Contestación al discurso de la profesora Olga Soler Bonnin
Contestación al discurso de la profesora Olga Soler Bonnin
Liana Fiol Matta
Señor Presidente, señores Académicos y señora Académica; distinguida nueva Académica de Número de la Academia de Legislación y Jurisprudencia de Puerto Rico, profesora Olga Soler Bonnin; señor Decano de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico y demás autoridades de esta Universidad, señores profesores y señoras profesoras, estudiantes, distinguidos invitados e invitadas: muy buenas noches.
No podía pasar por alto esta oportunidad de dirigirme a ustedes en ocasión de la incorporación de la profesora Soler Bonnin a nuestra Academia. Aquí, en esta Facultad, siendo ambas profesoras, precisamente, de Obligaciones y Contratos, discutíamos Olga y yo, hace algunos años, sobre los fundamentos de esa rama del Derecho –que por alguna razón nos enamoraba a ambas- y lo que le estaba sucediendo en la práctica.
Nos preocupaba la metodología, más bien el desconocimiento del método propio de esa área del Derecho que parecía imperar entre abogados y abogadas y en los tribunales. A mí me preocupó siempre la influencia que tenían y tienen en cuanto a esto las decisiones de nuestro Tribunal Supremo y esa preocupación pasó a ser el tema de mi tesis de doctorado en Columbia University.
Así que no me sorprendió el tema escogido por la profesora Soler Bonnin en esta ocasión. Más bien, es la continuación de aquella conversación.
Postula la profesora Soler Bonnin que una cosa es lo dicho y otra lo hecho y que, en nuestra jurisdicción, al menos en cuanto al principio base de nuestro Derecho de Contratos, lo hecho – es decir, la práctica – se está tragando a la teoría. Su planteamiento, que es un llamado a la conciencia, nos presenta datos históricos y actuales, tanto locales como internacionales, para apoyar su conclusión: que ya la teoría del contrato y su práctica, en cuanto a la centralidad del principio de consensualidad, no van de la mano y que esta realidad nos dificulta la participación efectiva en el tráfico jurídico actual.
Tras reconocer que el sistema consensual y no formalista es el principio general que establece las bases para la regulación del contrato en nuestro ordenamiento jurídico y recordarnos el marco histórico de ese ordenamiento, profundamente impactado por el derecho estadounidense, la profesora Soler Bonnin nos propone “un análisis general de las normas legales que en nuestro ordenamiento jurídico regulan el sistema de contratación, tanto en el Código Civil como en la legislación especial …así como su interpretación por la doctrina y la jurisprudencia …con el objetivo de determinar el grado de la coherencia de su regulación … y su adecuación con el desarrollo y las exigencias del tráfico jurídico en la época actual”.
¡Tamaña tarea se ha impuesto la compañera! Y, por la magnitud del objetivo, es evidente que esta noche no ha agotado el tema. Por el contrario, sienta las bases, plantea el problema y nos deja con las ganas de escuchar más.
La profesora Soler Bonnin repasa la historia de nuestro ordenamiento hasta traernos a nuestra realidad teórica actual, un sistema contractual esencialmente consensual y no formalista, y a nuestra realidad práctica, que contempla, no sólo los requisitos de forma establecidos por vía de excepción en la normativa tradicional de nuestro Código Civil, sino también en las leyes especiales que lo enmiendan y en numerosas leyes especiales que habitan extramuros del Código Civil. Con ello afirma que ya no estamos ante un caso en el que la excepción confirma la regla de la consensualidad, sino que el volumen de excepciones es tal que se la han tragado.
A este punto la profesora ha abierto una puerta por la cual entraré, con su permiso, para compartir con ustedes unas ideas sobre la consensualidad como principio general de nuestro Derecho.
Puig Brutau nos resume esta norma base como sigue: “La palabra contrato puede emplearse, en sentido amplísimo, como acuerdo de voluntades mediante el cual los interesados se obligan para los fines más diversos”.[1] Ahora bien: “En sentido también amplio, pero más preciso, el contrato es toda convención o acuerdo de voluntades por el que se crean, modifican o extinguen relaciones jurídicas de contenido patrimonial”.[2]
Sin menospreciar los objetivos prácticos de la consensualidad, que podríamos resumir en que favorece la estabilidad de la relación contractual y, por ende, de las relaciones económicas, a la vez que propende a la agilidad del sistema, examinemos este principio desde otro plano conceptual.
