Contestación al discurso del Licenciado Salvador Casellas
Contestación al discurso del Licenciado Salvador Casellas*
Lady Alfonso de Cumpiano**
El tema central del discurso pronunciado por el distinguido académico, Lic. Salvador Casellas, plantea una de las controversias de mayor actualidad: hasta qué punto el derecho a la libre expresión y prensa garantizado en la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y en el Artículo II, Sección 4 de la Constitución del Estado Libre Asociado conflige con el derecho a la protección de la honra, la reputación y la intimidad, también de carácter constitucional.
En síntesis, se argumenta que existe un poder desmedido de la prensa dentro de nuestro marco constitucional y democrático a partir de la decisión de New York Times v. Sullivan;[1] que se ha truncado la acción por difamación con el requerimiento de prueba de malicia real en el caso de funcionarios y figuras públicas, alterándose así el equilibrio histórico y fundamental entre los derechos de la prensa y el individuo. El resultado, se nos indica, ha sido negativo para la vida pública del país.
Se presentan las siguientes propuestas: mayor debate del tema; otorgar mayor autonomía a nuestra cláusula constitucional que protege el derecho a la honra, la reputación y la intimidad; consideración de medidas legislativas para proveer un derecho de réplica; permitir demandas para defender la honra, sin tener que probar daños; el fortalecimiento de todas las instituciones que participan en la formulación e implantación de normas éticas para los medios de comunicación y el establecimiento de una organización cuya función sea la auto-reglamentación de la industria periodística.
Comparto la posición expuesta por el licenciado Casellas, en cuanto al examen de medidas que propendan al balance entre dos intereses tan fundamentales: la reputación e intimidad, eje de la dignidad humana y la libertad de expresión, eje de toda verdadera democracia. No obstante, estimo que si consideramos detenidamente el desarrollo jurisprudencial en cuanto a la garantía constitucional de la libertad de palabra y de prensa no podemos afirmar categóricamente que existe un poder desmedido de la prensa, a tal grado que se haya alterado el equilibrio entre los derechos de ésta y los del individuo. A grandes rasgos, veamos las determinaciones judiciales principales que dan base a nuestra posición.
Desde que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos decidió el caso de New York Times y. Sullivan en 1964, la doctrina en el campo del líbelo no ha dejado de ser confusa y tambaleante. New York Times revocó la jurisprudencia anterior que reconocía la verdad como única defensa con eficacia en los casos de libelo y estableció que los funcionarios públicos no podían reclamar daños por difamación sin probar que había mediado malicia real. Posteriormente, se amplió la norma para extenderla a figuras públicas[2] y para cubrir asuntos de interés general.[3] No obstante, en Gertz v. Robert Welch, Inc.,[4] el Tribunal estableció que el status público o privado de un demandante es determinante en la naturaleza de los daños a imponerse. La persona privada de-mandante recobra por daños a su reputación si se prueba que existe negligencia de parte del demandado, pero no se impondrán daños punitivos, a menos que se pruebe malicia real. A juicio del Tribunal, las figuras públicas merecen menos protección porque tienen los medios para responder a las críticas de la prensa y porque han invitado o propiciado, que se les dé atención al lanzarse al debate de controversias públicas.
