Rico luchó por detener la marcha hacia esa finalidad. Ese escenario es el que da paso al pronunciamiento siguiente:

Se revocan en consecuencia los citados[7] en todo lo que entrañe la utilización de preceptos de derecho común para resolver problemas de derecho civil. En los casos apropiados será lícito el empleo del derecho común en sus múltiples y ricas versiones —la angloamericana, la original británica, la anglocanadiense y otras— a modo de derecho comparado, así como el uso de ejemplos de otros sistemas jurídicos.[8]

II.             Gierbolini Rivera y otros v. Employees Insurance Co.[9]

La doctrina de que el derecho de daños en Puerto Rico se rige por las normas del derecho civil tiene su origen en este caso.

Gierbolini Rivera, pese a ser decidido tres años con antelación a Valle, expresa con toda fuerza y vigor la supremacía de las normas del derecho civil en lo que respecta al derecho de daños en Puerto Rico.

La controversia en Gierbolini Rivera gira en torno a si es de aplicación la teoría del riesgo o teoría de la responsabilidad sin culpa en controversias que surjan al amparo del artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico.

El hecho que genera la discusión en torno al asunto planteado es la caída del demandante al sentarse en un banco de madera, que una parte de este se hundió en la grama.

El tribunal de instancia optó por resolver la controversia aplicando la teoría de la responsabilidad sin culpa o teoría del riesgo. La sala sentenciadora catalogó como condición peligrosa el colocar un banco encima de una superficie blanda y que el visitante —tanto en el establecimiento público como en una residencia privada— goza del derecho a suponer que se ha ejercitado al debido cuidado para proveerle una estadía segura. Ello se sostuvo a pesar de que concluyó, por otra parte, que no existía nada que indicase el riesgo o peligro que podía correr el demandante al tomar asiento en el lugar donde fue invitado a hacerlo. Lo resuelto por instancia es foráneo al derecho civil. Sin embargo, la jurisprudencia norteamericana continúa aceptándolo bajo poderoso ataque.

El Juez Trías Monge, luego de poner de relieve el tratamiento que se le ha dado al asunto en diferentes países, puntualizó que el principio de la culpa es el que gobierna la solución del caso. La culpa es requisito sine qua non para determinar si hubo responsabilidad de parte del demandado. De esa manera se distanció del mundo del derecho anglosajón.

Se concibe la culpa como proteiforme, “cambia como cambia el parecer de los hombres según las circunstancias del lugar y el tiempo”.[10] Hablamos de la plasticidad que le caracteriza y que:

[D]e no mediar el necesario rigor, hasta expandir a su amparo subrepticiamente la propia teoría del riesgo y dejar la propia doctrina de la culpa en mero cascarón. Basta con declarar previsible por un hombre de prudencia común un daño específico y comenzar a extender así a un campo nuevo el concepto de la responsabilidad sin culpa. Esta flexibilidad del concepto de la culpa es deseable; de otro modo se aniquilaría el derecho de la responsabilidad extracontractual. Del otro lado, la expansión debe ocurrir tan solo después de una discusión franca . . . y de la situación socioeconómica envuelta.

. . .

En el caso de autos, es cierto que el banco permaneció en la grama después de haber llovido. El banco aparecía seguro, no obstante, no existiendo nada que le indicase al anfitrión y a sus invitados la presencia de un riesgo. No hemos hallado en el derecho civil jurisprudencia o expresiones doctrinales que juzguen que la conducta del anfitrión en un caso de esta naturaleza rebasa de tal modo la norma de conducta aceptable para el hombre común en circunstancias parecidas que deba imponérsele responsabilidad.[11]

Es de notar que la metodología aplicada exalta la flexibilidad que debe imperar cuando se trata de determinar si se ha mediado culpa. Se rechaza, pues, el enfoque mecanicista en la aplicación de la responsabilidad proveniente del “common law”. Se reafirma, una vez más, que el Juez Trías Monge tiene como norte en sus aportaciones a la jurisprudencia y al ordenamiento auspiciar y fomentar lo que es cónsono con el derecho civil.

III.           Cortés Portalatín et al v. Hau Colón[12]

La Constitución del Estado Libre Asociado es la fuente principal de la protección contra injurias.

Se suscita en Cortés Portalatín la controversia de si la fuente principal de la protección contra las injurias es la Constitución de Puerto Rico o la Ley de Libelo y Calumnia de 1902. El dictamen fue en el sentido de que la Ley de Libelo sobrevive tan solo en cuanto es compatible con la Constitución.

