El Derecho Internacional como Instrumento al Servicio de los Pueblos del Sur

El Derecho Internacional como Instrumento al Servicio de los Pueblos del Sur

El Derecho Internacional como Instrumento al Servicio de los Pueblos del Sur

José Echeverría

El Derecho Internacional puede ser denunciado como un instrumento del que los países industrializados del Norte se han servido y se sirven para oprimir y explotar a los pueblos del Sur. Sin embargo, sería, por cierto, un error grave considerar tal Derecho tan sólo en esta perspectiva y rechazarlo in toto. Un examen lúcido de lo que es el Derecho internacional indica que él puede ser tenido, además, por un instrumento que los pueblos del Sur pueden invocar y utilizar con miras a hacer cesar la explotación y opresión de que son víctimas y a obtener alguna reparación de éstas.

Para acreditar esta tesis, habré de referirme al Derecho internacional, no sólo a lo que es ahora mismo y al modo como hoy se aplica, sino también a lo que en su origen fue y en lo que podría eventualmente convertirse si los portavoces de los pueblos del Sur aprendieran a descubrir, a exhibir y a invocar sus potencialidades. Esto implica hacer prevalecer la versión más abierta y progresista de sus instituciones, frente a otras que los Estados del Norte destacan para defender y preservar sus privilegios.

Dividiré mi exposición en nueve puntos.

1. Ante todo, por muchos defectos que al Derecho internacional se le puedan encontrar, es evidente que su presencia y vigencia son preferibles a su ausencia, en cuanto aquéllas permiten, por lo menos, un debate en razón sobre los conflictos y diferendos internacionales que oponen a los pueblos del Sur a los del Norte, a la vez de que su ausencia nos dejaría en un vacío conceptual frente al ejercicio brutal de la fuerza por los más poderosos y sin un criterio para juzgarla y, eventualmente, condenarla.

2. Es, además, del todo claro y manifiesto que muchos de los defectos que al Derecho internacional se le pueden achacar son consecuencia de una evolución jurídica que ha terminado por deformar el sentido que tal Derecho en su origen tuvo.

En efecto, y como todos saben, el Derecho internacional tiene como antecesor el jus gentium romano. Ahora bien, este Derecho fue pensado y elaborado para resolver los conflictos de las personas y de los pueblos a quienes, por no ser romanos, sino extranjeros, no era aplicable el jus civile romanorum. Más allá de los límites de la aplicabilidad de este último Derecho, reservado a los ciudadanos de Roma, reconocían los juristas romanos dos ordenamientos jurídicos: uno, el jus naturale, constituido por las normas jurídicas que la sola razón obtiene de considerar la naturaleza de los seres vivos, aplicable, por tanto, a los hombres y a los animales por igual; y, dos, el jus gentium, sólo aplicable a aquellos seres humanos que, por su condición de extranjeros, y por no poder invocar un tratado entre Roma y su ciudad, quedaban en una suerte de limbo jurídico. Las normas de este jus gentium resultaban de aquellas instituciones que los diferentes Derechos tenían en común y de la racionalidad y equidad que cabía atribuirles. De aquí deriva el estrecho parentesco del jus gentium con el jus naturale, hasta el punto de que, una vez olvidada o dejada ya de lado la consideración de los animales junto con los seres humanos, ambos Derechos llegaron a fundirse en uno solo. No es aventurado afirmar que estas dos locuciones –jus gentium y jus naturale– tuvieron por siglos un mismo sentido y eran, en consecuencia, intercambiables.

De lo dicho se desprende, en suma, que, al lado del Derecho positivo de Roma, cuyas fuentes eran de carácter histórico, los juristas romanos reconocieron o elaboraron otro Derecho, el jus gentium, más perfecto que aquél por ser más racional y por estar fundado en la equidad universal, el cual era aplicable a todos los seres humanos, ya fueran individuos o pueblos.

Por tanto, querer hoy perfeccionar el actual Derecho internacional, con miras a que esté al servicio de la justicia que los desfavorecidos del mundo reclaman, no significa otra cosa que volver este Derecho a su origen y actualizar sus raíces en el antiguo jus gentium. La recuperación de lo que, en tal Derecho, se ha llegado a olvidar, a obviar o a soslayar, en el curso de su desarrollo histórico, para beneficio de los Estados más poderosos, puede operar de modo tal que sirva ahora a las víctimas de este mismo desarrollo. Ipsa antiquitas est nova.

3. El mismo problema al que hubieron de enfrentarse los juristas romanos, a medida que Roma establecía relaciones cada vez más frecuentes y estables con otros pueblos, hasta culminar como un vasto imperio, volvió a presentarse, esta vez, entre los juristas españoles, cuando España extendió sus poderes hacia el vasto continente que los navegantes de los siglos XV y XVI descubrieron a la conciencia europea.

El teólogo dominico Francisco de Vitoria tuvo el mérito de resucitar y reelaborar el jus gentium, en la primera mitad del siglo XVI, en busca de soluciones para los múltiples problemas de orden moral, teológico y jurídico que suscitó el contacto de los pueblos cristianos de la Europa occidental con otros del continente americano. En muchos aspectos, las enseñanzas de este teólogo de la Universidad de Salamanca generaron una mala conciencia en Europa, en la medida en que condenaban las prácticas de los españoles, y luego de los portugueses, en el proceso de conquista y colonización de América. Tal es el caso de la tajante exigencia de Vitoria en cuanto a que ha de darse el asentimiento del pueblo, no viciado por el temor o la ignorancia, a la hora de someterlo a un nuevo príncipe, o de imponerle exacciones o impuestos. Igualmente categórica es la condena del dominico de las conversiones forzadas por el temor: “La guerra, escribe, no puede mover a los bárbaros a creer, sino sólo a fingir que creen y que aceptan la fe cristiana, lo cual es inhumano y sacrílego.” Ha sido usual aproximar la obra de Vitoria a la de su no menos ilustre sucesor español, el jesuita Francisco Suárez. Sin desconocer las muchas convergencias que se dan entre ellos; y sin regatear, por cierto, el reconocimiento de la grandeza propia de este último, aquí se ha de proceder más bien a diferenciar sus obras.