Decisiones posteriores a Gertz limitaron el alcance del caso de New York Times v. Sullivan en cuanto a la aplicación de la norma de malicia real y restringieron el ámbito de la libertad de prensa bajo determinaciones de exclusión de cierta clase de personas como figuras públicas, limitaron los derechos procesales de la prensa, permitieron amplio descubrimiento de su proceso editorial, limitaron la protección de las fuentes del periodista, ordenaron la incautación de records de la prensa y redujeron el acceso a información gubernamental bajo el desarrollo de la doctrina de neutralidad.[5]
Un caso importante en la trayectoria jurisprudencial que examinamos es Dun & Bradstreet Inc. v. Greenmoors Builders,[6] que cambió el enfoque centralizado en el demandante en lo que a daños se refiere. En opinión dividida, el Tribunal dictaminó que una persona privada que entabla pleito por difamación, no tiene que probar malicia real de parte del demandado como un requisito para recobrar daños punitivos, cuando el relato difamatorio se refiere a un asunto privado y no público. Dun & Bradstreet trataba de un informe falso de crédito comercial que se circuló por el demandado. Tiene especial interés para el tema principalmente por las expresiones de las diversas opiniones de los jueces, las que demuestran las contradicciones y enfoques diversos en cuanto a los derechos de expresión y prensa vis a vis los de reputación. El entonces Juez Presidente Burger abogó por la revocación del caso de Gertz; el Juez White aludió al “balance imprudente” entre los derechos del público a estar informado sobre sus funcionarios públicos y los intereses de éstos en su reputación establecido en el caso de New York Times. Sugirió la re-vocación de Gertz y la reinstalación de las normas de adjudicación del `common Law’, que permitían sólo daños razonables. El Juez Brennan, en su disidente, concluyó que el caso de Dun & Bradstreet debió seguir los postulados del caso de Gertz, esto es, debieron denegarse los daños reales y los punitivos, aún si se trataba de expresión de naturaleza privada o económica. Rechazó la definición de “interés público” de la mayoría y la catalogó de amorfa e irreconciliable con los principios de la Primera Enmienda.
Basten los señalamientos generales de las opiniones anteriores para concluir que el caso de Dun & Bradstreet confundió aún más un área del Derecho hasta entonces suficientemente compleja. Además de la determinación que deben hacer los tribunales en cuanto a si la persona demandante es funcionario o figura pública o persona privada, se creó otra etapa decisional, con tan poca dirección como la primera: el carácter público o privado de la expresión en disputa. La clasificación de la expresión en pública o privada determina, pues, cuándo un demandante es susceptible a responder por daños que se presumen y por daños punitivos. Contrario a la visión de poderes excesivos de la prensa, la opinión de Dun & Bradstreet hizo más factible la imposición de estos daños y puso en juego el principio fundamental de la Primera Enmienda, consistente en que las medidas que directamente inhiben la libertad de expresión, deben ser claramente definidas para que prevalezcan.[7]
Philadelphia Newspaper Inc. v. Hepps,[8] caso resuelto en 1986, constituye la expresión más reciente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos sobre el tema. El Tribunal resolvió que cuando se trate de una publicación por un periódico de expresiones de interés público una figura pública demandante no puede reclamar daños sin probar, además de la falsedad del hecho, que se actuó con culpa. La Juez O’Connor, quien escribió la opinión mayoritaria,[9] reconoció expresamente que en un asunto en que las escalas de la balanza se encuentran en posición tan incierta, las disposiciones constitucionales obligan a mover ligeramente la balanza en favor de la protección de la libre expresión.
El caso de Falwell v. Hustler[10],ante la consideración del Tribunal Federal establecerá sin duda importante jurisprudencia respecto al alcance de la libertad de prensa, no frente a un caso de libelo, sino en cuanto a los daños sufridos por la presentación en una revista de caricaturas altamente ofensivas y deliberadamente maliciosas. El Tribunal posiblemente tendrá dificultad en trazar la línea entre lo que hiere los sentimientos y aquello que es intencionalmente ofensivo. Estimamos que en este caso, debido al contenido repulsivo de la caricatura, la balanza se moverá hacia la protección de la dignidad de la persona afectada.[11]
Una rápida mirada al desarrollo jurisprudencial en Puerto Rico a partir de 1977, refleja que nuestro Tribunal Supremo adoptó las normas fundamentales de la jurisprudencia federal y derogó las normas sobre difamación hasta entonces operantes en Puerto Rico. Torres Silva v. El Mundo,[12] Zequeira v. El Mundo.[13] García Cruz v. El Mundo,[14] Clavell v. El Vocero, [15] Oliveras v. Paniagua,[16] Soc.Gan. Arroyo v. López Cintrón,[17] adoptaron la norma que requiere malicia real cuando se trate de difamación de funcionarios públicos o figuras públicas. Los casos aplicaron la regla cuando la parte demandada que publica la información alegadamente libelosa es un medio de comunicación o cuando es obra de persona ajena a éste. Voces disidentes en algunos de los citados casos cuestionaron la adopción en Puerto Rico de las reglas prevalecientes en los Estados Unidos y abogaron por la adopción de normas autóctonas.