No hay duda que podemos ver la consensualidad de nuestro régimen contractual como afirmación de aquella autonomía clásica de la voluntad producto del convulso Siglo 18, en cuanto parece aseverar que lo único necesario para dar vida al vínculo contractual es el acuerdo de las partes. A estas alturas sabemos, sin embargo, que no es así. Recordemos que la teoría de los contratos y, por tanto, la autonomía de la voluntad que le da vida al contrato está estrechamente ligada en nuestro ordenamiento a la buena fe contractual, que obliga a las partes a comportarse, durante toda la relación contractual, de acuerdo con las convicciones éticas que exigen proteger a quien confía en lo acordado de manera objetiva y razonable.[3] La realidad es que el fundamento de la consensualidad en nuestros tiempos lo encontramos en el principio base de nuestro ordenamiento: la buena fe.
Como aseveró el Tribunal Supremo en Banco Popular v. Sucesión Talavera, establecer la buena fe como principio rector de nuestro ordenamiento jurídico tiene el fin de que el ejercicio de derechos y el cumplimiento de obligaciones sean acordes con los preceptos, escritos o no, que la conciencia jurídica entiende necesarios.[4] Es de este principio –la buena fe- que surge nuestro concepto del contrato, como una relación entre personas, entre seres humanos, a quienes, para poder llevar a cabo las operaciones abstractas que tanto nos gustan a jueces y abogados, llamamos “partes”.
Hace doce años, en un Congreso de Derecho Civil auspiciado por el Colegio de Abogados de Puerto Rico, señalé que la finalidad del contrato es hacer posible las relaciones humanas y que esas relaciones, trastocadas por la realidad de la globalización económica y los adelantos en la comunicación electrónica, necesitaban guías uniformes que nacieran del consenso entre personas de culturas, historias, filosofías y sistemas jurídicos diferentes.[5] La posibilidad de esa uniformidad normativa contractual que interesa el Derecho Internacional se encuentra, según expliqué entonces, en la doctrina de la buena fe. Ahora bien, la buena fe no opera en una sola dirección, sino que, como señaló el Tribunal Supremo en Producciones Tommy Muñiz v. COPAN, impone un “arquetipo de conducta social” que implica “la carga de una lealtad recíproca de conducta valorable y exigible”.[6] Precisamente por razón de esta exigencia de lealtad, la buena fe no significa “el mero actuar correctamente”, particularmente en cuanto a la relación contractual.[7] Dije en aquella ocasión:
Ello, a nuestro entender, es consecuencia del valor paradigmático del acuerdo como posibilitador de aquellas relaciones humanas que se forman fuera del marco de lo afectivo y que no encuentran fundamento estricto en las relaciones de poder. […] Quiere decir que la buena fe, como depósito conceptual de valores comunitarios, impone consecuencias que ciertamente van más allá del interés individual y hasta del interés de la otra parte contratante.[8]
La compañera Soler Bonnin nos recuerda que la búsqueda de esas normas uniformes ha llevado a que el Derecho Internacional reconozca el contrato consensual. En cuanto a esto, nos refiere, entre otras fuentes, a los interesantísimos Principios del Instituto Internacional para la Unificación del Derecho Privado (UNIDROIT). De éstos debo destacar el artículo 1.7, según el cual: “Las partes deben actuar de acuerdo a la buena fe y al trato justo (fair dealing) en el comercio internacional”. La Convención de Viena sobre los Contratos de Compraventa Internacional de Mercaderías, adoptada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) en 1980, dispone algo similar en su artículo 7(1): “En la interpretación de la presente Convención se tendrán en cuenta su carácter internacional y la necesidad de promover la uniformidad en su aplicación y de asegurar la observancia de la buena fe en el comercio internacional”.[9]
La función protagónica del principio general de la buena fe, sin embargo, suscita cierta controversia, especialmente en jurisdicciones de common law, donde se ha considerado que es contraria al valor de certeza en el derecho comercial.[10] Este rechazo a la buena fe como elemento del contrato se acentúa respecto a la fase precontractual, pues el common law ve el contrato como el producto de un proceso de negociación en el que cada parte actúa motivada por sus intereses y no contrae obligación alguna hacia la otra sino hasta que surge la obligación contractual. El mundo civilista no tiene este problema, pues su visión de la buena fe se fundamenta en el concepto también civilista del contrato como una relación entre las partes. Sea como fuere, la noción de buena fe y trato justo es el eje del comercio internacional.[11]