Los hechos relevantes son que el demandado, al regresar de un viaje de San Juan, advirtió la desaparición de un revolver que guardaba en el sitio donde tenía su máquina de afeitar y otros artículos. Condujo una investigación que comenzó con preguntas a su hijo de dieciséis años, específicamente si alguien había estado en su casa durante su ausencia. El hijo le informó que un empleado de la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados había efectuado una investigación producto de la solicitud de él de que se revisara su factura de consumo de agua. Lo sucedido fue informado a la policía. Se le pidió al demandado por la policía que obtuviera nombre y dirección del empleado de la Autoridad. Se procedió por el demandado, mediante carta dirigida al Administrador de la Autoridad para el distrito de Arecibo, a informarle que un empleado de la Autoridad sin su autorización o la de su esposa, abrió la llave de paso de su inodoro para así justificar el consumo en exceso. Se hizo hincapié en el hecho de que su hijo menor de edad fue utilizado por el empleado para entrar en la casa y que desapareció su revolver S & W Calibre 38. A la luz de los hechos relatados indicó la necesidad de que se le suministrara el nombre y los dos apellidos del empleado y su dirección para informarlo a la policía, toda vez que era la única persona no autorizada que entró a su propiedad.

El Administrador le remitió la información solicitada a los funcionarios de la Autoridad en Isabela para que practicaran la investigación correspondiente. Se interrogó por dichos funcionarios al empleado y ellos quedaron convencidos de su inocencia. Ellos visitaron al demandado y este aceptó la explicación y los invitó a que lo acompañaran al cuartel de la policía, lo que hicieron y allí solicitó que se eliminase cualquier investigación que fuera hacerse contra él, cuyo nombre no se le había suplido a la policía. No se hizo denuncia contra el empleado demandante. Se presentó demanda por el empleado y su esposa por daños a su reputación y sufrimientos físicos y mentales. Se concluyó por el tribunal de instancia que los compañeros de trabajo se enteraron de la carta y querella enviadas por el demandado al Administrador de la Autoridad de Arecibo. Los vecinos también tuvieron conocimiento de la carta. El Juez de instancia no hizo determinación alguna, ni el récord la permite, que tal publicidad se debiera a acto alguno del demandado. Tampoco existe determinación alguna de que las comunicaciones del demandado con la policía y los funcionarios de la Autoridad respondiesen a propósitos aviesos o maliciosos o a hostilidad contra el demandante Cortés Portalatín. Ahora bien, se declaró ha lugar la demanda presentada y se determinó que la carta era de naturaleza difamatoria.

El Juez Trías Monge expresó que el problema discutido es más complicado que lo que se discute en New York Times Co., v. Sullivan,[13] habida cuenta de que hay que determinar no solo el efecto de la libertad de expresión sobre lo legislado o que se legisle, pero el impacto también de otras disposiciones constitucionales. La inclusión de la sección 8 del Artículo II de la Constitución de Puerto Rico —que reza como sigue: “Toda persona tiene derecho a protección de ley contra ataques abusivo a su honra, a su reputación y a su vida privada o familiar”—[14] tuvo el efecto de desplazar como fuente principal de la protección contra injurias a la Ley de Libelo y Calumnia de 1902.

A tono con los hechos relevantes del caso se trata de un caso de inmunidad o privilegio restringido.

Un ciudadano que sospeche razonablemente que se ha cometido o que se piensa cometer un crimen tiene el privilegio, para su protección y la de la sociedad, de comunicárselo a las autoridades correspondientes o a quien él crea de buena fe que pueda tomar acción correctiva. La comunicación puede ser falsa, pero el privilegio persiste.[15]

Resulta incuestionable que la incorporación de la norma del privilegio restringido logra establecer un equilibrio entre el derecho constitucional y lo que es susceptible de una reclamación por daños. En la tensión entre los derechos en juego, entra en escena la protección de la sociedad, lo que sin lugar a dudas respalda una aplicación como la llevada a cabo. Se ilustra en este ejercicio el entrejuego de normas y doctrinas que se encuentran informadas por factores sociales, valoración de política pública y una clara visión filosófica.

IV.           García Cruz v. El Mundo, et al.[16]

El imperativo constitucional priva sobre los preceptos del derecho puertorriqueño. García Cruz se origina porque el periódico El Mundo publicó la siguiente noticia: “Veinte Líderes PNP en nómina Municipio San Juan Residen en Catorce Diferentes Pueblos de la Isla”.