Esta posición parece tener acogida en el discurso en cuanto se sugiere dar mayor autonomía y fuerza a nuestra disposición constitucional que protege el derecho a la honra, la reputación y la intimidad. Sin embargo, en otra parte se nos indica que nuestra realidad política impide al Tribunal Supremo de Puerto Rico modificar la norma de New York Times y darle mayor fuerza a la aludida disposici6n constitucional. Cabe recordar al respecto que Puerto Rico, al igual que las jurisdicciones estatales, tiene la facultad de establecer sus propias normas de responsabilidad por difamación, pero nuestra relación con los Estados Unidos nos impide imponer responsabilidad absoluta, y no nos permite reducir el contenido de la Primera Enmienda. Así pues, si la persona injuriada es persona privada, las leyes de Puerto Rico o las interpretaciones judiciales podrán establecer una norma de responsabilidad menos exigente, pero no si se trata de funcionario público o figura pública. No obstante, bajo las normas jurídicas aplicables, puede hacerse valer nuestra visión de los valores morales y sociales en la interpretación de éstas, debido a que el campo es sensitivo a las fuerzas culturales.
Como aspecto importante de nuestra jurisprudencia vale destacar que tanto Torres Silva como Zequeira sostienen la procedencia de una sentencia sumaria cuando el demandante no de-muestra la existencia de malicia real. Desde entonces se vislumbró en Puerto Rico que la prolongación de los pleitos que se refieren a los derechos de expresión de un demandado, tienen un impacto disuasivo sobre el ejercicio de estos derechos. Esa orientación está a tono con recientes propuestas en los Estados Unidos de dilucidar preliminarmente la prueba sobre veracidad o malicia real. Guarda también cierta relación con la medida presentada de una acción a los solos efectos de defender la honra, puesto que lo que se pretende es la obtención de un remedio rápido.
Decisiones más recientes de nuestro Tribunal reiteran la trayectoria doctrinal en este campo[18] y consideran el privilegio de información confidencial del Estado,[19] sin cambios significativos a doctrinas establecidas.
Los enfoques divergentes en las decisiones de los tribunales, sobre todo en la jurisdicción federal, demuestran tendencias más bien hacia reprimir que ampliar el derecho a la libertad de prensa. Ese convencimiento ha motivado preocupación por no haberse reconocido jurisprudencialmente un derecho separado a la libertad de prensa, y que el desarrollo de éste haya estado siempre ligado a la libertad de expresión. Los propulsores del reconocimiento de un derecho separado consideran que las responsabilidades particulares de la prensa, no pueden protegerse adecuadamente bajo las teorías sobre la libertad de palabra.[20]
Como corolario de una garantía constitucional independiente de libertad de prensa limitada a ciertas actividades protegidas, como por ejemplo, a miembros de periódicos reconocidos, revistas de noticias, servicios noticiosos de radio y televisión, se ha abogado por elevar a rango constitucional el privilegio de la prensa a no divulgar sus fuentes, al menos en procedimientos criminales de libelo.[21]
Estas y otras medidas similares se basan en la insatisfacción con el alcance que se ha dado al derecho a la libertad de prensa, con los límites a que ha estado sujeto, y con la fragilidad e in-consistencia de las doctrinas que se han esbozado jurisprudencialmente. Se cimentan en la teoría de que los valores de una comunidad libre y abierta deben trascender la preocupación por intereses individuales.
