Contestación al Discurso del Lcdo. Ernesto L. Chiesa Aponte
Contestación al Discurso del Lcdo. Ernesto L. Chiesa Aponte
Lcdo. Lino J. Saldaña
Tengo la grata y honrosa encomienda de contestar, como se acostumbra en la ceremonia de instalación en esta Academia, el discurso inaugural del Profesor Ernesto Luis Chiesa. Los temas que Chiesa acaba de desarrollar en forma ejemplar, al hablarnos de los derechos de los acusados y lo que nuestro Tribunal Supremo ha llamado “la factura más ancha” de nuestra Carta de Derechos, tocan áreas de vital importancia para nuestra vida jurídica. Se trata nada menos que de deslindar los derechos del ciudadano en la esfera procesal penal bajo nuestra Carta de Derechos, comparándolos con lo que le concede su equivalente expreso o implícito en la Constitución de los Estados Unidos. Su discurso es la culminación y síntesis de un largo y sostenido análisis de los problemas que surgen en la intersección entre el derecho constitucional y el derecho procesal penal en relación con los derechos de los acusados. Chiesa ha venido ocupándose de esos problemas en la cátedra, en numerosos artículos y comentarios, y en su tratado en tres volúmenes sobre el Derecho Procesal Penal de Puerto Rico y Estados Unidos.
La teoría de la “factura más ancha” de nuestra carta de derechos sirve varias funciones. Primero, destaca el hecho de que existen garantías reconocidas en nuestra constitución que no tienen equivalente en la Constitución Federal. Segundo, invita a que, en los casos en que nuestra Carta de Derechos tiene un equivalente expreso o implícito en la Constitución de los Estados Unidos, el Tribunal Supremo adopte una interpretación de los derechos fundamentales del ciudadano más abarcadora y protectora que la prevaleciente en la jurisdicción federal.
No hay duda de que nuestro Tribunal Supremo en los casos de equivalencia está en libertad de adoptar una interpretación distinta de la que rige en la jurisdicción federal. Puede ser igual o más protectora. Además, aunque se afirma a menudo que la norma federal establece un nivel mínimo de protección que los tribunales de Puerto Rico tienen que acatar al interpretar nuestra Constitución, esta aseveración es, a mi juicio, analíticamente inexacta. Nada impide dar una interpretación a nuestra Constitución que se queda corta del mínimo federal. Lo que ocurre es que no podría aplicarse mientras no se altere la norma federal. Podría aplicarse válidamente, sin embargo, en caso de que por jurisprudencia se elimine la protección federal, o se reduzca a un nivel inferior al que concede nuestra Constitución. Como esto no sucede a menudo, la interpretación federal establece un mínimo de protección que nuestros tribunales vienen obligados a acatar tomando en cuenta el principio de la supremacía de la Constitución y las leyes federales. Por otro lado, según señala Chiesa, el mismo principio de supremacía puede imponer un máximo a los derechos constitucionales estatales. Esta situación surge cuando la “factura más ancha” del derecho constitucional estatal de un litigante invade o infringe un derecho que la Constitución federal reconoce a otro de los litigantes. Por ejemplo, como sucedió en el caso reciente de El Vocero, en que nuestro Tribunal Supremo dio una protección al acusado (vista preliminar en privado) con base en el derecho a la dignidad y a no sufrir ataques abusivos a su honra, a su reputación y a su vida privada familiar y a nuestra presunción de inocencia, en menoscabo del derecho federal de acceso de El Vocero (público y prensa) al amparo de la Primera Enmienda. 92 JTS 108. Su decisión fue revocada por el Supremo Federal.