Pero entre los estudiosos del Derecho Civil también hay ciertas dudas respecto a la entronización de este principio en el Derecho contractual. Diéz-Picazo, por mencionar uno, entiende que esta visión resta fortaleza al principio de consensualidad. Según el destacado tratadista, al enfatizar en la protección de la parte que confía en las representaciones o conducta de la otra, es decir, en la protección de la confianza antes que de la voluntad, se debilitan los conceptos tradicionales sobre la función de la voluntad y del consentimiento como generador de las obligaciones contractuales.[12]
Interesantemente, al otro lado de la controversia, en el campo del common law, el profesor Atiyah, de Oxford University, comparte este criterio. Entiende éste que el énfasis en la buena fe y, sobre todo, la protección de la confianza (reliance) es parte de un proceso histórico de erosión del fundamento del contrato como un acto de voluntad. A ello se suma la regulación minuciosa de numerosos contratos por razones de política pública. Todo esto lo lleva a afirmar que la fuente de la obligación contractual ya no es el acto de voluntad y a proponer una nueva estructura teórica para el contrato, sustentada sobre tres pilares, uno de los cuales es, precisamente, la protección de la confianza razonable (reasonable reliance).[13]
No obstante, el análisis sobre la viabilidad e incluso la conveniencia de seguir sustentando nuestro Derecho de Contratos sobre la base del principio de consensualidad debe considerar, en su momento, la interacción de éste con la protección de la confianza. Después de todo, si no son hermanas, la consensualidad y la protección de la confianza son ambas descendientes del criterio rector de la buena fe.
Tengo que aclarar que la profesora Soler Bonnin no aborda el debilitamiento del principio de consensualidad desde la perspectiva de la flexibilidad interpretativa que acarrean el principio de la buena fe y la protección de la confianza. Su preocupación, muy bien documentada, es la limitación a la flexibilidad constitutiva que impone la adopción legislativa de cada vez más formalidades en numerosos tipos de contratos, muchas de ellas, como nos explica, copiadas con ausencia de rigor técnico de la legislación de Estados Unidos.
Se ha dicho que la forma es todo aquello que la ley exige más allá de la mera expresión del promitente para que una promesa sea vinculante.[14] Como explica la profesora, estos elementos formales responden a la protección y seguridad que nuestro ordenamiento ha decidido otorgarle a relaciones y prácticas que considera de cierta importancia. Las razones para ello pueden resumirse en querer brindarle mayor certeza al hecho, permitiendo una mejor determinación de las circunstancias del pacto y advirtiendo sobre sus consecuencias. Mas, no podemos olvidar que la forma también puede conllevar las desventajas de que los contratantes se adhieran a ésta pero no entiendan el contenido y la incomodidad que representan los formalismos para las actividades diarias en un mundo cada vez más impaciente, como también más ágil.[15]
La pugna entre el formalismo y la consensualidad es antigua. La encontramos en el devenir del Derecho romano, que pasó de la adherencia al formalismo de las causas de acción determinadas a la relativa flexibilidad de la época bizantina. La encontramos también en la coincidencia temporal del desarrollo del Derecho Común inglés y el Derecho Civil continental. El primero, desarrollado judicialmente a partir de recursos específicos, los “writs” emitidos a nombre del Rey y un sistema procesal formalista, basado en determinadas “forms of action”,[16] y el segundo, basado en los principios y las normas recogidas, organizadas y explicadas a partir del Corpus Juris de Justiniano y la glosa de juristas de las grandes universidades medievales e incorporadas al Derecho Canónico.
Como expresé al inicio, la profesora Soler Bonnin nos da a probar un bocado de este interesante tema y, obviamente, deja para otra ocasión otros bocados igualmente tentadores para los que nos gustan estas disquisiciones. La relación entre consensualidad, protección de la confianza y buena fe, que he abordado antes, es uno de esos “bocados”. Entre otros, le propongo a la profesora un tema que sin duda debemos contemplar en su momento y que guarda relación más directa con su preocupación por el formalismo. Me refiero al efecto del creciente uso de medios digitales sobre el sistema consensual de contratación, tanto en nuestro país como internacionalmente.