El jesuita, en efecto, se encamina a desprender el jus gentium de la unidad que antes formaba con el jus naturale, y a constituir el primero en un Derecho positivo más, que él sitúa, con todo, en una posición intermedia entre el jus naturale y el jus civile.

Mientras el Derecho natural es evidente de por sí y en forma inmediata, observa Suárez, el jus gentiumcarece de tal carácter, puesto que es elaborado y supone una autoridad humana. En efecto, Suárez ve en la costumbre la fuente del jus gentium. Y, como él escribe medio siglo después que Vitoria, esto es, en un momento en que las relaciones que los europeos han establecido con los indígenas ya son costumbre, no es de extrañar que afirme que, en contraste con el Derecho natural, que no sólo prescribe el bien, sino que prohíbe todo mal, el jus gentium tolera ciertas acciones malas: jus gentium aliqua mala permittere potest.

Lo que todavía se preserva en Suárez es la concepción del jus gentium como un Derecho que rige inter gentes, para los pueblos, expresión ésta que luego será tenida por sinónima de naciones, de donde el nombre Derecho internacional.

4. Poco a poco, sin embargo, el término nación será tenido por equivalente a Estado. Claro está, lo que los tratadistas de los siglos XVII y XVIII llaman Estado no corresponde precisamente a lo que hemos llegado a designar con este nombre. Hugo Grocio define el Estado como una asociación de hombres libres unidos para el disfrute de sus derechos con miras a su interés común; y Pufendorf ve en él un compuesto de personas morales, cuya voluntad, constituida por los pactos de muchos hombres, es considerada como la voluntad de todos. Vattel, por fin, dirá que toda nación que se gobierna a sí misma, en la forma que sea, y que no dependa de otra nación, es un Estado soberano. De estas varias definiciones deriva que el Estado no es otra cosa que la nación que ha logrado cierta perfección por estar provista de una organización jurídica, siempre que ella no sea dependiente de otra nación.

Mas, en una etapa ulterior de la evolución semántica del vocablo Estado, éste terminará por designar, no ya la nación en determinadas condiciones de perfección o completud, sino la autoridad que sobre la nación se ejerce, vale decir, el poder público a cuya cabeza se encuentra el gobierno. En suma, por debajo, si así puede decirse, de la acepción de Estado que lo equipara a la sociedad, a la polis, se desliza con el transcurso del tiempo y se va formando, una acepción diferente que desprende el Estado, entendido ahora como aparato coercitivo centralizado de gobierno de aquella sociedad con la que antes se identificaba, por lo que resulta ya concebible una pugna de intereses entre el Estado y la nación o el pueblo. Precisamente por la acentuación del carácter coercitivo del Estado, llegarán a ver en él sus críticos el mayor instrumento de poder de la clase dominante en la sociedad, y es lo que confiere sentido a las luchas, orientadas hacia la disolución del Estado, que protagonizaron en los siglos XIX y XX el anarquismo y diversas corrientes revolucionarias que asumieron la representación de los sectores sociales explotados.

Lo dicho sobre el sentido de la evolución semántica de la palabra Estado permite comprender que haya llegado a darse en nuestros días esta paradoja: la soberanía, arrancada a los príncipes, a los monarcas y emperadores, y en general a los gobiernos, por las revoluciones liberales, será atribuida a los pueblos por las constituciones políticas de los diversos países; pero, a la vez, el Derecho internacional, en el que las revoluciones liberales no influyeron decisivamente, continuará apegado al concepto de la soberanía estatal, como si tales revoluciones no hubieran ocurrido. La tarea política a que hoy somos requeridos y convocados nos obliga a denunciar este doble lenguaje y, por ende, a luchar por que el Derecho internacional no sea ya sólo interestatal, en el sentido estrecho de la voz Estado, sino que incluya, además, entre sus sujetos o agentes, a los pueblos mismos, a menudo en pugna con unos Estados que pretenden representarlos, pero que no emanan de su libre voluntad ni atienden a sus intereses.

El Tribunal Permanente de los Pueblos tiene por misión servir de ejemplo en la vía de esta transformación del Derecho internacional. Procede por ello que juzgue este Derecho, en la versión reducida y pobre que de él ha llegado a prevalecer, mas no para derogarlo o suprimirlo, sino, por el contrario, para enriquecerlo con todo aquello que su concepto originario incluía y que los conflictos del presente reclaman nuevamente de él.

5. El adecuado cumplimiento de esta misión requiere que examinemos las diversas fuentes atribuidas al Derecho internacional.

Como es sabido, el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, que forma parte de la Carta de las Naciones Unidas, en conformidad con el artículo 92 de la misma, recoge de la tradición tales fuentes y las enumera en su artículo 38, que lee así:

1. La Corte, cuya función es decidir conforme al Derecho internacional las controversias que le sean sometidas, deberá aplicar: a. las convenciones internacionales, sean generales o parti-culares, que establecen reglas expresamente reconocidas por los Estados litigantes; b. la costumbre internacional, en cuanto prueba de una práctica generalmente aceptada como Derecho; c. los principios generales de Derecho, reconocidos por las naciones civilizadas; d. las decisiones judiciales y las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones, como medio auxiliar para la determinación de las reglas de Derecho, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 59.

2. La presente disposición no restringe la facultad de la Corte para decidir un litigio ex aequo et bono, si las partes así lo convienen.