Aclarados esos puntos, coincido con el criterio de Chiesa de que no hay razón alguna para sostener que la interpretación de nuestra constitución tiene que ser siempre más amplia y protectora que la que prevalece en la jurisdicción federal. Ni siquiera se justifica, a mi juicio, establecer una presunción de que deba ser más amplia. Cuando la factura más ancha, depende de la interpretación que deba dársele a una garantía de nuestra Carta de Derechos que es equivalente o idéntica a una garantía que contiene la carta de derechos de la Constitución de los Estados Unidos, le toca al Supremo resolver, en forma racional y analítica, y no mediante la invocación retórica de la frase “factura más ancha”, si tomando en cuenta los valores básicos, los intereses involucrados y las estructuras institucionales que informan nuestra vida colectiva, y la experiencia obtenida al aplicar la norma federal a casos concretos, se justifica dar a la garantía de nuestra Carta de Derechos una interpretación más abarcadora y protectora que la prevaleciente en la jurisdicción federal, o si conviene que adoptemos una interpretación similar o paralela a la que el Supremo Federal tiene establecida.
No debemos adoptar ciegamente la norma federal. Tampoco debemos rechazarla sin considerar detenidamente las ventajas que pueda tener la doctrina elaborada por los jueces del Supremo Federal. Hay que considerar las experiencias obtenidas por tribunales federales y estatales al aplicar las garantías de la Constitución de Estados Unidos, sobre todo cuando esas experiencias han pasado por el crisol de la crítica de la Academia y de otras fuentes autorizadas que participan en el debate interpretativo constitucional en Estados Unidos. Nuestros valores básicos en lo que concierne a las garantías individuales, y los compromisos que hemos contraído como pueblo con la libertad, la igualdad, el debido proceso de ley, y el sistema representativo y democrático de gobierno, son idénticos en sustancia a los que sirven para interpretar las normas constitucionales federales.
No tiene nada de extraño, por tanto, que en el área de las garantías individuales las protecciones que conceden las normas federales de ordinario sean suficientemente amplias y satisfactorias para la sociedad puertorriqueña.
De ahí que, cuando se trata de garantías que son similares o idénticas a las que contiene la Constitución federal, a mi juicio debe acudirse en primera instancia a la doctrina federal para interpretarlas. Existen también razones prácticas de mucho peso que indican que ese es el mejor curso a seguir. En esa forma el debate interpretativo no arranca en cero. En vez de empezar con una tábula rasa, nuestros jueces tienen el beneficio de los análisis, argumentos y otros factores que sirven de base a las interpretaciones adoptadas por los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos en sus decisiones. La norma federal casi siempre viene acompañada de un razonamiento y de una teoría que establece los principios de la decisión judicial y permite aplicarla sin excesiva dificultad a circunstancias futuras. Esto facilita la labor de los jueces y abogados que tienen la obligación de acatar y aplicar las garantías de nuestra Constitución. Así se evitan adjudicaciones constitucionales que no obedecen a principios y sí a resultados específicos que se desean obtener.
Claro está, luego de analizar a fondo la doctrina federal, nuestro Tribunal Supremo puede deliberadamente rechazarla y darle a la garantía nuestra un alcance más abarcador y protector que la cláusula equivalente de la Constitución de Estados Unidos. En ese caso no basta decir que nuestra Constitución es de factura más ancha que la federal. Hay que justificar plenamente las razones para dar a la garantía de nuestra Constitución una protección más amplia que la protección otorgada por la Constitución de Estados Unidos. El Supremo puertorriqueño viene también obligado en ese caso a formular una teoría que sirva de base a la garantía constitucional así creada y a forjar las normas que faciliten su aplicación en el futuro. Esta tarea puede ser difícil, pero es preciso llevarla a cabo para que el desarrollo y la aplicación del derecho constitu-cional no dependan de factores subjetivos. Nuestro Tribunal Supremo, a mi juicio, no le presta a esta función toda la atención que merece. Ejemplo de ello son las decisiones que el Tribunal emitió en torno a la doctrina de academicidad en 1991: Asociación de Periodistas v. González, 91 JTS 54; Berberena v. Echegoyen, 91 JTS 65; y Lasso v. Iglesia Pentecostal La Nueva Jerusalem, 91 JTS 74. El profesor José Julián Álvarez hizo un excelente análisis crítico de las mismas en 61 Rev. Jur. U.P.R., págs. 656-674. Otro ejemplo más reciente es la decisión emitida en E. L. A. v. Rexco Industries, 91 JTS 151 (6 diciembre 1994) sobre la garantía constitucional que ordena el pago de intereses en casos de expropiación forzosa. En este último caso el Tribunal rechaza la norma federal y adopta una distinta para determinar la justa compensación que debe concedérsele a la parte expropiada al amparo del mandato de la Sección 9 del Artículo II de nuestra Constitución.