La profesora española Sandra Camacho Clavijo explica que los contratos celebrados a través de Internet son consensuales, pues se perfeccionan sólo con la concurrencia de los elementos esenciales del objeto, la causa y el consentimiento prestado por vía electrónica, sin que sea necesaria la constancia documental. No obstante, esto nos lleva a preguntarnos si es posible perfeccionar por medios electrónicos aquellos contratos en los cuales una formalidad específica sea elemento esencial para su validez.[17]
La contratación a distancia ya se había tomado en cuenta en el Código Civil y en el Código de Comercio españoles del siglo 19, vigentes también en Puerto Rico desde entonces, al regular la contratación mediante telegrama o carta. En éstos se acoge el sistema espiritualista que sólo en contadas ocasiones exige una forma determinada para la validez del contrato. Siendo así, las nuevas tecnologías no alteran las normas generales de la contratación en lo que respecta a contratos sin requisito particular de forma; sólo crean un nuevo medio para ésta.[18]
La poca actividad legislativa que ha trabajado con la interrogante de la validez de la contratación electrónica se ha basado en preceptos habituales del Derecho de Obligaciones y Contratos, y ha abogado por su eficacia.[19] Por eso, no ha resultado necesario crear un nuevo andamiaje o modificar el derecho preexistente en materia de Obligaciones y Contratos para que los soportes tecnológicos funcionen como base de voluntades negociales y sea posible que los contratos se preparen, se perfeccionen y se ejecuten por vía telemática.[20]
Sin embargo, como explicó la profesora Soler Bonnin, los ordenamientos de tradición romano-germánica como el nuestro siempre han impuesto algunos requisitos de forma para determinar la existencia, eficacia o valor probatorio de ciertos contratos. Por eso, es importante establecer qué pactos se pueden celebrar por medios electrónicos y en qué medida puede extenderse este medio a contratos con determinados requisitos de forma.[21]
Este tema no deja de preocupar a quienes vemos en el principio de consensualidad la vocación del contrato como manifestación de relaciones humanas y solidaridad. Por ello, coincidimos con el catedrático español Rafael Ilescas Ortiz, quien expone que no es necesario ni conveniente confeccionar íntegramente un sistema de derecho contractual para los negocios electrónicos, sino que basta con mantener las excepciones a la libertad de forma más relevantes.[22]
A nivel internacional, se han desarrollado unos principios universales sobre contratación electrónica.[23] Ahora bien, del mismo modo que los principios en los documentos supranacionales no se le imponen a los Estados, la aceptación del formato electrónico como equivalente del escrito ha quedado, hasta ahora, al arbitrio de cada país. Entre los textos que deben analizarse para desarrollar nuestra propia normativa se encuentra la Ley Modelo sobre Comercio Electrónico, adoptada en 1996 por la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional, mejor conocida como UNCITRAL, que propone que cuando la ley requiera que la información conste por escrito, el requisito quede satisfecho por un mensaje de datos, siempre que la información contenida en éste se pueda acceder posteriormente.[24]
Pero los requisitos de forma no se refieren únicamente a que el contrato se reduzca a escrito. La profesora Soler Bonnin nos ha brindado numerosos ejemplos de otras exigencias, que incluyen la intervención de un fedatario y el registro del contrato con entidades públicas. Tomando requerimientos como éstos en consideración, los textos internacionales han establecido que la equivalencia funcional entre el soporte material y el electrónico no admite al documento solemne público o notarial, excepto si una norma nacional específica lo permite, y los Estados pueden excluir determinadas categorías de contratos según las particulares exigencias de forma de sus sistemas jurídicos.[25]
La profesora Soler Bonnin señala, con razón, la problemática de los documentos públicos y la responsabilidad de los notarios públicos bajo la Ley Notarial. Precisamente, pudimos observar, en nuestro breve repaso de la materia, que uno de los requisitos de forma que más discusión ha provocado en el contexto de la contratación electrónica es que el contrato conste en documento público. La discusión se asienta en las diferencias entre los sistemas civilistas y los de derecho común a las que aludió la profesora Soler Bonnin al discutir la resistencia a la unificación del Derecho contractual.[26]
Valga recordar, en cuanto a esto, el deber de los notarios y las notarias de los países civilistas, como profesionales del Derecho, de asesorar sobre el medio jurídico más adecuado para el fin lícito que desean las partes, y de certificar, como funcionarios públicos, la exactitud de lo que perciben por sus sentidos, así como la autenticidad y fuerza probatoria de las declaraciones de voluntad en el instrumento redactado según las leyes. En nuestro sistema de notariado latino, la fe pública notarial es un mecanismo de seguridad jurídica preventiva, que evita litigios y facilita su resolución.[27] Esa seguridad jurídica, según un gran número de los notarios de corte civilista, peligra cuando se prescinde de requisitos de forma como la escritura pública.[28]
Para que se lleve a cabo la contratación electrónica irrestricta, ¿se tendría que acoger la concepción anglosajona de que el notario es un simple fedatario y no un profesional del Derecho, sacrificando la seguridad jurídica en aras de suprimir obstáculos formales?[29] ¿Qué nos hace falta para un desarrollo pleno de un sistema de contratación electrónica confiable, que esté en sintonía con los adelantos tecnológicos, que respete las directrices genuinamente necesarias de nuestro régimen jurídico y que se acople a las prácticas internacionales?