Es acertado el señalamiento de que prácticamente el único remedio legal que tiene una persona para protegerse contra la difamación por los medios de comunicación es la acción legal por daños.[22] Con la aprobación del Código Penal en 1974 se actualizó el delito de difamación bajo la clasificación de delitos contra el honor y se dio atención a la jurisprudencia ya vigente, en cuanto a si la persona alegadamente injuriada era de carácter público o privado.[23] Se estableció un medio novedoso de desagravio para los casos de difamación, cuando se otorgó facultad al tribunal sentenciador para ordenar la difusión de la sentencia condenatoria por el mismo medio utilizado por el difamador o por otro análogo o de igual naturaleza y a costa de éste. Consultadas las estadísticas de los tribunales de Puerto Rico, encontramos que entre los años 1975-76 y 1985-86 el 10.6% de los casos criminales de difamación resueltos en el Tribunal Superior culminaron en convicción y en el Tribunal de Distrito, el 14.92%.[24] No obstante el porcentaje bajo en convicciones, existe y se utiliza la vía penal para vindicar la difamación, aparentemente en su gran mayoría cuando se trata de personas privadas.[25] Nuestro Tribunal Supremo pasó juicio sobre las disposiciones penales y sostuvo una convicción por difamación en el caso de Pueblo v., Olivero Rodríguez.[26] No obstante, no se ha puesto en vigor la disposición de divulgación de la sentencia condenatoria, mecanismo que tenemos disponible hace más de una década. Este medio está a tono con las propuestas que hoy examinamos y amerita mayor exposición para que los tribunales la pongan en ejecución. Debemos señalar que la litigación civil en casos de difamación no es tan sólo onerosa para el demandante; tiene también alto costo para los medios de comunicación. La excesiva litigación en este campo y sus costos va en detrimento de las libertades constitucionales de la prensa y de los otros medios, puede ocasionar auto-censura, con serias consecuencias en el interés del público de estar debidamente informado de las actuaciones gubernamentales.
Estudios recientes han señalado que el número de pleitos por difamación contra los medíos noticiosos ha aumentado dramáticamente en los Estados Unidos durante los años 80. Dichos estudios demuestran que a los demandantes les anima, no tan sólo el interés en obtener recompensa económica, sino penar a la prensa, obtener publicidad libre de costos, intimidar a los medios de comunicación o utilizar el tribunal como foro para responder.[27]
Ciertamente algunas de las medidas señaladas por el licenciado Casellas, en búsqueda de remedios alternos a la litigación, son de beneficio tanto para el demandante, como para el demandado. Es interesante notar que los defensores de mayores derechos para la prensa han propuesto acciones contra el abuso del procedimiento judicial; de persecución maliciosa; imposición automática de honorarios de abogado a la parte victoriosa; sanciones y honorarios de abogado contra el abogado que lleve un litigio frívolo.[28] En cuanto al demandante, los remedios que se han propuesto son de carácter vindicativo. Así, se ha abogado por la publicación compulsoria de una sentencia contra la prensa, medida que como antes señalamos, está accesible en el ámbito penal en Puerto Rico desde 1974 y el derecho de réplica.[29] Se ha sugerido, además, que se permita a los funcionarios públicos traer acciones de sentencia declaratoria para determinar la veracidad de las alegaciones sobre difamación. Bajo esta propuesta, la sentencia declaratoria se daría a favor del funcionario público demandante si su reputación sufre daño por alegaciones difamatorias que resultan falsas.[30]
El licenciado Casellas propone legislar para establecer el derecho de réplica, incluso para los funcionarios públicos y figuras públicas y hace referencia a nuestra cláusula constitucional y a las diferencias sociales y culturales entre Puerto Rico y Estados Unidos, para sostener la medida. Antes discutimos las limitaciones que nos impiden aprobar leyes declaradas inconstitucionales bajo la Primera Enmienda.