Nuestra Constitución, como acertadamente señala Chiesa, provee importantes garantías no reconocidas en la jurisdicción federal. Cuando esto ocurre, la factura más ancha de nuestra Carta de Derechos surge del texto de nuestra Constitución, de su estructura y de su historia. En el ámbito penal, por ejemplo, se prohíbe la pena de muerte y la interceptación de comunicaciones telefónicas, y se consagra el derecho absoluto a la libertad bajo fianza antes de mediar fallo condenatorio. Además, como es bien sabido, se dispone que la detención preventiva antes del juicio no excederá de seis meses, se ordena la supresión ante los tribunales de toda prueba obtenida ilegalmente, y se prohíbe el ingreso de menores de 16 años en una cárcel o presidio. En otras áreas, nuestra Carta de Derechos reconoce expresamente el derecho a la intimidad: prohíbe todo discrimen por motivo de raza, color, sexo, nacimiento, origen o condición social o por razón de ideas políticas o religiosas; y reglamenta estrictamente la utilización del poder de expropiación forzosa en lo que a la prensa concierne. Por otro lado, los derechos económicos y sociales, incluyendo el derecho a la educación, reciben protección constitucional. También es más ancha la factura de nuestra Carta de Derechos debido a que en Puerto Rico reconocemos derechos constitucionales a los individuos frente a personas particulares, y no solamente frente al Estado. Esto es así en cuanto a los derechos económicos y sociales, a la interceptación de la comunicación telefónica y al derecho a la intimidad, entre otros.
Cuando la factura más ancha surge de una garantía adicional reconocida en nuestra Constitución que no tiene equivalente en la federal, nuestro Tribunal Supremo se enfrenta otra vez al problema de interpretarla en forma racional y adecuada. Tiene que formular una teoría y forjar normas básicas que delimiten el alcance de la garantía y la hagan manejable, sin restarle efectividad frente a la complejidad y variabilidad de las situaciones humanas que está llamada a reglamentar.
Cabe preguntarse también en qué medida el Tribunal Supremo cumple con esta función. En materia constitucional, la interpretación requiere siempre usar principios externos a la Constitución, o sea, principios interpretativos que no se encuentran en los textos constitucionales. Esto no significa, sin embargo, que lo que existe es un caos o que el derecho constitucional es simplemente cuestión de política. Significa únicamente que esos principios interpretativos que están fuera de la Constitución deben ser identificados y justificados. No se trata de principios que ya están expresados en las palabras de la Constitución donde podemos ir a buscarlos. Tampoco se trata de principios que, según la frase que está muy en boga actualmente, se encuentran inmersos en la Constitución a donde hay que ir a encontrarlos como se buscan los hechos de un caso.
La verdad es que los principios constitucionales que sirven de base a la interpretación de los textos de la Constitución deben ser creados por los jueces. La Constitución no contiene un catálogo de instrucciones para su propia interpretación. Hay principios que son de orden semántico, como el que se aplica a la disposición de que nadie podrá ser gobernador a menos que a la fecha de la elección haya cumplido 35 años de edad. Pero el sentido de la mayor parte de los textos constitucionales, como es bien sabido, sólo puede determinarse acudiendo a principios sustantivos de interpretación. El texto de la Constitución, su estructura y su historia, son factores cruciales para cualquier decisión constitucional. No se puede descartar ninguno de ellos. Todos imponen disciplina a las decisiones judiciales, pero a menudo no son decisivos. Es esencial, por tanto, que el Tribunal identifique y justifique debidamente los principios sustantivos externos a la Constitución que constituyen la base de cada decisión que emite en materia constitucional, sobre todo cuando se trata de una garantía adicional reconocida en nuestra Constitución que no tiene equivalente en la federal. Esos principios sirven para dar a la adjudicación constitucional una base racional y para formular una teoría que la justifique. Además sirven para forjar normas que delimiten el alcance de la garantía objeto de interpretación y la hagan manejable, sin restarle efectividad.