En este contexto y a la luz de los planteamientos de la nueva Académica, se impone un estudio a fondo de las leyes sobre el tema aprobadas en nuestro país: la Ley de Firmas Electrónicas de 2004, que establece como política pública promover las transacciones electrónicas y para esto equipara la firma digital con la manuscrita,[30] y la Ley de Transacciones Electrónicas de Puerto Rico de 2006, que reconoce la legalidad de los contratos electrónicos y, al igual que la Ley de Firmas Electrónicas, excluye cualquier transacción o acto que necesite requisito de forma conforme al Código Civil para su validez.[31]
Son temas importantes, de gran actualidad y germanos a las preocupaciones esbozadas por la profesora Soler Bonnin en su discurso. Esperamos que la nueva académica Soler Bonnin, como parte del compromiso que contrajo de “contribuir a las reformas y progresos de la legislación puertorriqueña”, nos provea algunas contestaciones para esta interrogante en una próxima ocasión.
Termino con una cita muy a propósito del doctor Diéz-Picazo: “El cambio social, bien sea un cambio tecnológico, bien sea un cambio ideológico, determina un cambio en el ordenamiento jurídico. No es que el ordenamiento jurídico deba cambiar. Es que ha cambiado ya”.[32]
Profesora Soler Bonnin: nuestra conversación tiene que continuar. Son todas y todos bienvenidos a acompañarnos.
Notas al Calce
[1] 1-II José Puig Brutau, Fundamentos de Derecho Civil 9 (1978).
[2] Id. en la pág. 10.
[3] Véanse Artículos 1206 y 1207, Código Civil de Puerto Rico, 31 LPRA §§ 3371 y 3372; Banco Popular v. Sucn. Talavera, 2008 TSPR 132, págs. 7-8.
[4] Banco Popular, supra nota 3, en la pág. 12 (citando a Luis Díez-Picazo, La doctrina de los actos propios 157 (1963)).
[5] Liana Fiol Matta, La buena fe como presupuesto para la uniformidad del Derecho de Contratos, 59 Rev. Col. Abog. PR 118, 128-29 (1998).
[6] Producciones Tommy Muñiz v. COPAN, 113 DPR 517, 528 (1989).
[7] Véase Michel Godreau Robles, Lealtad y buena fe contractual, 58 Rev. Jur. UPR 367 (1989).
[8] Fiol Matta, supra nota 5, en las págs. 121-22 (respondiendo a Luis Diéz-Picazo y Ponce de León, La larga marcha hacia un Derecho de Contratos uniforme, 59 Rev. Col. Abog. PR 103 (1998); citando a Liana Fiol Matta, An Inquiry into the Moral Basis of Contract, 103 Rev. Der. Puertorriqueño 59 (1988)); Entenza Escobar, Los principios generales del Derecho Contractual Puertorriqueño, 3 Rev. Der. Puertorriqueño 21 (1962).
[9] Fiol Matta, supra nota 5, en la pág. 122 (citando a Instituto Internacional para la Unificación del Derecho Privado, Principios UNIDROIT sobre los Contratos Comerciales Internacionales (Roma, 1994), disponible en: http://www.unidroit.org/english/principles/contracts/principles1994/1994fulltext-english.pdf [la versión actualizada en 2004 y comentada de los Principios, que mantiene la buena fe como idea fundamental de los mismos, está disponible en: http://www.unidroit.org/spanish/principles/contracts/principles2004/integralversionprinciples2004-s.pdf]); Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional, Convención de Viena sobre los Contratos de Compraventa Internacional de Mercaderías (1980), disponible en: http://www.globalsaleslaw.org/__temp/CISG_spanish.pdf.
[10] Véase Mary E. Hiscock, The Keeper of the Flame: Good Faith and Fair Dealing in International Trade, 29 Loyola of Los Angeles L. Rev. 1059 (1996). Véase también Friedrich K. Juenger, Listening to Law Professors Talk About Good Faith: Some After-Thoughts, 69 Tul. L. Rev. 1253 (1995).