El artículo 59 que se menciona al final de la letra c del recién transcrito, establece que “la decisión de la Corte no es obligatoria, sino para las partes en litigio y respecto del caso que ha sido decidido”. El propósito de tal disposición es excluir el stare decisis, o fuerza del precedente judicial, respecto de las resoluciones de la Corte, lo cual confirma que, tanto la jurisprudencia internacional, como las doctrinas de los publicistas de mayor prestigio, sólo tienen, como dice el mismo pasaje del artículo 38, un valor auxiliar en relación con las otras tres fuentes, esto es, según el orden en que son mentadas: los tratados, la costumbre internacional y los principios generales del Derecho; todo ello sin perjuicio de lo que la Corte y las partes puedan convenir para que un litigio sea juzgado según equidad.

Surge aquí la pregunta sobre si el orden en que las tres fuentes principales aparecen mencionadas en el referido artículo 38, corresponde o no a un orden de prelación entre ellas.

Se podría pensar que no hay tal prelación. Sin embargo, parece claro que la Corte Internacional, como cualquier otro tribunal, ha de comenzar por atender a la convención que las partes en litigio han celebrado, cuando la haya; esto significa que no puede la Corte ignorar tal convención y dirigirse directamente a la costumbre para resolver. Por tanto, sólo podrá comenzar por considerar la costumbre a falta de convención o tratado; o bien podrá dirigirse a ésta después de atender al tratado, si tiene alguna duda sobre su alcance, su interpretación o su validez. Se justifica, pues, según esto, que en el artículo 38, en estudio, la referencia a las convenciones internacionales (letra a) preceda a la de las costumbres (letra b). ¿Se justificará de igual manera el que la referencia a las costumbres (letra b) preceda a la de los principios generales (letra c)? Pienso que sí, en atención a que no todas las costumbres constituyen normas jurídicas válidas: sólo lo son “las que son generalmente aceptadas como Derecho”, conforme al citado artículo 38, letra b. Esto equivale a exigir que la costumbre sea cualificada y tenida generalmente por una buena costumbre, si ha de ser considerada como una norma de Derecho internacional, lo cual, como es obvio, excluye del orden normativo que es este Derecho las malas costumbres que resultan de la conducta ilícita reiterada. Ahora bien, la cualificación de buena o de mala que sobre una costumbre recae se decide, precisamente, en consideración a los principios generales del Derecho. Así, pues, si hay convención, ésta habrá de ser juzgada en función del Derecho internacional consuetudinario, esto es, de la costumbre de celebrar convenciones internacionales a las que la costumbre, otra vez, atribuye tal o cual alcance o interpretación y, por fin, en función de la costumbre de cumplir de tal o cual manera lo convenido. Las costumbres, por su parte, serán declaradas válidas o inválidas, esto es, serán tenidas o no por normas del Derecho internacional, atendiendo a los principios generales del Derecho y, ante todo, al que declara pacta sunt servanda. Si no hubiera convención o tratado, la Corte atenderá en primer término a la costumbre, la cual deberá ser examinada a la luz de los principios generales del Derecho si alguna perplejidad surgiese en cuanto a su validez como norma jurídica.

Hasta ahora, empero, sólo se ha considerado la prelación entre las fuentes del Derecho internacional siguiendo el orden del conocer judicial, vale decir, el orden en que se desplaza la atención del juez, comenzando por el tratado, cuando lo haya, siguiendo con la costumbre y dirigiéndose, por fin, a los principios. Mas ocurre que este conocer nos exhibe, a la postre, un orden de prioridad inverso: el orden del ser, esto es, el de la fuerza obligatoria de las fuentes o de la validez de las normas del Derecho internacional. Según este último orden, los principios generales del Derecho tienen mayor ser jurídico que las costumbres, puesto que en ellos radica el criterio para declararlas buenas y, por ende, la razón de la validez de éstas; y, del mismo modo, las costumbres tendrán más ser jurídico que los tratados, por obtener éstos su validez de la costumbre de celebrarlos, de atribuirles tal o cual sentido y de cumplirlos de un modo determinado.

Concluimos sobre esto, por ende, que los principios generales del Derecho constituyen la fuente principal y primordial del Derecho internacional. Y puesto que estos principios son, ante todo, racionales (lo que significa de inmediata evidencia) y universales (vale decir, de aplicación al mundo entero), con esta conclusión ampliamos el alcance del actual Derecho internacional, empobrecido, menguado y enteco; volvemos a hacer de él ese jus gentium que en su hora admitió ser identificado con el jus naturale.

Obsérvese, de otra parte, ahora, que la conclusión teórica alcanzada es la que en mayor grado puede favorecer en la práctica los reclamos de justicia del Sur frente al Norte y, por ende, la que en mayor grado conviene invocar desde el punto de vista de una eficaz estrategia jurídica del Sur. En efecto, la sola consideración de la costumbre, dejando de lado la cualificación de ella por los principios, sólo exhibiría los abusos en que reiteradamente incurren los países del Norte respecto de los del Sur, los atropellos de que éstos siempre son víctimas en sus tratos con los del Norte, por lo que habría que concluir que tal costumbre legitima esos abusos y estos atropellos. No resultará, en general, más conveniente para los países del Sur invocar tratados específicos celebrados por ellos con los del Norte, ya que en tales tratados, dado el desequilibrio en el poder de negociación de las partes, y las presiones que los países más poderosos ejercen sobre los representantes de los más débiles, los países del Sur llevan siempre las de resultar perdedores. En suma, la mayor posibilidad que los países del Sur tienen de obtener justicia por la convicción que en su favor puedan generar en la opinión pública mundial, incluyendo, claro está, la opinión pública de los países que abusan de ellos, radica en que invoquen esos principios generales del Derecho, que son la fuente mayor del Derecho internacional y que resultan evidentes para todos en cualquier parte del mundo. Sólo por aplicación de tales principios pueden los países del Sur obtener que los enormes daños que ellos sufren cesen y les sean reparados.

Conviene considerar ahora que la letra c del artículo 38 que se viene examinando se refiere a “los principios generales del Derecho reconocidos por los países civilizados”. La infinita soberbia de los países del Norte podría inducirlos a sostener que, siendo ellos los únicos países civilizados, cuya misión histórica consiste en civilizar a los demás, sólo de ellos mismos depende decidir qué principios generales de Derecho serán aplicables en el Derecho internacional y cuáles no lo serán.