En esta tarea de creación judicial, el Tribunal tiene siempre que mantenerse dentro de los límites que exige nuestro sistema representativo y democrático de gobierno. Nunca puede olvidar la importancia que tienen las normas de auto-limitación judicial ni pasar por alto los principios procesales y sustantivos que la integran.
A mi juicio nuestro Tribunal Supremo incumple a menudo con lo que acabamos de señalar. En el área del derecho de intimidad, por ejemplo, no ha formulado una teoría integral basada en principios sustantivos que estén claramente identificados y sostenidos por un análisis adecuado. Carecemos también de las normas básicas necesarias para que la garantía constitucional de intimidad sea manejable, sin restarle efectividad frente a la complejidad y variabilidad de la conducta que está llamada a reglamentar. Lo mismo ocurre con otras garantías de nuestra Constitución que no tienen equivalente en la federal, tales como la que se refiere a la interceptación de comunicaciones telefónicas. En cuanto a esta última, como acertadamente señala Chiesa, aunque nuestra prohibición al respecto parece absoluta, a primera vista, nuestro Tribunal Supremo ha sostenido en diversas circunstancias la validez de órdenes judiciales de interceptación sin formular una teoría racional y coherente sobre el particular.
El derecho de información creado por nuestro Tribunal, que no tiene equivalente en la jurisdicción federal, está también huérfano de una base teórica adecuada y de normas que hagan manejable esa garantía autóctona de nuestro derecho constitucional. Para comprobarlo creo que basta analizar los problemas planteados y las decisiones emitidas sobre el derecho de información a partir de 1982 en Soto, Santiago, López Vives, y muy recientemente en el caso de Silva v. El Panel del Fiscal Especial Independiente, 95 JTS 58 (24 enero 1995).
Debemos señalar, por último, que el Tribunal parece haber perdido el sentido de auto-limitación en materia de interpretación constitucional. Reclama para sí el poder exclusivo de interpretación de las disposiciones constitucionales. Ha eliminado de nuestro firmamento jurídico casi por completo la doctrina de la cuestión política y las normas de auto-limitación judicial sentadas en Aguayo. Estas normas constituyen un factor cuya importancia es incalculable para el buen funcionamiento de nuestro constitucionalismo. Pero, como señala el profesor José Julián Álvarez, el Tribunal no parece comulgar con esas virtudes pasivas. Su doctrina sobre justiciabilidad a menudo abre las puertas innecesariamente a controversias importantes que plantean conflictos entre las ramas políticas del gobierno. Sus normas sobre legitimación activa de los legisladores, aunque últimamente reflejan una posición más restrictiva, todavía permiten pleitos en que se plantean controversias que deberían resolverse en la arena política y no en los tribunales de justicia. El Tribunal en gran parte ha reducido a escombros las doctrinas de academicidad y de madurez. Acostumbra en sus decisiones constitucionales hacer pronunciamientos innecesariamente amplios y a menudo resuelve cuestiones que no han sido planteadas en el caso concreto que tiene ante sí. Esta práctica de convocar una serie de dicta con la decisión específica de la controversia planteada, ciertamente no se ajusta a los principios básicos de auto-limitación judicial.
A la eterna pregunta en cuanto a quién custodia a los custodios, sólo podemos contestar diciendo que el ejercicio del poder de revisión judicial requiere autodisciplina y un alto sentido de responsabilidad. Vivimos bajo una constitución y los magistrados del Tribunal Supremo son sus guardianes. Ninguna regla o institución puede salvaguardar el uso apropiado de ese poder. El único freno que existe es el propio sentido de auto-limitación que adopte nuestro Tribunal Supremo. Nada, salvo ese sentimiento de prudencia y circunspección, restringe a los guardianes de nuestra Constitución. A ellos corresponde la tarea de darle cuerpo a la “factura más ancha” de nuestra Constitución. La crítica constructiva que aparece en el estudio de Chiesa, y en estos comentarios míos, es la mejor forma de ayudar al Tribunal a cumplir con su misión.