[11] Fiol Matta, supra nota 5, en la pág. 127. Citando a: Hernany Veytia, The Requirement of Justice and Equity in Contracts, 69 Tul. L. Rev. 1191 (1995).
[12] Fiol Matta, supra nota 5, en la pág. 121 (discutiendo a Diéz-Picazo, supra nota 8).
[13] Patrick S. Atiyah, The Rise and Fall of Freedom of Contract 779 (1985).
[14] Oliver Wendell Holmes, The Path of the Law and the Common Law 259 (2009).
[15] Juan Carlos Rezzónico, Principios fundamentales de los contratos 259-61 (1999).
[16] En 1307, había más de 400 “writs” en el registro oficial, Register of Writs. Arthur R. Hogue, Origins of Common Law 210 (1966).
[17] Sandra Camacho Clavijo, Partes Intervinientes, Formación y Prueba del Contrato Electrónico 79 (2da ed. 2005). Por vía de la práctica y sin respaldo legal específico, se ha estado celebrando una amplia gama de contratos por medios electrónicos. Ángela Guisado Moreno, Formación y perfección del contrato en Internet 125 (2004).
[18] Juan Bolás Alfonso, Firma electrónica, comercio electrónico y fe pública notarial, en Notariado y contratación electrónica, Madrid: Consejo General del Notariado 30-33 (Colegios Notariales de España coord.) (2000). A modo de ejemplo, podemos observar la evolución del contrato de prenda, que hoy día puede recaer sobre cosas intangibles, lo que permite que se constituyan préstamos garantizados con valores negociables en mercados secundarios, aunque el Código Civil sigue exigiendo para la constitución de este derecho real el que se ponga al acreedor en posesión de la cosa dada en prenda. Artículo 1762, Código Civil de Puerto Rico, 31 LPRA § 5021; Luis Javier Cortés, La prenda de valores cotizados y la contratación en Internet, en Derecho de Internet: Contratación electrónica y firma digital 500-02 (Rafael Mateu de Ros & Juan Manuel Cendoya Méndez de Vigo coords., 2000).
[19] Luis Muñiz Argüelles, La contratación electrónica y las normas generales de contratación, 71 Rev. Jur. UPR 639, 640 y 645 (2002). El profesor señala que el impacto de la contratación electrónica se ha visto más en las áreas de Derecho Internacional Privado, Derecho Consumeril y Derecho Notarial.
[20] Camacho Clavijo, supra nota 17, en la pág. 53. Aunque la libertad de forma en la contratación es un principio internacionalmente reconocido, también son reconocidas por organismos internacionales, como UNCITRAL, las razones para imponer requisitos de forma. Estas restricciones, sin embargo, pueden convertirse en obstáculos muy grandes, por lo que, desde la década de 1990, la ONU ha estado llamando a las naciones a facilitar el comercio electrónico. Ian Lloyd, Legal Barriers to Electronic Contracts: Formal Requirements and Digital Signatures, en Lilian Edwards & Charlotte Waelde (eds.), Law & the Internet. Regulating Cyberspace, Oxford: Hart (1997), pág. 137. El llamado de remover barreras no sólo aplica a ordenamientos Civilistas. Por ejemplo, Escocia requiere que los contratos sobre propiedades y los testamentos consten por escrito. Inglaterra tiene requisitos similares, derivados del Statute of Frauds, aprobado por el Parlamento Inglés en 1677. Id. en la pág. 138. La doctrina, aun antes de las normas modelos internacionales y las leyes viabilizadoras de diversos países, se ha inclinado mayoritariamente hacia interpretar flexiblemente las exigencias formales existentes con el fin de favorecer la contratación electrónica. Guisado Moreno, supra nota 17, en la pág. 125.
[21] Sobre la probabilidad de realizar por vía electrónica contratos para los cuales determinada forma es de carácter constitutivo, véase Humberto Carrasco Blanc, Contratación electrónica y contratos informáticos 99 y 123-29 (2000).
[22] Pero advierte que el número y la importancia de éstas debe reducirse para favorecer que el uso de la tecnología aumente. Rafael Ilescas Ortiz, Derecho de la contratación electrónica 50 (2001).
[23] Estos son: la inalteración del Derecho de Obligaciones preexistente, la equivalencia funcional de actos electrónicos y manuales, la neutralidad tecnológica en las disposiciones reguladoras, la exigencia de la buena fe y la reiteración de la libertad de pacto. Id. en la pág. 37.