El demandante, Vicente García Cruz se postuló como candidato al cargo de alcalde de Aguadilla en las primarias celebradas por el Partido Nuevo Progresiva el 11 de julio de 1976 y fue derrotado. Su nombre fue incluido entre los líderes de diversos pueblos de la Isla que supuestamente recibían un sueldo del municipio de San Juan mientras estaban dedicados a sus respectivas campañas. Presentó demanda y alegó que la información era falsa en cuanto a él y que se difundió en forma maliciosa y negligente. Los demandados presentaron una moción de sentencia sumaria, que fue acompañada de una declaración jurada del periodista que preparó y suscribió el artículo. Se expresó por el periodista que examinó documentos gubernamentales, efectuó conversaciones oficiales, cotejó, analizó y comparó documentos. Declaró, además, que nunca dudó de la veracidad de lo estudiado y que solo le animó el propósito de cumplir con su tarea periodística de mantener al público debidamente informado sobre asuntos oficiales. La moción de sentencia sumaria se fundó en el argumento de que el demandante estaba obligado a probar la existencia de malicia real y expresa.

El demandante se opuso a la moción de sentencia sumaria. Adujo, mediante contradeclaración jurada, que no era figura pública cuando se publicó la noticia. Se negó el Tribunal Superior a dictar sentencia sumaria a favor de los demandados. Se solicitó revisión por el demandado.

Las controversias planteadas todas fueron resueltas conforme a las doctrinas establecidas por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. El asunto que se trata en este caso fue analizado y definido en New York Times Co. v. Sullivan.[17] Su pertinencia radica en la definición del concepto “figuras públicas” y la nueva dimensión a la garantía constitucional de la libertad de prensa, al resolver que no es difamatoria la publicación de un informe falso o de comentarios injustificados concernientes en un funcionario público, a menos que la información fuera publicada a sabiendas de que era falsa o con grave menosprecio de su potencial falsedad. La aplicación de esta doctrina dispone de la cuestión si el demandante era una figura o funcionario público. La participación voluntaria del demandante en asuntos de interés público con la finalidad de que sus ideas y opiniones tengan impacto en el pensamiento y conducta de la comunidad, lo convierte en figura pública. El ser partícipe del escenario político durante el periodo en que aspiró al cargo de alcalde representa materia de incuestionable interés público. La conclusión que se deriva es que tratándose de una figura pública estaba obligado a probar que la materia se publicó a sabiendas de que era falsa o con grave menosprecio de su potencial falsedad. Recae sobre el demandante probar la existencia de malicia real con prueba clara y convincente. La modificación que ha experimentado la Ley de Libelo y Calumnia de 1902[18] por el nuevo concepto de libertad de prensa establece que la malicia real no se presume. De ahí que la afirmación desnuda de que la publicación fue maliciosa no tiene cabida y es inoperante. El demandante se limitó en su demanda y en su oposición a la moción de sentencia sumaria a afirmar conclusiones generales.

La inexistencia de malicia real sostiene la procedencia de una sentencia sumaria. El mecanismo de la sentencia sumaria se ha visualizado como parte integral de la protección disponible a los demandados en esta índole de litigio. El asunto de la suficiencia de la prueba para establecer la existencia de malicia real plantea una cuestión de derecho. Lo antes señalado convierte la controversia trabada en una cuestión de derecho. El demandante no puede derrotar la moción de sentencia sumaria meramente alegando que no era figura pública y que la noticia se publicó maliciosamente.

La opinión vertida por el Juez Trías Monge se apoya fundamentalmente en la jurisprudencia norteamericana. No se menciona la razón que compele a recurrir a esas doctrinas jurisprudenciales. Resulta innecesario hacerlo porque estamos considerando principios constitucionales que desplazan y privan sobre la otra interpretación o norma proveniente del mundo estatal o territorial.

La opinión concurrente emitida por el Juez Asociado señor Torres Rigual apunta que se soslaya por la opinión mayoritaria suscrita por el Juez Trías Monge el concepto de figura pública aplicado hace más de siete años por el Tribunal Supremo de Puerto Rico.[19] Es objeto de crítica que se haya reconocido a otras jurisdicciones y que el Tribunal Supremo no haya estimulado y protegido el Derecho Nacional. Lo observado por el Juez Torres Rigual no tiene relevancia por lo señalado anteriormente. El derecho constitucional va por encima de las normas locales concebidas, bien bajo el sistema de derecho civil o la Constitución del Estado Libre Asociado. El ordenamiento está estructurado de esa manera y no puede ser trastocado. El Juez Trías Monge merece toda la apreciación y reconocimiento cuando aplica e integra estas normas locales al Sistema sin menospreciar nuestro derecho. Su delicadeza en su aplicación es digna de aplaudirla intelectualmente. Cualquier otra actuación podría catalogarse de demencial.