Ante todo, necesario es recordar que la locución naciones civilizadas tiene un sentido técnico en el Derecho internacional: significa países reconocidos como tales por la comunidad de naciones, operando este reconocimiento como una suerte de bautismo jurídico que conlleva que al país reconocido se le atribuyen los derechos y deberes propios del Derecho internacional. De todos modos, aun admitiendo que tal locución aludiera a una suerte de élite de países, sería del todo razonable invertir el sentido de la locución mentada, y tener por civilizados sólo a aquellos países que reconocen y respetan en su conducta internacional tales principios. Por fin -y esto es lo decisivo-, el reconocimiento del que aquí se trata se manifiesta ante todo en la aplicación que hacen los diferentes países de los referidos principios, no sólo en actos específicos del Derecho internacional, sino también, y sobre todo, en su propio Derecho interno.

Ahora bien, atendiendo ahora a esto último, no puede un país reconocer y aplicar un principio general en su Derecho interno y pretender, a la vez, sustraerse a su aplicación en su trato y sus negocios con otros países, sin contradecirse a sí mismo, sin incurrir, por tanto, en aquella conducta ilícita que se califica de estoppel. En una célebre sentencia de la Corte Internacional, se hizo presente que el efecto jurídico del estoppel es siempre el mismo: “a la parte que, por su reconocimiento, su representación, su declaración o su silencio, ha mantenido una actitud manifiestamente contraria al derecho que pretende reivindicar ante un tribunal, no le está permitido reclamar este derecho (venire contra factum proprium non valet)”. De lo dicho resulta que es ilícito, a fuer de contradictorio y por implicar mala fe, el que un Estado pretenda ser favorecido por un principio que su Derecho interno excluye, o al revés. El estoppel, escribe un autor, es un principio que prohíbe a un Estado adoptar una conducta contraria a la que previamente ha observado, cuando de esta contrariedad resulta un perjuicio para la otra parte o un beneficio injustificado para aquél que en tal conducta incurre.

La identificación que aquí se ha propuesto de los principios generales del Derecho, en cuanto son fuente principal del Derecho internacional, con las reglas propias de antiguo jus gentium, se fortalece aún más si se considera la plausibilidad de poder sostener que tales principios forman parte del jus cogens, esto es, del núcleo duro, por perentorio, de tal Derecho.

El artículo 53 de la Convención de Viena de 1969, sobre el Derecho de los tratados, definió como jus cogens aquellas normas del Derecho internacional aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional de Estados en su conjunto, de modo tal que no admitan acuerdo en contrario y que sólo puedan ser modificadas por normas ulteriores que tengan el mismo carácter.

Se ha dado énfasis, en general, al tratar del jus cogens, a la obvia ilicitud de los crímenes contra la paz y contra la humanidad, sobresaliendo, entre los últimos, el genocidio, condenado internacionalmente poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, resulta legítimo pensar que, más allá del ámbito del Derecho penal internacional, la condición de jus cogens ha de extenderse, sin excepción, a todos los principios generales aludidos en la letra c del artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia. Diversos antecedentes pueden invocarse para resolverlo así. Por ejemplo, ya el §3 del Decreto del Consejo de las Naciones Unidas para Namibia, dictado el 27 de septiembre de 1974, reconoció carácter de jus cogens al principio en virtud del cual se ha de restituir a un pueblo la disposición de sus recursos naturales.

En efecto, lo que se exige de un principio jurídico para que sea fuente del Derecho internacional es exactamente lo mismo que se requiere de una norma jurídica para incluirla en el jus cogens, de este Derecho, a saber, el reconocimiento por la comunidad internacional, cuyos miembros se denominan, según se vio antes, “naciones civilizadas”.

Se da aquí un muy notable movimiento circular: la aceptación de un principio jurídico general por las naciones civilizadas confiere a tal principio, a la vez, su carácter de fuente del Derecho internacional y de jus cogens, significando esto último que ese principio es perentorio para todas y cada una de dichas naciones, las cuales no podrán sustraerse de su aplicación ni en su Derecho internacional contractual ni en su Derecho interno.

6. ¿Cuáles son, pues, estos principios generales del Derecho que los países del Sur podrían hacer valer de modo perentorio para que se les haga justicia?

Sería, por cierto, un error dar este nombre de principios a todos los aforismos o máximas, escritos o pronunciados generalmente en latín, que en el ejercicio de la abogacía o de la judica-tura es solícito invocar, a veces tan sólo como definición de un acto o de una situación jurídica, otras con el fin de interpretar una convención, una norma, etc. Lo propio del principio general del Derecho, lo que le confiere el carácter de tal, es que él sea susceptible de expresarse con la imperatividad propia de una norma jurídica, lo cual, a su vez, nos refiere a un derecho subjetivo, vale decir, al interés que se presume que alguien, individuo o colectividad, tiene en que otro cumpla la prestación que la norma indica.

No se ha de pretender aquí mencionar todos y cada uno de tales principios generales. Ha de bastarnos considerar los más manifiestos. No puede faltar en esta consideración, como es obvio, aquel principio que nos obliga a respetar los compromisos libremente asumidos, esto es, el que declara pacta sunt servanda; ni tampoco el que nos obliga a reparar, en forma específica o por equivalente, todo daño injustamente causado por nosotros. Más tampoco puede faltar otro principio, complementario del anterior: el que obliga a restituir el enriquecimiento injustamente obtenido o, lo que es igual, el derecho que se ejercita para obtener reparación de aquellos daños que sufrimos, sean ellos de carácter patrimonial o moral, y que presentan un nexo causal con el beneficio de otro, cuando el beneficiario no logra exhibir un título que lo autorice a retener tal beneficio.