[24] UNCITRAL, Ley Modelo 51/162 de 16 de diciembre de 1996. Véase también Camacho Clavijo, supra nota 17, en las págs. 43-46.
[25] En cuanto a esto, es de interés la Directiva sobre Comercio Electrónico de la Comunidad Europea, que excluye la equivalencia funcional en casos de constitución y transmisión de derechos en materia inmobiliaria, contratos relacionados con Derecho de Familia y Sucesiones, y contratos que requieren por ley la intervención de un funcionario público. Directiva 2000/31 del Parlamento Europeo de 8 de junio de 2000, disponible en http://europa.eu/ legislation_summaries/consumers/protection_of_consumers/l24204_es.htm. Pero las categorías se miran con recelo y se exige que los Estados le informen a la Comisión las clases excluidas y los motivos para ello cada cinco años, lo que refleja un movimiento hacia una mayor flexibilización de los requisitos formales. Véase Miguel Ruiz-Gallardón, Fe pública y contratación telemática, en Mateu & Cendoya, supra nota 18, en las págs. 101-02. Se puede tomar el caso de España como ejemplo. Su Ley sobre Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico establece que los contratos, negocios o actos jurídicos que requieran forma documental pública o la intervención de notarios para su validez o eficacia se regirán por su legislación específica y sólo excluye explícitamente de la contratación electrónica los actos relativos a Familia y Sucesiones. Ley 34/2002 de 11 de julio de España sobre Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico, disponible en http://www.derecho.com/l/boe/ley-34-2002-servicios-sociedad-informacion-comercio-electronico/pdf.html. Sin embargo, la ley española sobre Firma Electrónica concibe documentos públicos en soporte electrónico. Artículo 3.6.a, Ley 59/2003 de 19 de diciembre de España sobre Firma Electrónica, disponible en http://www.derecho.com/l/boe/ley-59-2003-firma-electronica/pdf.html. En España, actualmente, los notarios y registradores están utilizando la firma electrónica para autorizar copias simples y certificadas de escrituras y enviarlas por Internet, en consonancia con otra ley de 2001, que establece que los instrumentos públicos no pierden ese carácter por estar en formato electrónico y permite que dos o más notarios autoricen declaraciones de voluntad en papel en distintos lugares y remitan los documentos electrónicamente a uno de los notarios para que los incorpore en un único negocio jurídico. Ley 24/2001 de 27 de diciembre de España sobre Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, disponible en: http://www.boe.es/boe/dias/2001/12/31/pdfs/ A50493-50619.pdf. Aunque todavía no se presta consentimiento por la vía electrónica, se prevé la autorización de documentos matrices y su conservación de forma digital. Camacho Clavijo, supra nota 17, a las págs. 48-49.
[26] Véanse, en general, Colegios Notariales de España, supra nota 18; Mariliana Rico Carrillo, Aspectos jurídicos de la contratación electrónica, en Derecho de las nuevas tecnologías, Buenos Aires: La Rocca (Mariliana Rico Carrillo coord., 2007).
[27] Ruiz-Gallardón, supra nota 25, en las págs. 100-01.
[28] Aducen que de otra forma no se podría comprobar la capacidad de la persona, que el estado de la persona no ha cambiado desde que se emitió el certificado de firma electrónica, que el contratante no se hallaba bajo coacción al firmar y que conocía de manera suficiente el contenido y los efectos de lo que firmaba. Emilio Recoder de Casso, Algunas observaciones en torno a contratos, electrónica y fe pública, en Mateu & Cendoya, supra nota 18, en la pág. 122. Los notarios españoles más abiertos a la contratación electrónica encuentran que ésta crea un nuevo campo de trabajo para el notariado, por lo que proponen que se legisle para clarificar el ámbito de su participación, particularmente como prestadores de servicios de certificación. Los notarios podrían dar fe de la identidad del firmante y calificar la capacidad para obligarse a distintos negocios, así como levantar actas sobre la existencia de contratos electrónicos para su conservación y la certeza de su fecha. Ruiz-Gallardón, supra nota 25, en las págs. 102 y 114-15. Otros, un poco más cautelosos, entienden que el cambio facilitaría la presentación en el Registro de la Propiedad siempre que se arbitren los medios para garantizar la seguridad del sistema y proponen permitir la notaría electrónica, inicialmente, sólo en ámbitos menos controversiales, como los poderes y la expedición de copias simples de las