En el caso de Miami Herald v. Tornillo.[31] El Tribunal Supremo de los Estados Unidos rehusó dar validez a un estatuto que disponía como remedio el derecho de réplica. Sin embargo, los que abogan por este remedio argumentan que podría sostenerse constitucionalmente un estatuto que provea el derecho de réplica limitado al contenido de la difamación, y en cuanto a personas privadas. En el 1967 el Tribunal Supremo en el caso de Red Lion Broadcasting v. FCC[32] dio validez a la reglamentación de la Comisión Federal de Comunicaciones que requería, en cuanto a las estaciones de radio, el uso libre de sus facilidades por aquellos a quienes critique. Además, la idea central de la pluralidad de opiniones en el caso de Rosenbloom v. Metromedia,[33] decidido en 1971, fue reconocer a los Estados el poder de proveer la posibilidad de respuestas a expresiones difamatorias. Toda vez que el caso de Miami Herald v. Tornillo invalidó un estatuto que confería derecho de réplica, pero no limitado al contenido de la difamación, una medida legislativa así limitada y en cuanto a personas privadas, se argumenta, puede ser una manera de reconciliar ambas opiniones y obviar reparos constitucionales.[34] Tenemos serias dudas de que una medida que requiera el derecho a réplica, aun bajo esas limitaciones, sea sostenible. Al día de hoy, la situación respecto a las estaciones de radio y televisión en torno a este asunto ha variado. En agosto de 1987 la Comisión Federal de Comunicaciones revocó el requisito de ofrecer oportunidad de presentar puntos de vista divergentes bajo el fundamento de que éste restringe de manera inconstitucional los derechos a la libre expresión de los radiodifusores. La Comisión expresó su intención, al así actuar, de extender a los medios electrónicos las mismas garantías de que goza la prensa escrita.[35]
Considero que hay base suficiente para concluir que las complicadas y confusas reglas doctrinales vigentes no proveen remedios satisfactorios ni para las personas que se ven afectadas por publicaciones o expresiones de la prensa, ni para los medios de comunicación. Por ello, alternativas que simplifiquen y den coherencia a los procedimientos deben ser objeto de seria consideración. Es claro que las medidas para restablecer la reputación únicamente por medios judiciales no pueden prevalecer.
Unos comentarios finales para propiciar el debate sugerido: no sólo los medios de comunicación deben revisar sus normas de actuación respecto a la difusión de noticias sobre funcionarios públicos. Los funcionarios públicos y aspirantes a cargos públicos deben utilizar los medios de comunicación para presentar su programa o la obra gubernamental, como medida educativa o informativa. La exposición pública, sin contenido sustantivo, expone al funcionario público al tratamiento trivial que en muchas ocasiones le da la prensa. Coincido con el señalamiento sobre la merma sustancial en personas cualificadas disponibles para el servicio público. Pero ello a mi entender no responde principalmente a la difusión de aspectos de su vida privada, ni por razón de noticias malintencionadas de parte de la prensa. El debate público ha bajado a niveles tales que se centra en la destrucción del opositor. Criterios ajenos a una sana administración pública determinan la permanencia de los funcionarios en sus puestos. Existe poco respeto por el disenso y se acalla con personalismos. Se exaltan por las propias personas concernidas y por la comunidad las características personales y no las agendas programáticas. Esos factores contribuyen a que los medios de comunicación se unan a la corriente y se sientan en libertad de presentar información que en muchas ocasiones es impertinente, desproporcionada y lesiva a la dignidad. Además de las propuestas presentadas, revestidas de legítima preocupación, debemos buscar medidas para contrarrestar esos factores.
Finalmente, recordemos que bajo el actual equilibrio de derechos ha sido posible la revelación de encubrimientos, corrupción gubernamental, conflictos de intereses e ineptitud de funcionarios y figuras públicas para atender la gestión pública y regir un pueblo. Ello es suficiente para reclamar que cualquier cambio en ese equilibrio sea sometido al más riguroso análisis.
Muchas gracias.
Notas al Calce
* Celebrado el 10 de diciembre de 1987, en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. ** Tesorera de la Academia. Abogada en ejercicio; Ex Secretaria del Tribunal Supremo de Puerto Rico; profesora en la Escuela de Derecho del Recinto de Río Piedras.
[1] 376 U. S. 254 (1964).