Sabido es que este principio tiene una noble prosapia, que se descubre en las condictiones romanas; que fue proclamado por el jurista Pomponio, quien vivió en el siglo II de nuestra era, según aparece en el Digesto; que fue acogido y difundido por los glosadores y post-glosadores medievales; que fue incorporado a numerosísimos códigos, desde el de las Siete Partidas, de Don Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII, hasta los más recientes; que allí donde los códigos omitieron mencionarlo como tal principio, como es el caso del código Napoleón y de los que en él se inspiraron -o bien donde no hubo código, como en la mayoría de los países anglosajones-, hubo que introducirlo por vía jurisprudencial. Por todo lo anterior, no cabe la más mínima duda de que tal principio cumple con la condición de haber sido reconocido por las naciones civilizadas. Es algo sabido, además, que no sólo rige como principio general con carácter subsidiario respecto a las normas de Derecho civil, sino que inspira muchas de tales normas, como son, por ejemplo, las relativas al pago de lo no debido, a la gestión de negocios ajenos, a la cláusula resolutoria tácita de los contratos, a los casos de accesión, a las prestaciones mutuas que se deben el reivindicante y el poseedor vencido cuando la reivindicación prospera, etc. También es sabido que a este principio se le ha reconocido vigencia en el Derecho internacional. Cabe destacar, por fin, que el carácter racional y necesario que de suyo tiene es tal, que se le desprende de la mera lectura atenta del Libro V, relativo a la justicia, de la Ética Nicomaquea de Aristóteles, para quien la injusticia en la distribución se caracteriza por la carencia de uno y el excedente de otro. La aplicación del principio en estudio viene a constituir una vía paralela a la de la imputación de culpabilidad para que, quien ha sufrido un daño, pueda obtener reparación del mismo. Tiene la ventaja sobre la responsabilidad fundada en la culpabilidad de que no requiere para su procedencia la prueba, a menudo difícil de aportar, de que hubo dolo o negligencia, sino sólo la de que, entre lo perdido de una parte y lo ganado de otra, hay un vínculo de conexión causal. Esto significa que este modo de responsabilidad opera sobre un supuesto de relativa objetividad, libre de toda actitud recriminatoria. Tiene, claro está, el inconveniente de que la reparación estará limitada, si no se ha dispuesto otra cosa, al quid minus, vale decir, a la menor de las sumas que representen, respectivamente, el empobrecimiento y el enriquecimiento. Pero no es esto algo que, en el contexto de este estudio, pueda preocuparnos en demasía, dada la enormidad de los beneficios que la explotación del Sur produce en el Norte.

La única dificultad que presenta esta vía hacia una reparación radica en el hecho de que, para su procedencia, ha de concurrir, a más del empobrecimiento de uno, del enriquecimiento de otro y del nexo causal entre ambos hechos, la ausencia de un título que autorice al beneficiario para retener aquello en que aparece beneficiado. A menudo, en efecto, puede señalarse como título algún tratado, o bien, frecuentemente, la secuencia contractual, más o menos continua, que constituye el comercio internacional.

Ante la situación de que el enriquecido exhiba un título que le favorece, los civilistas han debido enfrentar desde antiguo una opción: hay aquellos que, a pretexto de defender derechos adquiridos, fetichizan todo contrato, y que, de acuerdo con esta actitud, restringen al mínimo el ámbito en que cabe considerar si hay o no hay enriquecimiento injusto; mas, frente a éstos, hay otros civilistas a quienes, para rechazar la acción de in rem verso (nombre que se da a esta acción reparatoria), no les basta la existencia de un título, sino que reclaman para ello un título suficiente; conforme con este criterio, consideran que tal suficiencia falta si el propio contrato genera el resultado injusto o contribuye a crearlo o a afianzarlo. Los primeros, dando un alcance desorbitado al principio pacta sunt servanda, consideran la validez de los contratos con independencia de que sus resultados sean justos o injustos; los segundos, en cambio, piensan que si el contrato es generador de una situación injusta, cabrá sospechar que su validez es vulnerable o, en todo caso, que, de algún modo, él es un título insuficiente para excluir la acción reparatoria del daño que de él ha derivado.

Estos últimos civilistas invocan -como medio para impugnar, repudiar o corregir el contrato que es fuente de injusticias, o sea, para requerir su anulación, reconciliación, resolución o revisión-, ya sea el vicio que pudiera afectar de lesión a una de las partes o el error que ésta sufrió; ya sea la desaparición de la base del contrato o Geschäftsgrundlage, que dicen los juristas alemanes; ya sea la teoría de la imprevisión o cláusula rebus sic stantibus, o bien, por fin, en el common law, las figuras llamadas breach of contract y discharge by frustration. Son éstas vías diversas, destinadas todas a proteger a la parte que, como consecuencia del contrato celebrado, sufrió un daño patrimonial o moral que sería injusto no reparar.

La opción por esta última posición doctrinaria se justifica doblemente en los casos de convenciones internacionales, a menudo firmadas por gobernantes que no eran representantes legítimos de sus propios pueblos, sobre quienes, sin embargo, se pretende hacer recaer la pretendida obligación que en la convención se estipula. Tal opción se justifica por igual cuando no ha habido propiamente una convención, sino más bien una práctica mercantil continuada que resulta abusiva. En estos casos, en efecto, es posible imputar a las empresas rapaces que, reiteradamente, se benefician de las condiciones del proceso comercial en curso, un abuso del derecho a negociar y contratar.

Resulta claro que la opción aquí defendida, en teoría, como la más justa, es, además, en la práctica, la que conviene a los intereses de los países del Sur, tan frecuentemente sometidos a gobiernos y a condiciones económicas que el Norte favorece, sostiene y alguna vez impone.

7. Pocas dudas pueden caber en cuanto a que los países industrializados del Norte se enriquecen en proporciones gigantescas en desmedro de los países del Sur.