V.             Conclusión

Se impone la conclusión de que el Juez Trías Monge, mediante sus opiniones, produjo un cambio radical de enfoque y de aplicación de las normas en el campo del derecho de daños en Puerto Rico. Sus expresiones y argumentos ponen fin a la patología imperante en el ordenamiento y sientan las bases y fundamentos de un derecho de daños netamente puertorriqueño. Es el derecho nacional, que emana como una premisa inarticulada, y hace dable que aspiremos a resolver las controversias que se plantean en el campo tomando en consideración la dinámica de los factores históricos y socioeconómicos que se encuentran interactuando y que responden a nuestras realidades. Esa manera de proceder le acredita ser un juez creativo que de manera contundente ejemplifica la dimensión profética. Es una actividad constantemente “creadora, es decir portadora de nuevo derecho”.[20]  Pocos son los jueces de nuestro más alto tribunal que se han distinguido por ese atributo. Las preferencias por el positivismo —unida a los compromisos ideológicos— los ha llevado a convertirse en operadores del derecho que solo solucionan casos concretos sin transcendencia en la jurisprudencia ni en el ordenamiento.

Su entendimiento respecto al papel del derecho constitucional —tanto nuestro como el norteamericano— es cónsono con lo articulado sobre la hegemonía del sistema de derecho civil en la confección de la norma y el precepto aplicables en materia de responsabilidad civil extracontractual. El imperativo constitucional, irrespectivo de su origen y procedencia, tiene ineludiblemente que privar sobre cualquier otro derecho en el régimen jurídico. El Juez Trías Monge así lo ha reconocido con la sutileza que particulariza su estilo de expresión escrita. No le tomó mucho en reconocer que estamos viviendo una interacción a tenor con la regla de la supremacía que entraña la constitución, que solo permite la aplicación de doctrinas compatibles con la misma. Hay que subrayar, como lo hicimos con la casuística previamente discutida, que la interpretación constitucional establece partes y guías que conducen a ordenar e imprimir coherencia en la jurisprudencia y el ordenamiento.

Un examen detenido de sus aportaciones nos lleva a resaltar que el Juez Trías Monge ha dotado al mundo del derecho de daños con la flexibilidad que le permite considerar todo aquello que es menester para la adopción de normas que respondan a las realidades que vivimos en nuestro país.

NOTAS AL CALCE

* Catedrático de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico.

[1] Valle y otros v. American International Insurance Co., 108 DPR 692 (1979).

[2] 31 LPRA § 5141. Dispone que “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño cuando…”.

[3] Véase sobre este tema, Delgado Cintrón, Carmelo, Presupuestos Históricos para formar el Derecho Nacional, 61 Rev. Jur. UPR 3 (1992)

[4] Max Weber, Economía y Sociedad (Tercera Edición en español 2014, Fondo de Cultura Económica, México), pág. 32.

[5] Valle, 108 DPR en las págs. 694-95.

[6] J. Puig Brutau, Traducido, Barcelona, Ed. Bosch, s.f., pág. 18.

[7] Los casos citados son los siguientes: Esbri v. Serrallés, 1 DPR 321 (1901); Marimar v. Pelegrí, 1 DPR 225 (1902); Bravo v. Franco, 1 DPR 225 (1902); Chevremont v. El Pueblo, 1 DPR 431 (1903). Véase también Vélez v. Ramírez, 1 DPR 199 (1901), donde se negó el tribunal a considerar una sentencia del Tribunal Supremo de España

[8] Valle, 108 DPR en las págs. 696-97

[9] Gierbolini Rivera y otros v. Employers Fire Insurance Co., 104 DPR 853 (1976).

[10] Id. en la pág. 860.

[11] Id. en las págs. 860-61.

[12] Cortés Portalatín et al v. Han Colón, 103 DPR 734 (1975).

[13] New York Times Co., v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964).

[14] Const. PR art II, § 8.

[15] Cortés Portalatín, 103 DPR en la pág. 739.

[16] García Cruz v. El Mundo, et al., 108 DPR 174 (1978)

[17] New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964)

[18] Véase Cortés Portalatín, et. al. v. Hau Colón, 103 DPR 734 (1975).

[19] Véase Aponte v. Lugo, 100 DPR 293 (1971).

[20] Weber, op cit, pág. 932.