[2] Rosenblatt v. Baer, 383 U. S. 75 (1966); Curtis Pub. Co. v. Butts, 388 U. S. 130 (1967).[3] Rosenbloom v. Metromedia, Inc., 403 U. S. 29 (1971).[4] 418 U. S. 323 (1974).[5] Para un recuento de la jurisprudencia al respecto, véase, Trías Monge, Sociedad, Derecho y Justicia, Prensa y Derecho, Editorial UPR, p. 330 (1986); Notes, Media Counteractions: Restoring the Balance to Modern Libel Law, 75 The Georgetown Journal 315 (1986).[6] “Matters of Private Concern” Give Libel Defendants Lowered First Amendment Protection, 35 Catholic Un L. Rev. 883 (1986).[7] Dun & Bradstreet, Inc. v. Greenmoors Builders: “Matters of Private Concern” Give Libel Defendants Lowered First Amendment Protection, 35 Catholic Un. L. Rev. 883 (1986).[8] 475 U. S. 767 (1986); 106 S. Ct. 1558; 89 L Ed 2d. 783.[9] Tres jueces disintieron.[10] Núm. 86-1278.[11] El caso se resolvió con posterioridad a la lectura de esta ponencia. El 25 de febrero de 1988 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en decisión 8-0, reafirmó y extendió ampliamente las normas de libertad de expresión que protegen la crítica de figuras públicas, aun si la crítica es ofensiva. Por voz del Hon. William H. Rehnquist, el Tribunal expresó: “We conclude that public figures and public officials may not recover for the tort of intentional infliction of emotional distress by reason of publications such as the one here at issue without showing in addition that the publication contains a false statement of fact which was made with actual malice…; it reflects our considered judgment that such a standard is necessary to give adequate „breathing space‟ to the freedoms protected by the First Amendment.”[12]106 D.P.R. 415 (1977).[13] 106 D.P.R. 422 (1977).[14] 108 D.P.R. 174 (1977).[15] 115 D.P.R. 685 (1984).[16] 115 D.P.R. 257 (1984).[17] 116 D.P.R. 112 (1985)[18] En González Martínez v. López, 87 JTS 2, pág. 4657, se reafirmó que en casos de figuras privadas basta cumplir con el peso de la prueba de que las imputaciones son falsas. Quedó sin resolver cuál es el peso de la prueba cuando la parte ofendida es una figura privada y la expresión no versa sobre una cuestión de interés público.[19] Santiago v. El Mundo, 86 JTS 27, pág. 4277; López Vives v. Policía, 87 JTS 6, pág. 4678.[20] Trías Monge, ob. cit., p. 330-331.[21] A Press Privilege for the Worst of Times, 75 The Georgetown L. J. 361; 394 (1986); Acosta de Santiago, Norma, Informe del Secretario de la Conferencia Judicial sobre el Privilegio del Periodista, Año 1, Núm. III, Boletín Judicial 2 (1979).[22] En Puerto Rico, Ley de 19 de febrero de 1902 (32 L. P. R. A. 3141-3149); Art. 1802 C. C. P.R.[23] Artículos 118-121, Código Penal de Puerto Rico (33 L. P. R. A. secs. 4101-4104)[24][25] Se ha cuestionado si la materia de difamación debe ser objeto de legislación penal. Ni el Código Penal Modelo del American Law Institute ni el Código Penal Federal contemplan el delito. Véase comentario y nota al calce del Artículo 118 del Código Penal de Puerto Rico Comentado, 36 Rev. Col. Abog. de P. R., págs. 150-151 (1975). Veinticinco (25) estados norteamericanos penan el delito de difamación. A Press Privilege for the Worst of Times, ob. cit., pág. 362, nota al calce 6, (1986).[26] 112 DPR 369 (1982).[27] Media Counteractions: Restoring the Balance to Modern Libel Law, ob. cit., págs. 315 y ss.[28] Ibíd., págs. 336-359.[29] Barron, Jerome A., The Search for Media Accountability, XIX Suffolk Un L Rev. 789 (1985).[30] Ibíd., pág. 798.[31] 416 U. S. 241 (1974).[32] 395 U. S. 367 (1967).[33] 403 U.S. 29 (1971).[34]Barron, Jerome A., ob. cit., pág. 809.
[35] New York Times, 5 de agosto de 1987, sec. a. p. 1.