Encontramos la expresión todavía un tanto tosca de este proceso en documentos e indicadores que las Naciones Unidas ofrecen. En relación tan sólo con los ingresos, señalan que un 23% de la población mundial recibe el 85% de los ingresos que en el mundo se producen, lo cual implica, como es obvio, que el 77% restante de la población sólo tiene acceso al 15% de tales ingresos. Esto se refleja en el hecho de que, de una población total de la Tierra de, aproximadamente, 5,500 millones de personas, unos 1,200 millones, que se acumulan en los países del Sur, están bajo el nivel de la pobreza, y unos 1,000 millones son absolutamente pobres. Estas cifras sobre pobreza e indigencia se corresponden con otras relativas a las expectativas de vida. Desde luego, tales expectativas sobrepasan los 74 años en el Norte, y apenas alcanzan los 63 en el Sur. Pero más grave aún es que la mortalidad infantil, que es de 18 por mil en los países industrializados del Norte, sea de 116 por mil (cerca de ocho veces más) en los del Sur. Se calcula que, en estos países, unos 3 millones de niños mueren, cada año, de enfermedades inmunizables.

Conviene indagar cuáles son las principales causas de este doble fenómeno de enriquecimiento y empobrecimiento, términos que, como he dicho, no deben entenderse sólo en sentido patrimonial o pecuniario, sino con todas sus proyecciones hacia la salud, la educación, la calidad de la convivencia, etc. Aunque no es posible ni tampoco necesario hacer sobre ello aquí un estudio que pudiera pretender la apariencia de ser exhaustivo, sí es posible apuntar hacia el fenómeno designado como intercambio desigual, esto es, al hecho de que los mercados son ma-nipulados de tal manera, que los productos elaborados que los países industrializados del Norte ofrecen aumentan cada vez más su precio, con el paso del tiempo, en relación con las materias primas o los productos elaborados o semi-elaborados provenientes del Sur. Aquellos países jamás han querido consentir en poner fin a este proceso, mediante una indización general de los precios de los productos que se transan en el mercado mundial, pese a los reiterados requerimientos que, para ello, han hecho los países del Sur y las Naciones Unidas. Por el contrario, por sí, o a través del Fondo Monetario Internacional que ellos controlan, aquellos países industrializados ordenan, bajo amenaza de graves represalias económicas, que los del Sur dejen de proteger su producción nacional y abran sus fronteras a las importaciones, al tiempo que ellos mismos siguen una política opuesta, subsidiando su propia producción o defendiéndola de la competencia exterior, mediante medidas arancelarias o de otra naturaleza. Esto impide, claro está, que los países llamados en vías de desarrollo puedan entrar efectivamente en esta vía, a transitar por ella o dejar siquiera de deslizarse por la vía opuesta.

A lo que aquí se ha expuesto sobre el fenómeno de enriquecimiento del Norte a expensas del Sur, cabe agregar que ello es lo que en mayor grado determina el rápido deterioro de la biosfera del planeta: el incremento de los beneficios del Norte contribuye a promover el derroche irresponsable y adictivo que allí se da de sustancias energéticas no renovables, cuyo uso contamina el aire, las aguas y las tierras; a la vez, la pobreza del Sur y la necesidad de obtener divisas para servir las deudas que agobian a sus países, crean el incentivo para convertir las selvas, con sus reservas de biodiversidad, en terrenos susceptibles de explotación agraria. Por este camino, la fuerza de la sinrazón termina por prevalecer sobre la razón.

Sería, por cierto, un error grave pensar que el desequilibrio que se ha señalado podría, por sí solo, permanecer en los términos que hoy día presenta. Todo indica que, por el contrario, tal desequilibrio se está acentuando y continuará haciéndolo. Según datos del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), el 20% de los habitantes más pobres del planeta, que en 1960 disponían tan sólo del 2.3% de los ingresos que el mismo genera, ha visto disminuida su participación en más de un tercio en los últimos 32 años, reduciéndose ella al irrisorio porcentaje de 1.4.

En el ámbito de los Derechos nacionales, se han adoptado en este siglo diversas medidas para detener, o frenar al menos, la pauperización progresiva de vastos sectores sociales. Hasta se creó con este fin toda una nueva área jurídica: el Derecho laboral. Claro está, la razón de ser de esta política jurídica radica en la aspiración de los partidos de atraerse los sufragios de los pobres a fin de tener acceso al poder. No dándose este factor electoral en las relaciones internacionales, es altamente probable que, a falta de una política destinada expresamente a impedirlo, la degradación de las condiciones de vida de la gran mayoría de los seres humanos haya de continuar acentuándose.

Como escribe un estudioso español en un trabajo aún inédito que ha tenido la gentileza de comunicarme, “asistimos a un fenómeno de consecuencias todavía no calibradas y que está marcando indeleblemente nuestra era: el hundimiento masivo de millones de seres humanos de Africa, de América Latina y Asia, hacia formas casi pre-civiles de subsistencia”.

8. Los diferentes Derechos nacionales han delimitado la figura jurídica del estado de necesidad que en ellas opera como causal de exención de responsabilidad criminal. Como es sabido, con esta exención se favorece al que realiza un acto que, normalmente, habría sido delictivo, cuando con él se pretende evitar que ocurra un daño mayor del que, como consecuencia del acto, se genera. Se trata, pues, aquí, de la elección entre dos males (choice of evils, según los tratadistas angloamericanos). En definitiva, mediante el sacrificio del interés social menos valioso, se otorga protección al que aparece provisto de un mayor valor. El ejemplo clásico de una situación tal es el llamado hurto famélico, que consiste en apropiarse de alimentos ajenos para evitar la muerte o los daños que el hambre traería consigo.