escrituras. Asimismo, indican que habría que enmendar la norma de que los notarios no pueden firmar con estampillas para poder expedir copias certificadas de los documentos por vía electrónica. Vicente de Prada Guaita, Nuevos campos que abre la informática a la función notarial, en Colegios Notariales de España, supra nota 18, en la pág. 348. Los más recelosos advierten que la firma electrónica realmente no comprueba la identidad y la capacidad al momento de contratar. Al emitirse el certificado de firma electrónica, se verifica la identidad del solicitante, pero no la de quien emite la declaración de voluntad en su día, que podría ser un tercero no autorizado. Igualmente, la capacidad es juzgada al momento de expedir el certificado y no prestar el consentimiento, cuando pueden intervenir vicios como dolo, violencia o intimidación o el contratante no estar en su plena capacidad por estar bajo efectos de drogas o medicamentos. Ruiz-Gallardón, supra nota 25, en las págs. 106 y 111. Además, las firmas electrónicas no son duraderas –normalmente tienen una vigencia máxima de cuatro años-, lo que conlleva problemas probatorios. Diego Cruz Rivero, Eficacia formal y probatoria de la firma electrónica 133 (2006). También preocupan la ruptura de claves y problemas operativos referentes a la conservación y la posible desaparición de entidades certificantes privadas. Camacho Clavijo, supra nota 17, en las págs. 412-25. Más importante aun, los notarios de países civilistas se resisten a que se “distorsione” el esquema básico de seguridad jurídica preventiva con la entrada de entidades privadas de certificación o de los notarios anglosajones, quienes no proveerían un asesoramiento jurídico imparcial ni comprobarían el contenido de los certificados con especial rigor. Francisco García Mas, La contratación electrónica: la firma y el documento electrónico, en Colegios Notariales de España, supra nota 18, en las págs. 90-92.
[29] Independientemente de las discusiones doctrinales, lo cierto es que, como señala la profesora Guisado Moreno, “en un futuro, el documento público electrónico – y, en particular, la escritura pública virtual – acab[ará] siendo una realidad en Internet, en la medida en que sus exigencias sean plenamente satisfechas a través de este medio. Tanto es así que, al cobijo de la práctica impuesta por los mercados, si bien con un respaldo normativo cada vez mayor, los operadores económicos previsiblemente acabarán celebrando cualquier contrato por vía electrónica, incluso contratos para los que actualmente se requiere su formalización mediante escritura pública”. Por tanto, se impone la necesidad de armonizar las normas para viabilizar la contratación electrónica no sólo dentro de nuestro país sino para formalizar pactos con personas en lugares extranjeros. Véanse Guisado Moreno, supra nota 17, en las págs. 126-27; Alejandro Garro, Armonización y unificación del Derecho Privado en América Latina: esfuerzos, tendencias y realidades, 85 Rev. Facultad de Ciencias Políticas y Jurídicas de la Universidad Central de Venezuela 282, 284 (1992), disponible en http://www.ulpiano.org.ve/revistas/ bases/artic/texto/RDUCV/85/rucv_1992_85_281-332.pdf. La tendencia actual que notan los estudiosos de la materia es que, dada la influencia de Estados Unidos, se protege más la seguridad económica que la seguridad jurídica. Bolás Alfonso, supra nota 18, en las págs. 42-47.
[30] Ley de Firmas Electrónicas de Puerto Rico, Ley número 359 de 16 de septiembre de 2004. Esta Ley derogó la Ley de Firmas Digitales de Puerto Rico de 1998, que resultó inoperante por la pobre administración que tuvo por parte del Departamento de Estado, lo que provocó que las transacciones electrónicas se llevaran a cabo al margen de ésta. La Ley de 2004 se aprobó para atemperar nuestro ordenamiento a las disposiciones federales contenidas en la ley conocida como E-Sign del año 2000, 15 U.S.C. § 7001, que requiere a los estados de Estados Unidos adoptar un criterio neutral sobre las tecnologías para generar firmas electrónicas. Sin embargo, es difícil atemperar las disposiciones federales a la realidad de nuestro ordenamiento. Véase Yanis Blanco Santiago, Las firmas electrónicas en Puerto Rico: intervención del Estado y compatibilidad internacional, 75 Rev. Jur. UPR 863 (2006).
[31] Ley de Transacciones Electrónicas de 2006, Ley número 148 de 8 de agosto de 2006. Las exclusiones se encuentran en el artículo 3 (b).
[32] Luis Díez-Picazo, Experiencias jurídicas y teoría del Derecho 319 (1973).