Parece necesario, en el contexto de este estudio, ampliar el ámbito de vigencia de tal concepto en una doble dirección. Desde luego, su extensión debería cubrir necesidades múltiples, no sólo la de subsistir, sino todas aquellas relativas a la salud, a la educación y, en general, a la posibilidad de tener acceso a una vida decorosa, cultivada y rica. De otra parte, el estado de necesidad debería tomarse en cuenta, no sólo como causal de exención de la responsabilidad del agente, sino como fuente de responsabilidad para aquellos que han causado o contribuido a causar tal estado o que han obtenido un beneficio conexo respecto de él. En este aspecto, el estado de necesidad que hoy sufren pueblos enteros y millones de personas debería prevalecer sobre la propiedad de excedentes suntuarios y sobre el lucro desmedido de que disfrutan los países del Norte; debería, por tanto, servir de fundamento a acciones por las que sea posible reclamar que este desequilibrio cese.

La satisfacción de necesidades humanas se encuentra siempre en la raíz de los sistemas de derecho subjetivos. Ella es, en especial, lo que justifica, en último término, el derecho de propiedad. Por esto, el estado de necesidad, entendido en el sentido amplio que aquí se le ha conferido, debe asociarse estrechamente con lo que el artículo 17 de la Declaración Universal de Derecho Humanos denominó derecho de la propiedad. Este derecho ha quedado sin mayor precisión ni desarrollo, al no haber sido explicitado en los pactos de 1966; pero obviamente apunta al derecho que todos los hombres, individual o colectivamente, tienen de adquirir propiedad, vale decir, de tener acceso a la posesión de aquellas cosas que son indispensables para satisfacer las propias necesidades, siempre que ello no implique sustracción de lo que otros, a su vez, requieran para satisfacer necesidades del mismo rango o valor.

La importancia de este derecho es doble. De una parte, permite relativizar el derecho de propiedad, puesto que, a menudo, ha de ocurrir que las propiedades ya constituidas en favor de determinadas personas limiten o impidan el ejercicio del derecho a la propiedad que todas las demás personas tienen. En otras palabras, los diferentes derechos de propiedad han de poder ser calificados en ocasiones de abusivos, por su constitución misma o su ejercicio, y, en cuanto tales, han de ser susceptibles de impugnación o reducción cuando afecten el derecho más radical, el de la propiedad. De otra parte, parece claro también que este último derecho no alude sólo a los modos de adquirir tradicionales (ocupación, accesión, tradición, usucapión, etc.). De haber tenido tal derecho este alcance restringido, no se habría hecho sentir la necesidad de explicitarlo en la Declaración Universal. Lo que al enunciarlo se ha tenido en vista parece ser, por el contrario, la referencia, no sólo a tales modos de adquirir, sino al derecho general que todos los seres humanos tienen de llegar a poseer aquellas cosas que necesitan para vivir, en el sentido pleno de esta expresión. Esto significa que han de poder reclamar propiedad suficiente para la satisfacción de sus necesidades los niños y los jóvenes, los ancianos, los inválidos y los enfermos y, de un modo más general, todos aquellos que no están en condiciones de trabajar para obtener salarios, sueldos u honorarios que les permitan adquirir, por la vía de la compraventa y la tradición, no menos que aquellos que ya han cumplido suficientemente la obligación social de trabajar.

Este mismo derecho a la propiedad que la referida Declaración reconoce es lo que pasa a denominarse derecho al desarrollo, cuando de pueblos se trata. Hay, en efecto, una obvia proximidad entre lo que los seres humanos individual o colectivamente necesitan y lo que es para un pueblo el desarrollo que permite precisamente satisfacer las necesidades de quienes lo forman. Si este último derecho, al igual que el anterior, aparece todavía algo indefinido y nebuloso, es porque han faltado la audacia conceptual y la voluntad política necesarias para pensarlo y hacerlo efectivo en todas sus consecuencias; esto es, en cuanto se correlaciona con prestaciones ajenas precisas que han de recaer principalmente sobre las naciones industrializadas del Norte, sobre todo, en cuanto su propio desarrollo se da en conexión causal respecto del subdesarrollo del Sur.

Conviene no olvidar, claro está, al decir derecho al desarrollo frente a países industrializados, que el desarrollo que con tales locuciones se apunta no consiste ni puede consistir en extender a los países del Sur las condiciones de existencia que hoy prevalecen en el Norte. Pues, si tal cosa se intentara, si, por ejemplo, países tan poblados como la India o la República Popular China, llegaran a tener la tasa de automóviles por habitantes que hoy es propia de los Estados Unidos de América y de otros países industrializados, no se podría evitar que la atmósfera se volviera irrespirable y que, tanto la humanidad, como la mayor parte de las especies biológicas, perecieran. El desafío de nuestro tiempo o, para ser más precisos, el de los seres humanos hoy en vida, consiste en lograr un modo de desarrollo que aún tenemos que inventar, consiste en proyectar modos de convivencia aptos para asegurar la armonía entre los hombres y un equilibrio ecológico óptimo y sostenible a largo plazo. Responder a tal desafío implica dejar de pensar el llamado “progreso de la humanidad” como un proceso histórico que ocurriera casi por sí solo, a espaldas de la propia humanidad o, en todo caso, sin que lo planifiquemos de un modo delibera. Implica que, por el contrario, asumamos conscientemente la dirección de este proceso, a fin de que, como resultado de él, puedan darse, en el menor plazo posible, las mejores condiciones para la vida compartida en el planeta y el más perfecto despliegue de la cultura humana.

Lo que en el presente apartado de este estudio se ha expuesto en relación con el estado de necesidad, no menos que en relación con los derechos a la propiedad y con el desarrollo, y con la teoría del abuso de los derechos, se vincula, por cierto, con lo que antes se dijo respecto del uso que los pueblos del Sur pueden hacer del principio que obliga a reparar el empobrecimiento sufrido cuando éste se da en conexión causal respecto de un enriquecimiento ajeno. En efecto, tal empobrecimiento se manifiesta precisamente como estado de necesidad, en el sentido amplio que aquí se le dio a esta locución, y los derechos a la propiedad y al desarrollo vienen a ser un modo de mentar el abuso de los derechos de propiedad constituidos y la frustración que implica la insuficiencia de propiedad o de desarrollo, todo lo cual sirve de fundamento a la acción por la que se requiere una reparación de aquellos que obtuvieron un beneficio unido por un nexo causal con tal insuficiencia.

9. Destaquemos, una vez más, que lo que aquí se ha expuesto como buena teoría jurídica es, además, lo que en la práctica más conviene a los países del Sur. De lo dicho antes, obtenemos, en efecto, las siguientes directivas para que estos países puedan hacer del Derecho internacional un instrumento con miras a obtener justicia: a. La afirmación de que los principios generales del Derecho han de prevalecer sobre la costumbre internacional y sobre los tratados como fuente del Derecho internacional; b. La de que estos principios son perentorios para todos los países, tanto en nivel de sus Derechos internos como del Derecho internacional; c. La afirmación de que, entre los principios generales del Derecho que son fuentes del Derecho internacional, se encuentra el que obliga a quien obtiene un beneficio a reparar el daño conectado con el mismo; d. La de que los tratados o convenciones que, a menudo, se encuentran en el origen de tal daño y beneficio, rara vez son suficientes para poder impedir o enervar el ejercicio de la acción de in rem verso por los países pobres del Sur contra los industrializados del Norte; e. La afirmación de que el estado de necesidad que afecta a los pueblos del Sur, no menos que los derechos a la propiedad y al desarrollo de que ellos son titulares, y la teoría del abuso de los derechos, intervienen como consideraciones auxiliares respecto del principio que obliga a los países del Norte a reparar los daños que sufren los del Sur cuando éstos se dan en conexión causal respecto de los beneficios que aquellos obtuvieron.

Este principio, que es el nervio mismo de la acción y la defensa de estos últimos países, tal como aquí se propone, puede hacerse valer

—para recuperar las fortunas que gobernantes inescrupulosos, corrompidos y, generalmente, ilegítimos de los pueblos del Sur, que a menudo han sido sostenidos y hasta promovidos por los gobiernos del Norte, suelen acumular en instituciones bancarias de éstos, o invertir en territorios extranjeros, con graves perjuicios para los pueblos del Sur que tuvieron el infortunio de estarles sometidos;

—para recuperar los inmensos beneficios que corporaciones del Norte obtienen de sus posesiones en los países del Sur, con una inversión que no los justifica;

—para corregir el fenómeno llamado intercambio desigual que caracteriza el comercio internacional, y reparar los daños que causa a los pueblos del Sur;

—para que los pueblos del Sur puedan extinguir eventualmente sus deudas externas por compensaciónde lo que ellos por este concepto deben con aquello que, a su vez, se les debe por aplicación del referido principio;

—de un modo general, para obtener reparación de todos aquellos daños, incluyendo el lucrum cessans, al lado del damnum emergens, que hubiesen sufrido y que presenten un nexo causal con beneficios de los países del Norte, respecto de los cuales éstos no puedan exhibir un título suficiente para retenerlos.

¿Qué posibilidades de éxito tiene, en esta pugna, el Sur respecto del Norte?

A la postre, tras recurrir a todas las instancias disponibles, como el Tribunal Internacional de Justicia, la Asamblea General de las Naciones Unidas, Organizaciones No Gubernamentales, etc., el litigio habrá de ser sometido a la instancia suprema del Derecho internacional, que es la opinión pública mundial, teniendo aquí máxima importancia, por cierto, la opinión pública de los propios países del Norte que explotan y atropellan a los del Sur, la cual puede y suele llegar a alterar la política de los respectivos gobiernos.

Para conmover a esta opinión pública, necesario es persuadirla de la justicia que asiste a las demandas de los pueblos del Sur. Pero es necesario persuadirla, además, de algo que, a primera vista, no siempre se muestra, a saber, la coincidencia de intereses y, por ende, la natural solidaridad de los pueblos del Sur con los sectores mayoritarios en los países del Norte. Es una sola, en efecto, la operación por la que aquellos pueblos del Sur son perjudicados en sus posibilidades de vida y gran parte de la población del Norte marginalizada y arrojada a la miseria.

Para explicar esto en términos llanos, basta señalar que la economía mundial opera en base a organizar los procesos productivos y distributivos con miras a maximizar el provecho de las empresas que a ello se dedican; que la posibilidad misma de esta maximización depende de que se logren reducir los costos de producción y distribución; que, entre estos costos, ocupa un lugar principal lo que se paga, tanto por adquirir las materias que en el proceso productivo se transforman y que luego, como productos elaborados, se distribuyen, como lo que se paga a título de salarios y de sueldos. De todo ello resulta, para las empresas de producción y distribución, el imperativo de reducir tanto los precios de las materias que han de comprar al Sur como los salarios y los sueldos que pagan a la población del Norte, y el de sustituir el trabajo humano, cada vez que ello sea posible, por mecanismos de automatización y robotización. El cumplimiento de tal imperativo trae consigo, por ende, miseria tanto para los pueblos del Sur como para todos aquellos que en el Norte sólo tienen su fuerza de trabajo para ofrecer en el mercado. Por esto, para apreciar adecuadamente la injusticia en el mundo de hoy, necesario es considerar la pobreza creciente a la vez en el Sur y en el Norte, indicando hacia su raíz común y su coordinación.

De todo lo dicho, se desprende que la organización del sistema económico mundial, que se proyecta, claro está, hacia el poder político, es tal que, en ausencia de una acción que la corrija en sus fundamentos o sus efectos, ella determina que un número cada vez mayor de seres humanos sea cada vez más pobre, al tiempo que un número cada vez menor de seres humanos se vuelva cada vez más rico.

Es obvio que una situación tal no puede perdurar, y que es un deber histórico hacerlo cesar lo más pronto posible. Todo hombre de bien, sensible a la injusticia, aunque no la sufra él mismo, ha de anhelar que esta situación cese. Con mayor razón han de anhelarlo quienes son sus víctimas en el Sur y en el Norte.